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12 abril, 2013

( Segunda parte )

Por: Ilda Rodríguez (*)

III. Entrando en la materia que se trata: del Realenguaje

Formulemos la tesis respectiva, haciendo hincapié en que Lacan acuña el significante nuevo hablaje para dar cuenta de la pertinencia específica de nuestra disciplina. Así, mediante él, se aparta de la tradicional dicotomía entre lengua(je) y habla, mostrando, por otra parte, la importancia que tiene para el analista centrarse en el tipo de significantes no lexicales ejemplificados con dicho vocablo —tal como señalábamos en líneas previas— y atendiendo también a la singularidad del acontecimiento y los fallos desordenantes del discurso. Por ello, «las tribulaciones varias del habla, sus vacilaciones, sus tartamudeos, sus tartajeos, sus balbuceos, sus mudanzas tímbricas, sus melodías inapercibidas en primera instancia» conforman el campo de lo que Harari ha nominado «el audicionar» del psicoanalista. Allí se localizan, mediante las caóticas leyes del desorden, los fenómenos que, al dar cuenta de la presión o el empuje de la voz, conforman un vasto capítulo del lenguaje no inteligible desde el campo de lo Simbólico, sino desde las puntas de lo Real (R.Harari, «Manifiestos Realenguaje», en Violencia, palabra, segregación y otros impromptus psicoanalíticos; también se puede acudir, para continuar ampliando la temática, a «Vocología psicoanalítica: Realenguaje», en Inconciente y pulsión). En efecto, se trata

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del Realenguaje, el cual, es claro, no se rige por la acción del eje metáforo-metonímico, sino que se cierne en función de las insuficiencias y de las limitaciones no psicóticas de tal eje. La noción citada, por consecuencia, conforma la alteridad de lo que se dice —al igual que la voz en tanto objeto—, para lo cual importa decisivamente la posición subjetiva del analizante ante esos desfallecimientos —benéficos— de la lengua.

Como hemos podido ir apreciando en lo desplegado hasta aquí, lo que acaece en la sesión analítica moviliza ciertas características por el sesgo del maniobrar del analista vía pulsión de muerte, mostrando su parentesco con el proceder lacaniano en la gestación de la noción de lalangue. ¿A qué hacemos referencia? De inicio, a la producción durante el dictado de su Seminario de un lapsus (queriendo decir Lalande, dice algo así como lalangue), y allí, enseñando en acto de qué se trata —siguiendo el hilo de su enunciación respecto de lo que estaba precisando—, hace su aparición ese significante nuevo que le in-viene: una invención. Por lo tanto, aprehendemos lo trasuntado por el concepto en la misma operación de su constitución novedosa. Para decirlo de otra manera: la condición performativa que le adviene por el uso, cuando en la violencia del forzaje palabrero, en el acto de su desconstitución-constitución, se verifica, en la palabra recién nacida, esa misma nominación. Así se efectiviza una ruptura de la gramática, quebrantando su sintaxis, a la par que, distraída del léxico, se la sustrae del contexto. (La misma operación preside la conformación del «envalijamiento» hecho concepto, que tratamos de ahondar en este artículo).

Ahora bien, ¿qué es lo que nos permite aprehender —como decíamos— aquel apólogo lacaniano en el procesamiento llevado a cabo por la praxis lectural harariana? Si nos servimos del conocido proverbio «el maestro enseña con el ejemplo», en este caso es dable verificar que la mentada ocurrencia promueve la puesta en acto en la praxis psicoanalítica cotidiana —vía la incidencia del psicoanalista— del ser de balbuceo. Es decir que tales incidencias palabreras tienden a marcar el Realenguaje adviniendo a la sesión analítica por los efectos del forzaje en cuestión.
Dicho así, es válido preguntarse: ¿qué producen tales maniobras del audicionar psicoanalítico en el espacio del fraseo analizante en transferencia? De entrada, la puesta en obra —como insinuábamos— del ser de balbuceo, que por su rodeo muestra las peripecias desfallecientes del lenguaje en la punta de la lengua. O sea, en el desequilibrio de los significantes pegoteados de goce «podrido» inherente al síntoma, en el desacomode de la anticipación imaginaria del yo, en el desajuste de lo predictible del lenguaje comunicacional; no menos que en unas perplejidades, en ciertos farfulleos, tartamudeos, vacilaciones, interrupciones, suspiros, «tosecitas», borboteos, ahogos, silencios plenos y «risitas» sin motivo aparente; en fin, tirando de los hilos letrinos, se abre hacia la conmoción de la posición subjetiva del analizante (I. Rodriguez, op. cit.).
A la par, y a los fines de sostener esta tesitura, ¿cómo se muestra en nuestra praxis psicoanalítica la puesta en obra de la noción de marras si, cada vez que hablamos, inhibimos «comunicacionalmente» la emisión de palabras-valija? Pues esto es así hasta que por alguna «brecha» estas acaecen —o son audicionadas por el analista, lo cual suele determinar un efecto similar al ser verbalizada en la cura—, sucediéndose la muy habitual —y bienvenida— conmoción sobrecogedora a ese respecto. Se gestan así las condiciones para una inflexión no transitoria —especialmente porque la cuestión retorna, en la medida en no se trata de insight alguno— en la posición subjetiva del analizante.

Y, a partir de estas tomas críticas de distancia en lo caracterizado por los trazos recién definidos, lo que interesa a la sesión analítica es otra lengua que el idioma o la lengua natal. Uno de los ítems más destacables a ese respecto resulta el que da en hablar de otra muy diversa de aquella, a la que se llama lengua de la madre, la del laleo. Por otro lado, huelga advertir que con madre mentamos el Otro primordial, en lo que se deja predicar como «vital», en tanto y en cuanto refieren los cuidados del cuerpo y que hacen al orden —digámoslo de esta manera— del canturreo (Lacan, «De James Joyce comme symptôme»). Por raro designio, como puede apreciarse una y otra vez, la madre no hablará a su bebé como lo hace en otros ámbitos —por ejemplo—, y en ese sentido es que cabe afirmar que no es la madre que habla. Otra vez, la mencionada lengua nada tiene que ver con el idioma, ya que lo consignado en ella comporta excrecencias de este: de ahí el laleo, en la denominación lalangue: la la… Para decirlo de otra manera: los predichos no son sino modos de atentar contra la lengua natal. Lacan pone en acto —a partir de haberse sumergido en lo que se ha dejado enseñar por Joyce— la construcción de estos pilotes necesarios, a los fines de armar, desde ahí, el Realenguaje (cf. R. Harari, op. cit.).

Obsérvese que otro ejemplo de lo que intentamos desplegar puede ser advertido en lo que aparece decisivamente de manera inesperada —como es lógico— en los lapsus linguae y/o en los sueños. Dicho y hecho: a partir de esos fonemas a los que cabe considerar primordiales —esto es, que no son generalizables—, se arma un pequeño alfabeto propio, generado por eso, o que da lugar —por el lado de la figurabilidad— a imágenes que se dejan volcar a palabras; no siendo estas, estrictamente, de la lengua natal, sino retazos de la lengua materna (Lacan, Conferencia en Ginebra sobre el síntoma). Retengamos, entonces, que el lenguaje que nos interesa en nuestro saber-hacer-allí-con variadas constelaciones no es el que pretende la comunicación, sino aquel que, en cambio, se rige por un performativo (J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras) generalizado. Como dijimos, este se caracteriza por su autorreferencialidad, lo cual implica que ese acto de habla constituye su propio referente, al remitirse a sí mismo —siendo sui-referencial— y determinando la caída del referente. Por tal motivo, nos sirve de apólogo de lo que venimos puntuando la constitución misma de lo que intentamos consignar en la nominación de Realenguaje, donde lo enunciado es rebasado por la enunciación, como en el caso de los fallos de lenguaje, cuyo precioso ejemplo es el acto fallido. A mi modo de ver, en lo que intentamos acotar, hace su aparición el Realenguaje, en tanto embutimiento palabrero que hace drenar, caer: lo (artículo neutro) y del (contracción), como piel particularizante, escribiéndolo singular; cuyas consecuencias roturan el campo psicoanalítico lacaniano, abriendo a novadoras intelecciones. Tal como lo indicábamos, la instrumentación del referido maniobrar lenguajero, se convierte en un apólogo, también, del estilo de recepción de la enseñanza lacaniana en su modo de importación receptiva y que se deja leer desde nuestros epígrafes.

IV. De nuestra disciplina psicoanalítica: la lingüisteria

Detengámonos un instante en esta extraña disciplina que llamamos, con Lacan, lingüisteria. Hace su entrada porque embute en una sola palabra —sesgo que ha servido para graficar el modus operandi de una enseñanza notable— la lingüística con la histeria, determinando su copertenencia y su implicación recíproca. O mejor todavía: subvierte la lingüística al imbricarle la histeria, ya que logra desmarcarla de la visión —tradicional modo de vislumbrar su presencia—, adoptando para su intelección términos lenguajeros. Va de suyo, porque el artificio analítico histeriza al analizante al inducir las dimensiones de la pregunta, del cuestionamiento del amo-maestro, de la demanda de amor, del deseo insatisfecho, entre otros caracteres reconocibles en esa dimensión citada de la histeria. Por lo que puede inferirse de aquel particular despliegue lenguajero, es que puede abarcarse por la lingüisteria. De esa manera, se señala la incidencia de lo Real del lenguaje, a total distancia de cualquier nominalismo o idealismo o creacionismo del significante, o pansimbolismo, etc., ya que —como se abría en el inicio— ilumina, sobre lo Real, el Realenguaje.
Así, aguzando la herramienta fundamental de nuestra praxis psicoanalítica hecha de lenguaje, siendo lalengua el objeto específico de tan particular disciplina, la lingüisteria, ocurre que el psicoanalista Roberto Harari nos ha legado estos criterios pertinentes e insoslayables en una puesta en acto de notables y notorias variaciones, en el campo definido por él como vocología psicoanalítica, que hace al acto de hablar bien singular, en todo caso (op. cit.).
Recapitulemos hasta aquí:

– Partimos de una definición lexical de balbuceo que consiste en pronunciar algo de manera entrecortada, dificultada; he aquí lo balbuciante. Se trata de hablar cambiando y trastocando las letras, como suelen hacerlo los niños. El balbucear constituye el umbral final de lo articulado en el habla, es la función menos articulada y la menos signalética. No menos que la más alejada del soliloquio, de la instrumentalizada de una expresión, de un aprendizaje, de un aporte discursivo, de la emisión de un sentido, o de una enseñanza (Mangou; cf. Harari, op. cit.).
– Privilegia la fonética atendiendo a los sonidos, ya que esta se encarga de describir todos los fenómenos acústicos relacionados con el uso de una lengua, sin privilegiar unos sobre otros (Trubetzkoy; ídem).
– El sitio del analista en la cura es el del atractor extraño, quien, valiéndose de sus incidencias —puesta en acto de una las formas princeps de la causalidad no lineal—, procede en el sostén de su praxis poiética, audicionando de través y anamorfóticamente. Su trabajo se rige por la generación de enigmas; en todo caso, haciéndole violencia a la lengua (forzaje) constituida: a su gramática, su sintaxis, su léxico, a su codificación en general y al modo de los poetas que trabajan contra —apoyándose, también— la lengua natal (I. Rodríguez, op. cit.; también puede acudirse a «De una praxis escribible o inscriptible»).
– La labor del analista sinthoma extiende sus perímetros con la generación de artificios idóneos hacia las figuras de dicción de índole repetitiva, las cuales afectan la forma y la pronunciación de las palabras, centradas en la repetición de sonidos —rimas y aliteraciones— que ciernen lo sónico, no restringido a lo homofónico. Lo sónico, una vez más, en su indisoluble unión con el sentido, ya que a este no se lo lee, sino que se lo oye, e implica un sentido inserto en un oír en extremo singular. Incide un factor ex-sistente a la cadena interlocutiva y que hace a la voz como objeto a, que desprendido fabrica j’ouis. (Lacan hace uso de la bifidez de las lenguas, jugando con los sentidos desprendibles de la expresión: oigo, gozo, etc.).

Para concluir, juguemos el juego del lenguaje: «Al final era el calambur y al principio era el pun», como decía Beckett en Murphy; el juego retórico «todo lo penetra letra a letra». Es la nueva fundación del lenguaje y de la literatura: con él triunfa la función poética descrita por Roman Jakobson. En ese punto, nos recuerda Julián Ríos que también «el juego del humor es erótico», pues «erótica» es un buen anagrama de «retórica».

[showtime]

(*) Psicoanalista. Miembro Analista (MA) y presidente de Mayéutica-Institución Psicoanalítica. Representante de esta en la Comisión de Enlace General de Convergencia, Movimiento Lacaniano por el Psicoanálisis Freudiano. Integrante del Comité Editorial de LaPsus Calami. Revista de Psicoanálisis (ildaarodriguez@gmail.com; ildarodriguez@arnet.com.ar).