La Capilla de los Huesos
Por Rafael Gimenez
Al sur de Portugal se encuentra una de las expresiones más particulares del arte barroco europeo: una capilla revestida de huesos y calaveras que invita a los visitantes, de manera un tanto explícita, a reflexionar sobre la muerte. Se trata de una visita obligada para todo viajero que aprecie el lado macabro de la vida.
Évora, en la sureña región portuguesa del Alentejo, es una de las ciudades más antiguas de Europa y su centro histórico amurallado ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad. Dentro del área urbana existen diversos monumentos, edificios y ruinas de los períodos romano, visigótico, islámico, medieval, renascentista y moderno. En las afueras de la ciudad, incluso, se alzan dólmenes y menhires de hasta 8.000 años de antigüedad.
Pero uno de los atractivos que más interesa a los turistas se encuentra en la Iglesia de San Francisco y constituye una muestra de las más macabras expresiones arquitectónico-decorativas del barroco europeo: la Capilla de los Huesos.
Construida en el siglo XVII por iniciativa de tres monjes franciscanos cuyos nombres la Historia ha olvidado, este recinto cuadrangular con ocho pilares se encuentra revestido (columnas y paredes) por una gruesa capa de huesos humanos, metódicamente dispuestos.
Hay apenas tres pequeñas ventanas que aportan luz natural a la sala, garantizando una semi-penumbra que no hace más que realzar el efecto macabro que produce el espectáculo de las calaveras alineadas en las arcadas. Se estima que son alrededor de 5.000 cráneos humanos y un número indeterminado de otros huesos.
El techo abovedado es de ladrillo rebocado a blanco y presenta pinturas con motivos alusivos a la muerte. En la puerta de la capilla, que solía ser un dormitorio y sala de reflexión de los monjes, una inscripción en portugués reza:
“Nosotros, huesos que aquí estamos, por los vuestros esperamos”.
Conmovedor.
¿De dónde vinieron todos esos huesos? Hacia el siglo XVI existían en la zona de Évora unos cuarenta y dos cementerios monásticos. La falta de espacio en la ciudad impulsó la necesidad de remover restos humanos de distintos puntos y concentrarlos en otro lugar. Así fue como ese trío de franciscanos tuvo la idea de utilizar los cadáveres para crear un monumento religioso penitencial que sirviese, a la vez, como un espacio de meditación sobre el mayor de los asuntos: la muerte.
La muerte barroca
La muerte ha ocupado siempre un lugar central en la cosmovisión cristiana, pero es a partir de la contrarreforma (en oposición a la revolución iniciada por Lutero) que lo macabro encuentra un impulso inédito en las artes y en la arquitectura, configurándose como un elemento esencial del movimiento artístico-cultural al que hoy llamamos Barroco.
Flores y mariposas, símbolos de la fragilidad de la vida, comenzaron a ganar protagonismo en el arte barroco, así como figuras femeninas, depositarias de la culpa del pecado original. Pero la estrella del barroco fue, sin duda, la muerte.
Esta cosmovisión, en oposición al clasicimo del renacimiento, no solo se inclinó por las formas complejas y sobrecargadas sino que, en cuanto a lo conceptual, significó un rechazo a la celebración de la vida y de los placeres del mundo, enfocándose en el carácter efímero de la existencia, en la inminencia de la muerte y, consecuentemente, en la necesidad imperiosa de arrepentirse y prepararse para el juicio final, renunciando a las vanalidades de la carne y del placer.
Existen otras expresiones macabras del barroco a lo largo y ancho de Europa. Entre los ejemplos más famosos podríamos citar las catacumbas de París y el osario de Sedlec, en la República Checa. La Capilla de los Huesos, no obstante, es el más refinado monumento de este tipo de la península ibérica. Existe un osario cerca de Valladolid, España, pero está lejos de la complejidad y estado de conservación en el que se encuentra el de Évora. Curiosamente, Portugal cuenta con varias estructuras religiosas de este tipo, todas localizadas al sur del país. Pero es esta, en la Iglesia de San Francisco, la que más impresiona.
La capilla es pequeña, es cierto, y no se demora mucho en conocerla. De todos modos, la sensación con la que queda el visitante perdura por varios días. El efecto que buscaron los monjes franciscanos se mantiene vivo, al menos en parte, incluso transcurridos varios siglos. Los turistas que visitan la Iglesia de San Francisco de Évora no se van, por lo general, arrepentidos de sus pecados. Pero sí con la idea fija de la muerte y la fragilidad de la vida.
Hoy, basta con tener Internet en el celular para poder relfexionar sobre cuestiones existenciales. Películas, documentales, obras de teatro, libros y un sinfín de producciones culturales nos invitan diariamente a pensar en la muerte. Pero recordemos que allá por el siglo XVI era a través de la Iglesia que se introducían (y excluían) los asuntos sobre los cuales había de reflexionar el pueblo.
Así lo deja entrever un soneto del siglo XIX, atribuído al Padre António da Ascensão Teles, que cuelga en la entrada de la Capilla de los Huesos. Traducido al castellano, reza:
¿A dónde vas, caminante apurado?
Para, no sigas más adelante;
Asunto, no tienes más importante,
Del que este, a tu vista presentado.
Recuerda cuántos de esta vida han pasado,
Reflexiona en que tendrás fin semejante,
Que para meditar causa es bastante
Haber todos en esto parado.
Pondera, que influido de esta suerte,
Entre negociaciones del mundo tantas,
Tan poco consideras en la muerte;
Por lo tanto, se los ojos aquí levantas,
Para, porque en asunto de este porte,
Cuanto más te detengas, más te adelantas.
La Capilla de los Huesos cumplía, entonces, una función cultural. Pretendía instaurar una idea entre la población y encauzar las inquietudes existenciales de los fieles de acuerdo con los preceptos del Concilio de Trento, según el cual resultaba imperioso para la Iglesia Católica Romana potenciar el rechazo al renacimiento, a los placeres de la vida, al redescubrimiento del mundo clásico y a la noción del cuerpo humano como objeto de arte y fuente de belleza. En respuesta: sólo hay belleza en Cristo, todo placer deriva de Dios y no hay otro destino más que la muerte.
Es cierto, al menos, lo del destino.