Nos sacaron la lengua. Trascendiendo diversas hipótesis acerca de su ausencia, la almeja amarilla comenzó a repoblarse en las playas del Partido de La Costa y desandaremos los caminos para comprender carencias y devenires con la quimera de emular tiempos pasados que, fueron mejores.
Por: Alejandro Ferrin (La Lucila del Mar, Buenos Aires, Argentina)
Si cometemos el acto revisionista de detenernos en nuestro presuroso cotidiano y analizamos qué nos sucede cuando exhibimos nuestra lengua en un gesto que repta en la comunicación, nos daremos cuenta que se trata de un grito corporal que tiene aristas interesantes. En principio excluyamos que el repaso final de una apetitosa comida, con presunciones de esquirlas de sabor, se hace con la “sin hueso“. Cuando jugamos al truco, puede ir incluida en un seña heterodoxa de un noble tres que haga primera o defina una tercera mano. En materia de desprecio y pecado de niñez, cuando se quiere manifestar desgano, malestar y odio alivianado previendo un ahorro energético considerable, se “saca la lengua”. Los atisbos de interés sexual también se erogan de manifiesto con este músculo viajante y lento. En vuelco de observación, las acciones que requieren puntillismo y tendencia a la perfección ameritan una tensión entre ésta y alguno de nuestros labios, la cual quizás es delicada, pero no tanto como para pasar desapercibida. La Naturaleza suele ser a definitivas cuentas, más sabia, dándonos un himno de escape e independencia en una lengua viva, existencial, con una ventaja adaptativa que le aseguraría la continuidad de su especie. Esta pseudo lengua o pie, es un músculo amarillo y poderoso, un filo viscoso que busca refugio enarenándose, feteando las porciones de revoque de conchilla y penetrando en profundidad. Esa es la acción por la cual valoramos y recordamos al molusco bivalvo insignia del Partido de La Costa: la almeja amarilla.
La extracción de almejas ha sido en conjunto con los tejos, el fútbol y las figuras de arena, uno de los deportes de playa más practicados desde que los contenidos de vastas junglas de cemento decidieron pasar sus ratos libres a expensas del mar. Así como las aves se inclinan y picotean, el rechinar de cinturas vencidas no tenía más función que saciar bolsas sin fondo, o bien, en ese mismo momento y limón en mano, muchos italianos daban cuenta de esa exquisitez sin cocción alguna. Al compás de palas, sopapas y posturas morsísticas echadas en esas lagunas marinas formadas entre pozos e ingresiones, los baldes se llenaban sin razón, con la promesa de una comida final que quizás nunca llegaría, por el desconocimiento de su correcta purga o por la misma dejadez que envuelve al turista cuando se embebe del período vacacional. Era muy común la invasión de hedores putrefactos en esquinas sin construcción y la evidencia sobre el verde césped externamente calcárea: centenares de almejas muertas, a medio abrir, oficiando orgías de moscas y alimañas. En la temporada del año 1996 se registró la mayor mortandad de almejas, la cual todavía repercute en las actuales poblaciones. De allí en adelante, en pos de la búsqueda de la verdad, comienza un ciclo de mitología almejera, cuyos límites alcanzan a la propia imaginación de sus oradores: “las sacaron los chinos, con unas palas en barcos”, “un virus las mató a todas”, “la gente en la playa se las llevó”, “no tienen fuerzas para enterrarse”, “tiraron porquerías en el mar y las mataron”. Se pueden distinguir, en los rumores que se escabullen por los médanos, situaciones ciertas y otras no tan veraces. De la extracción comercial en aguas profundas no hay suficientes datos, por lo menos, contemporáneos y mucho menos, de bandera asiática. En lo concerniente a la sanidad, los moluscos bivalvos están en un delgado equilibrio con sus patógenos, al ser organismos filtradores de agua, adquieren ciertas toxinas propias de algas marinas, las cuales cuando sobrepasan un umbral determinado constituyen la famosa y temida “marea roja”, con conspicuos riesgos para la salud humana, desde un tour intensivo a través de diversos baños públicos hasta clases de arpa sin siquiera conocer acordes previos en alguna cuerda más terrenal. Se pueden llamar virus, bacterias o rickettsias, pero evidentemente hay alguna propensión a algún agente etiológico y específico. Cuando se escucha que la gente la aniquiló, retomamos líneas primigenias que podrían explicar la inexistencia de individuos de tallas grandes, dado que son presa fácil de veraneantes y pescadores, pero el stock de “almeja semilla” no debería verse tan afectado. Aquí la población con sus individuos desapareció por años. La relación de su incapacidad para enterrarse en consonancia a su lentificación de movimientos puede deberse a una multifactorial. Externamente a ella, las arenas de los balnearios urbanizados de las playas han cambiado su densidad conforme al tránsito prohibido de vehículos; las arenas son más compactas y la penetración en ellas requiere más gasto de energía, lo cual se sinergizaría con eventos de contaminación puntuales y agudos, dado que la acumulación de ciertos metales pesados como el cadmio y el cobre, alteran la capacidad de enterramiento.
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En materia de pesca deportiva, pronunciar la palabra almeja inequívocamente remite a la palabra corvina, aunque de esas que en las peluquerías de la Costa Atlántica lucen oxigenadas, decoloradas, rubias. La almeja constituyó desde siempre una carnada de excelencia para la captura de la corvina rubia. Es tanta la interacción entre estos dos individuos marinos que este pez tiene unas estructuras óseas modificadas para poder quebrarla, consumiéndola entera, con sus valvas. Esta relación trófica ha tenido matices en los últimos años, dado que los peces, ante su notoria ausencia, han sabido reemplazarla en su alimentación, volcándose a homónimos sustitutos proteicos como los berberechos y mejillones, quienes ganaron el nicho dejado por la almeja y/o tomando carnadas diversas como anchoíta y langostino. Alejados del “corvinocentrismo”, el resto de especies de la denominada “variada de mar” no se siente demasiado atraído por una lengua de almeja en el anzuelo; por lo tanto, la extracción con argumentos pescadores, en estos tiempos de esbozos de conciencia, no resulta una fórmula sin fisuras ni que provea obligadamente éxitos. Se debe vencer la tentación de la carnada gratuita como única opción válida de pesca; sería más útil como complemento o como quien dice una última opción, un pie en el voley. Podrá algún detractor esgrimir que el impacto del pescador es una gota en el mar y lo es, pero el mar es un cúmulo de gotas individuales, tan numerosas como importantes.
A fines de septiembre, las mareas que rompían con primavera dejaban entrever grandes cantidades de almejas chicas y medianas, tapizando la línea costera. Tal cantidad intentó perdurar durante la temporada, a pesar de los carroñeros de shorts o bikini y de la Ordenanza 1704/96 que prohíbe la extracción. Los esfuerzos municipales son escasos en cuanto a la educación del veraneante y la aplicación de la reglamentación, ya que son exiguos los controles in situ. Los carteles indicativos no se encuentran en la misma costa, sino en las bajadas de las playas, los cuales no ayudan mucho a la prevención a través de la concientización, ni tampoco cuando un personal de Defensa Civil o de Ordenamiento Urbano intenta labrar una contravención. No estamos acostumbrados como sociedad a las sanciones ambientales; enseguida recaen comparaciones odiosas del estilo “una multa por un balde de almeja, no se por qué no van a perseguir a los chorros”. Se trata de un pensamiento facilista, el desafío es pensar con madurez.
Si bien un trovador y poeta español desliza que “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, los habitantes del Partido de La Costa, cada uno desde su dónde, debemos asimilar que “no hay estupidez peor que añorar lo que se tuvo, se perdió, regresó y volvió a marcharse”.