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1 mayo, 2013

 

Con motivo de la exposición abierta en el parisino Museo del Louvre hasta el 3 de junio, damos un repaso por la desconocida pintura barroca de Nueva España.

 

Por: Candela Vizcaíno (corresponsal España)

 

Poco estudiada, desconocida en Europa, vinculada al tenebrismo inaugurado por Caravaggio y enclaustrada en los muros de conventos y monasterios, primero, y en las grandes iglesias, después, la pintura mexicana de los siglos XVII y XVIII tiene características propias.

Como cualquier manifestación artística de cualquier tiempo y lugar, no puede más que ser fiel reflejo de la sociedad de la época. Y no solo de las inquietudes, miedos, temores o anhelos de los hombres y las mujeres que desarrollaron o promovieron esta forma artística en particular; también nos dice de una sociedad enclaustrada, fuertemente dividida en clases (a pesar del mestizaje), dada al exceso y unida por un fuerte sentimiento religioso impuesto, en gran parte, por la casta dominante.

La vida religiosa en Nueva España

Durante los siglos XVII y XVIII, el Virreinato Nueva España era un amplio territorio regido desde la Corte de Madrid y vehiculado por el catolicismo de corte contrarreformista. Con unas comunicaciones lentísimas, la única manera que tenía un monarca absolutista de tener bajo control una población tan diversa, y de sustrato tan heterogéneo, era (sigue siéndolo) utilizando el control de sus almas, homogeneizando el pensamiento, el sentir y las creencias en el más allá. Por eso, el espíritu misionero, salvo contadas excepciones, no era entendido como hoy en día, sino como un arma al servicio del poder.

Así, en México, sede del Virreinato y uno de los centros de poder en América, la sociedad que se imponía a los pobladores locales estaba unida por una religión católica que acusaba la Contrarreforma. La vida social giraba en torno a las iglesias que se levantaban por doquier con un barroco que iba más allá del abigarramiento de la metrópoli (del que existe, por poner solo un ejemplo, en Sevilla) y se convertía en un ultrabarroco, como tan bien ha definido Cristina Montalbano en «¿Qué es el ultrabarroco?», publicado en este mismo espacio.

Si la arquitectura religiosa copaba casi toda la construcción de importancia, excepto los contados edificios civiles y palacios para la clase dominante, la escultura, los objetos de platería y la pintura no se quedaban muy lejos. La religión dominaba la cotidianidad y, por lo tanto, las artes.

Los conventos y los monasterios (tal como ocurrió en la Europa de la Edad Media) eran los epicentros de la oración, pero también de la cultura. De hecho, en un gesto contradictorio, según nuestra forma de entender el mundo, una intelectual y escritora de la talla de Sor Juana Inés de la Cruz ingresa voluntariamente en una clausura para poder ejercer, con libertad, su vocación artística. Porque, tras estos muros, no solo se oraba o se llevaba una vida monacal; también se hacía (previo permiso de las autoridades pertinentes) toda una vida cortesana en la que se disfrutaba de lo mejor y más excelso de las artes que se producían por esta parte de mundo. En este sentido, remito al lector curioso al magnífico artículo de Guillermo Tovar de Teresa titulado «Místicas novias» y publicado en el número 43 de FMR (agosto-septiembre de 1998), que nos introduce por los entresijos y la vida cotidiana de estas instituciones monacales. El relato, por su minuciosidad, no tiene desperdicio.

La influencia de Zurbarán en Nuevo México

En cuanto a la pintura que, por entonces, se producía en lo que había sido la antigua Tenochtitlan de los aztecas, hay que apuntar, primero, que, hasta bien entrado el siglo XVIII y principios del siglo XIX, apenas se hacían retratos, a excepción de los que vamos a reseñar un poco más adelante. El paisaje aún no había alcanzado carta de naturaleza entre los círculos eruditos, y toda la producción artística estaba destinada al culto. Imágenes de santos, historias entresacadas de la Biblia y parábolas simbólicas edificantes eran producidas casi sin parar.

De hecho, como aún no se disponía de suficientes pintores formados, las órdenes religiosas y los señores poderosos que, de alguna manera u otra, querían dejar su nombre en alguna iglesia o institución eclesiástica se hacían traer lienzos y retablos desde la metrópoli.

Zurbarán era uno de estos pintores favoritos; el maestro extremeño llegó a tener toda una factoría dedicada a la producción de santos y santas, que surtían todas las devociones. Tal fue la cantidad de obras que salieron de su taller que, al día de hoy, cuesta distinguir cuántas obras fueron ejecutadas por el Maestro y cuántas por sus discípulos. Sus cuadros de fondo negro, con un bien estudiado claroscuro (según las enseñanzas de Caravaggio, a quien hay que disfrutar en directo, que las imágenes en Internet no dicen del calado del genio), sobre todo en las ropas, hacían las delicias de los compradores al otro lado del Océano.

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La pintura de Nueva España

Y esta línea tenebrista es la que lleva José Juárez, nacido en España pero cuya producción se desarrolló casi por completo en México. Creador de toda una saga familiar de artistas, sus obras son de temática religiosa; en ellas, se adivina la estética barroca, como en Aparición de la Virgen y el niño, conservada en el Museo de Arte de México.

Como plenamente barroco puede clasificarse a Cristóbal de Villalpando, uno de los pintores más conocidos de esta época y de esta parte de mundo. Además de óleos y retablos, también intervino en la bóveda de la catedral de Puebla. Sus creaciones presentan la línea compositiva (ángeles alados y luminosos en el cielo, frente a la muchedumbre oscura de  la mundanidad, por ejemplo) y el abigarramiento propio de esta línea artística. Fue el más requerido de los artistas locales en este período.

Sor Juana Inés de la Cruz y las monjas de su época

Y todo ello, teniendo en cuenta que los buenos pintores de Nueva España no estaban faltos de trabajo, ya que se su arte era solicitado por las familias pudientes. Casi todas estas destinaban a una o varias de sus hijas a la clausura; las muchachas, que no podían opinar sobre esta decisión, antes de retirarse de la vida mundana hacia los recios muros de los monasterios, eran retratadas como vírgenes coronadas, con una rama floral en una mano y una imagen sagrada en la otra.

Además, se necesitaban artistas suficientes para hacer los llamados escudos de monjas, como aquel con el que está retratada Sor Juana Inés de la Cruz en la conocida imagen que reproducimos aquí. Esos escudos se hacían en óleo sobre cobre y se enmarcaban en exquisito carey. Eran redondos (también ovalados), de tamaño medio, y en ellos se pintaban alegorías o símbolos favoritos de la nueva monja, o bien los identificativos del convento. Eran únicos para cada mujer y, como los escudos de los caballeros andantes, tenían como función señalar las virtudes de su poseedora.

Los cuadros se quedaban en casa de las familias sirviendo como retratos y recordatorios de quien, para siempre, había abandonado el mundo. Los escudos volvían, como herencia, a los supervivientes de las monjas. Había muchos, y sigue habiéndolos, desperdigados en colecciones particulares o formando parte de la historia particular de estas familias de criollos del Nuevo Mundo.

Hoy es difícil, como la reunión de la obra pictórica dispersa por los conventos y las iglesias de México, aglutinar todos estos lienzos, cuadros y escudos en una sola exposición. El Louvre se ha puesto a la tarea y tiene una muestra abierta sobre el tema hasta el 3 de junio de 2013. Esperemos que sea el primer paso para empezar a conocer este arte tan fascinante como la sociedad que lo vio nacer.