ARTE
Entrevista a Luís Felipe Noé, referente indiscutido de una época clave en la historia del arte argentino, en una recorrida por sus comienzos como estudiante, sus años en el grupo de la Otra Figuración y su presente, en primera persona.
Por Guillermina Flores
Luís Felipe Noé, «Yuyo», para los amigos, llega a la galería de la Avenida Alvear acompañado por una amiga francesa con una puntualidad que hoy en día parece estar en desuso. Amable desde un primer momento, nos invita a sentarnos en los bancos de madera de la sala. Estamos frente a uno de los creadores del grupo Otra Figuración, surgido a principios de los sesenta a partir de una muestra realizada en la galería Peuser, un movimiento de ruptura, que fusionó la abstracción y lo figurativo fuera de los cánones compositivos del academicismo. Así describe el alma de la época en uno de sus artículos de 1993, «Artes Plásticas argentinas. Sociedad anónima»: «En 1959 Rómulo Macció y yo realizamos exposiciones individuales con un espíritu neofigurativo. Partiendo él de lo gestual y yo de la mancha informal, planteábamos, cada uno por su parte, la inclusión de la figura como una libertad más, en un medio donde abstractos y figurativos se odiaban como Montescos y Capuletos».
La obra de Noé se va a inscribir siempre en lo que él llama «Estética del caos», una forma de estructura social no entendida como tal, confundida con el desorden. «Una civilización es el resultado de un caos asumido. La barbarie es el caos aún no asumido porque el hacerlo equivale a entenderlo como orden», dice.
Es un hombre grande, que aclara que va a sentarse sobre su perfil izquierdo porque «está muy sordo» y ese «es el oído que escucha bien». Prolijo, atento y por sobre todas las cosas, muy gracioso, Noé no tiene problemas de hablar de los temas de los que ya habló durante más de cuarenta años de carrera y tampoco tiene ningún inconveniente en hablar sobre lo que no acostumbra: deja entrever una relación un tanto conflictiva con uno de sus compañeros de fórmula, Rómulo Macció. Su humor en todo momento distiende las formalidades propias de la relación entrevistador-entrevistado para hacernos creer que estamos en una charla íntima con un amigo, nuestro amigo Yuyo.
Me gustaría que nos cuente un poco sobre esta muestra, sobre todo cómo fue trabajar lo pictórico con su hija Paula.
¿Cómo pude hacerlo con mi hija Paula que no vive acá….?
Noé se levanta y va a buscar a la recepción uno de los dos catálogos que ofrece la muestra. En este caso nos trae el especial, el que corresponde a los trabajos que realizó con colaboraciones de su hija Paula y el artista Eduardo Stupía y contesta:
Como ella llegó a último momento para terminar —porque esto lo hicimos casi por correspondencia— le mandé los papeles y le dije: «Trabajá por acá, trabajá por acá…». Después ella me lo mandó de vuelta a través de una amiga, yo lo continué y acá lo perfeccionamos. Como hubo muy poco margen de tiempo no pudo entrar en el otro catálogo, entonces hice uno para los trabajos con otras personas. Respecto a tu pregunta, es ella misma la que explica su contexto; hace un recuerdo de su infancia —toma el catálogo y comienza a leerlo—.
Cuando hace unos meses surgió la idea de hacer una obra en colaboración con Yuyo —«Yuyo soy yo», aclara a modo de chiste, «No dice con mi padre, dice Yuyo»— no lo sentí en absoluto como una idea insólita o propuesta de experiencia inesperada, sino como consecuencia natural de lo que siempre fue nuestra forma de vivir y de comunicar a través de la creación. Ya de chicos él nos dibujaba arcas en unos libros de hojas blancas que mi hermano y yo teníamos que poblar con animalitos y con Noés —«El viejo, el otro», vuelve a aclarar—. Juegos de este tipo eran moneda corriente en casa. Otras veces Yuyo nos desplegaba rollos de papel para que nosotros o cualquier amigo que estuviera de paso, aunque sea por un instante, lo pudiéramos intervenir. Él luego se ocupaba de unificar los distintos garabatos y modificarlos alegremente. Hasta recuerdo haber visto a un bebe gateando sobre un rollo para dejar su dibujito…
¿Cuánta participación tiene Ud. en la curaduría de las muestras?
Yo no creo para nada en eso del curador, estoy vivo y es mi exposición. Mientras estoy haciendo los cuadros estoy pensando dónde van a estar colgados. Es que los cuadros van solitos a las paredes que corresponden. Este —señala el más grande de todos— vino solito y se colocó ahí. Es lógica, en la pared más grande el cuadro más grande.
Hay algo muy interesante en la titulación de sus obras. Son títulos sugestivos.
¡Ah, los títulos! Son mejores que los cuadros (risas).
¿Son un punto importante en el proceso de creación o es un dato de color? ¿Los piensa antes, durante o después?
No, no, durante. El título por lo general me sale a mitad del proceso. Muchas veces, cuando comienzo una obra, no sé qué estoy haciendo. Uno sabe lo que va formulando en la medida en que lo va formulando. Uno sabe lo que va pensando en la medida en que lo va pensando y uno sabe lo que va pintando en la medida en que lo va pintando; aun cuando crea que no es así, que tengo una naturaleza muerta adelante. Una cosa es tener el objeto y otra cosa es cómo uno lo hace. En la mitad de la obra me viene la idea de qué es lo que estoy haciendo. Entonces me viene el título, y a su vez el título me orienta. Este cuadro, por ejemplo —nuevamente nos señala el «monstruo» de la muestra— tiene todo un proceso. Por razones de edad, no subo a escaleras. Además tengo una dificultad en la mano porque una vez tuve un accidente. Esto —levanta el brazo imitando la acción de la pincelada— no lo puedo hacer con la mano derecha. Bueno… igual no tengo ninguna intención de hacer el saludo nazi… (risas). Soy torpemente diestro; por eso dibujo mucho sobre tabla, por eso hay mucho de dibujo. En este cuadro tiré pintura en el piso, luego con un secador corrí la tinta y luego me empezaron a salir cosas. Le pedí a una chica que es colaboradora mía, también pintora, que me vaya llenado los espacios (ella se sube a la escalera), por eso salió algo muy preciso. Por lo general, mis cuadros no son tan geométricos. En un momento dije «¡A esta obra la mando al diablo, me tengo que empezar a portar mal!» (risas) Empecé a romper una cosa, a romper otra (risas) y a hacer como un edificio que se cae, como algo que se cae. De repente, con la situación económica que hay ahora, me vino la palabra crack, entonces ahí lo fui orientando.
Volviendo un poco a sus comienzos, usted cuenta en una entrevista que una vez Horacio Butler lo esperó alrededor de media hora…
(Interrumpe) No sé cuánto me esperó, lo único que sé es que yo llegué cuando él ya estaba ahí parado (risas). En realidad me había echado de su estudio, yo le discutía todo. Hay una forma de preguntar de los adolescentes que es discutiendo: si el profesor dice «esto es así», uno siente que puede ser de otra manera, entonces discute. A los adultos eso los hincha mucho, entonces un día me dijo: «no tengo más nada que enseñarle». No me estaba dando un título, me estaba enseñando dónde estaba la puerta. De todas maneras a veces lo visitaba e incluso, cuando abandoné la Facultad de Derecho entré al periodismo y tuve el coraje, a los 23 años, de pedir hacer crítica de arte. Me ocupé en algún momento de una exposición de él y demás…
Cuando me animo a hacer la primera exposición, a los 26 años, lo invito y él viene. Yo iba con un miedo bárbaro, por eso quería llegar un poco tarde. Él me dice: «Llegué antes por si no me gustaba, pero debo decirle que Ud. me ha dado una gran lección, porque haciendo exactamente lo contrario a lo que yo le enseñé, ha creado una pintura que le ha dado buen resultado». Entré ahí como si me hubieran dado el Premio Nobel.
¿En algún otro momento de su carrera se volvió a sentir así?
Sí, algunas veces me he puesto contento. (Piensa en silencio un rato largo) Una vez, me pasó algo… yo no sé si no era un 5 de octubre, porque 5 de octubre es una fecha importante para mí, es la fecha de mi primera exposición. Diez años después, 5 de octubre, inauguré un bar que se llamó Bárbaro y creo que un 5 de octubre del 97 me pasó esta anécdota. A la mañana me entregaban un premio de Chandon. A su vez, Fèvre, que había sido jurado de otro premio del Fondo Nacional de Las Artes a la trayectoria, me anuncia ahí un premio. Prácticamente, estaba recibiendo un premio y ya me estaban notificando de otro. A la tarde, se inauguraba la exposición en el Borges. Entre tanto, vuelvo a casa y me llama Amalita Fortabat, que en ese momento era la presidenta del Fondo, para avisarme que yo tenía el premio. Entonces le dije: «Yo estoy exponiendo en el Borges», y me dijo: «Sí, ya sé, voy a pasar». Cuando pasó por la exposición, Amalita decía «Este, este, este», mientras señalaba los que quería, y yo pensaba «¡Clin, caja!» (risas). Era la época de igualdad del peso-dólar. Eran veinte mil de un premio, veinte mil de otro premio… Ya estaba en cuarenta (risas) y tres cuadros a veinte mil, ¡Cien mil! Yo ya estaba… ¡Ah! (carcajadas).
¿Qué edad tenía usted en ese momento?, porque Guillermo Roux cuenta que él vendió su primer cuadro recién a los cuarenta años…
No, yo al contrario, vendí desde mi primera exposición. Vendí toda la serie Federal, que hice al año y medio de mi primera exposición; pero después me puse loquito y empecé a hacer cosas que continuaban por el piso, por el techo (risas), ya era más difícil de vender. Paré de pintar por diez años, pero empecé vendiendo y cuando me fui a Francia tenía varios contratos acá. A veces iba y venía, iba y venía.
Durante el período que se inicia a fines de la década del 50 en la Argentina, mayormente durante los años sesenta, impulsado sobre todo por el magnífico Instituto Di Tella, el arte de nuestro país va a estar en constante búsqueda de una identidad nacional. Como en todo proceso artístico, es posible reconocer ciertas conexiones entre la esfera política y la cultura. Con la llegada al poder de la denominada Revolución Libertadora, se desarrolló fuertemente el sector artístico como carta de presentación hacia el exterior. Lo que en realidad se esperaba era la creación de un arte propio, novedoso, que pudiera ser motivo de reconocimiento en territorio internacional, sobre todo en el entonces mayor centro de arte contemporáneo, la ciudad de Nueva York. De ahí la importancia de las instituciones universitarias como el ya mencionado Di Tella, organizaciones que sutilmente irán orientando la producción nacional.
En este contexto sociopolítico, continuando con la búsqueda de un arte de vanguardia que traspasara las fronteras, surge la Otra Figuración. La idea de romper con todo lo establecido anteriormente, lejos de cualquier canon académico, será una constante durante estos años: Jorge De la Vega, Rómulo Macció, Ernesto Deira y Luís Felipe Noé trabajan entonces creando obras fuera de cualquier configuración tradicional. Su arte toma esa expresión inmediata y primitiva que había explotado el Informalismo, combina elementos provenientes de la abstracción y la figuración y, por sobre todas las cosas, produce un quiebre con la unicidad plástica de toda obra de arte clásica. La Otra Figuración va más allá de los límites del lienzo, se extiende en composiciones deformes fuera del concepto de belleza plástica y sitúa al hombre dentro de esta confusión pictórica como reflejo del ser humano en la sociedad moderna. Noé trabajará en su «estética del caos» durante la mayor parte de su carrera, aludiendo que el caos puede ser también una nueva forma de estructura social. «Caos es el nombre de nuestros temores, de nuestros límites», dirá en su artículo Eso que llamamos caos, de 1991.
Aunque la vida activa del grupo como tal duró poco tiempo (1961-1965), lograron establecerse como una pieza clave dentro de la constitución de un arte patrio. Así lo relata el mismo Noé en Responsabilidad del artista que se va de América Latina y del que se queda, de 1966:
Creíamos en un humanismo violentamente explosivo […] Tuvimos mucho que ver con el proceso de cambio que hoy acusan los artistas más jóvenes en nuestro país. […] Están en otra posición muchos artistas que, no sólo por problemas vinculados al arte, no sólo para encontrar difusión para su obra o para vivir un ambiente cultural más sofisticado que el nuestro, prefieren emigrar. Estos artistas suelen desarraigarse y echar raíces en otro sitio. […] En su mayoría se desvinculan del proceso cultural de su propio país y no se incorporan al de ningún otro.
Lo que posteriormente aclarará Noé, es que él, como tantos otros artistas argentinos desde épocas remotas, también viajó afuera para estudiar —de hecho, escribe este artículo desde la ciudad de Nueva York— pero con un punto focal muy diferente. Noé afirma que no es lo mismo decir «beca» que «desarraigo», y está convencido que vivir afuera del país no significa abandonarlo.
Octavio Paz, Roberto Matta y Julio Cortázar son ejemplos de creadores cuya obra está ampliamente vinculada a sus propios términos de referencia pese a que ellos viven en el extranjero. Hasta los muralistas mexicanos necesitaron de la perspectiva europea para tomar conciencia de sí mismos. Por esto también se justifica toda una generación de artistas, que, si bien estuvo ligada a Europa, ayudó a modernizar nuestro arte. Sin embargo, con este proceso comenzó también la falta de nuestro arte contemporáneo: su dependencia. Fue por eso que nuestro grupo se propuso romper con este mecanismo.
Hay que reconocer la importancia cabal que tienen las artes plásticas durante estos años. Personajes como Kenneth Kemble, una de las figuras claves del Informalismo; Antonio Berni, quien comienza a crear las series de Juanito Laguna y Ramona Montiel en su grado más crítico de realismo social; Marta Minujin, que experimenta con sus famosos colchones y con los que luego ganará el Premio Nacional del Di Tella en 1964, Alberto Greco (¡El maravilloso Alberto Greco!) que manifiesta su adhesión al «arte vivo» realizando los happenings más controvertidos, y críticos y poetas como Jorge Romero Brest, Aldo Pellegrini o galerías como Bonino y Lirolay conviven en un país con ánimos de establecer una nueva dinámica ligada al desarrollismo. El ambiente artístico del Buenos Aires de entonces es de una carga vital enormemente rica.
En pocas palabras; ¿Cómo definiría los años de la Otra Figuración?
¡La pasábamos bárbaro! (risas) Fueron también los años más intensos de mi vida.
Trabajaban todos en un mismo taller…
Trabajábamos progresivamente. Cuando yo hice mi primera exposición, pintaba en un departamentito chiquito, por eso los cuadros son chicos. En ese momento, mi padre estaba liquidando una fábrica de sombreros que había sido de mi abuelo, fundada en 1870. Una cosa bien de otra época, en la calle Independencia entre Bolívar y Defensa. Arriba estaba la casa de familia, abajo el escritorio de la fábrica. Se entraba por el costado en carruaje porque en esa época…
El día de la inauguración de mi muestra no sólo me pasó eso de Butler, sino que ahí nació mi amistad con Alberto Greco, Macció y De la Vega. A Deira lo conocimos después. A De la Vega yo lo conocía de antes, porque había sido compañero de facultad de mi hermana. Él venía a estudiar a los dieciocho años a mi casa —yo en ese momento tenía quince— y me mandaba a comprar cigarrillos. En ese entonces empezó mi amistad con él y esas cosas. Al poco tiempo se agregó Greco, después Macció y De La Vega, que tenía otro taller, iba a pintar los cuadros grandes con nosotros.
¿Y el clima era de armonía?
Siempre era de armonía… Aunque una vez tuvimos un problema con Macció, pero todos tuvimos algo con Macció. Todo iba bien hasta que hubo una pequeña crisis. El grupo duró del 61 al 65.
En el ambiente artístico los egos juegan un papel importantísimo. Muchas veces, es ese mismo ego el que lleva a los artistas a la fama. Aquí no conocemos los motivos por los que los integrantes del grupo tienen una pequeña crisis con Macció, pero suponemos que la vanidad y el deseo de individualismo tienen mucho que ver.
¿Se disuelve por esa pequeña crisis o hubo otros factores?
Esa fue la fundamental. La otra también fue que empezamos a viajar e irnos a distintas partes; la otra, también, el taller. En el 61 fuimos a Francia y cuando volvimos en el 62 la fábrica se había vendido. Todos volvieron de Europa antes que yo. Cuando volvía en barco, Deira, que me esperaba en el puerto, me grita desde abajo: «¡Tenemos taller!». El taller que teníamos era el taller de él, pero era una casa que también se tuvo que voltear. A partir de los viajes, el edificio que se voltea, y algunas tensiones con Macció, bueno…
Siguen su camino…
Sí.
A fines de le década del sesenta, mientras en el resto del mundo se debatía la «muerte del arte», aquí en la Argentina, comenzaba una polémica entre intelectuales alrededor de la «muerte de la pintura», surgida a partir de un artículo publicado con ese nombre en la revista Primera Plana. Si bien la lectura literal de la sentencia trajo varias malas interpretaciones, la realidad era que la pintura estaba más viva que nunca, pero en nuevos soportes, bajo un nuevo lenguaje artístico. En este momento, muchos jóvenes artistas se abocaron a la creación de instalaciones de distinto tipo (recordemos que para aquel entonces, el concepto de «instalación artística» no estaba en uso, las obras de este tipo se llamaban simplemente «objetos» o «cosas»). Ellos no abandonaron la pintura propiamente dicha, sino que se desentendieron de sus características más esenciales, como el plano y la bidimensionalidad. Noé, en uno de sus escritos de la época, dice que este espacio plano «ya no alcanza para simbolizar un mundo pleno de estímulos y contradicciones». Seguramente por esta misma razón, él dejará de lado la pintura de caballete durante más de diez años.
Cuando dejé de pintar sentí que era como en el tango, la pintura se fue cuando yo más la quería. Pero se me había ido, es decir, esta cuestión de querer asumir el caos me había llevado a instalaciones tan complejas, tan difíciles de trasladar, tan difíciles de vender, que entonces dejé de pintar. Tenía que vivir de algo. En el bar —Bárbaro Bar, entonces en Reconquista 874— éramos muchos socios, entonces empecé a enseñar. Empecé a pintar a través de otros. A veces me preguntaban cómo se pintaba un paisaje y yo… nunca había pintando un paisaje. Ahí volví a la pintura. Al poco tiempo me fui a París.
¿Inspiración o disciplina de trabajo?
Yo creo en el estado de trabajo, más que en la inspiración. Hay algo de inspiración, pero viene cuando uno está trabajando.
¿Cómo es un día en su taller?
¡Yo soy muy despelotado para todo! (risas). Trabajo en casa la mayor parte; al taller voy —lo tengo desde hace poco, desde que tuve que hacer lo de Venecia—, pero la mayor parte de las cosas las trabajo en casa. El taller lo tengo de depósito o para cuando tengo que hacer cosas como ese cuadro (señala, una vez más, la inmensa obra llamada Crac).
¿Cómo definiría su relación con el mercado del arte?
El problema es la relación del mercado del arte conmigo (risas).
Las oportunidades de entrevistar a personas como Luis Felipe Noé en nuestra vida son bastante acotadas y, cuando finalmente un hecho tal sucede, uno se retira del lugar con cierta grandeza, la grandeza que sólo puede transmitirnos un protagonista de la historia. Nos vamos de la galería con sus colores, su superposición de trazos elípticos, su caos estético, sus títulos sugerentes (Sobrevivir, Seamos correctos, Vivir entre otros) y por sobre todo, con su aún perceptible espíritu emprendedor, característica casi esencial de cualquier artista.
Un paso adelante del resto de la sociedad e incluso también de varios otros colegas, Yuyo Noé supo reconocer la importancia de impulsar un arte regional en América Latina. Sin encarcelarse en un nacionalismo exagerado, fomentó la valoración de una identidad sudamericana que nada tiene que envidiarle a la cultura del American way of life de los Estados Unidos o a la tradicionalidad europea.
Ya fuera de la galería, tomando un café en una esquina típica de Buenos Aires, pienso por qué solemos reconocer antes un Picasso que un Pablo Suárez, un Dalí antes que un Jorge de De la Vega o un Vermeer antes que un Tarsila do Amaral. ¿Acaso las políticas culturales están mal orientadas, en el nivel educativo? ¿Podremos algún día escuchar a un chico de secundaria hablar un poco más de la Guerra de Malvinas que de la Guerra Fría? Sin renegar en absoluto de la cronología y la importancia inherente a cada hecho histórico mundial (y su lógica incidencia en los procesos político-históricos de la Argentina como República), creo que como argentinos primero y luego como latinoamericanos, siempre nos faltó un poco de autoestima. Llego entonces a una conclusión inmediata: cuán genial (y hasta cuán necesario) sería tener muchos más Yuyos Noés en nuestra sociedad.
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