Hoy en el diván: El experimento de Próspero, de David Amitin
Por Raquel Tesone
El experimento de Próspero es una obra de teatro que tiene perfume francés, no solo porque José Padilla y David Amitin realizaron una versión libre de la obra del francés Pierre Marivaux, La disputa, sino también porque sostuvieron una mirada profundamente lacaniana sobre los diversos tópicos abordados. La mujer tiene en esta obra, al igual que en la sociedad francesa, un rol relevante, ya que en Francia el movimiento feminista ha ganado terreno mucho antes que en nuestra sociedad.
El experimento es un buen pretexto de Próspero utilizado por los autores para formular preguntas sobre nuestra existencia. Trata todo lo referente a la constitución del yo y el narcisismo, la significación del otro para el ser humano, la entrada de los terceros en la escena del amor, el significado del amor en relación al deseo y al erotismo y, además, la cuestión de la fidelidad. Todo esto se condensa en esta puesta en escena en que David Amitin interpela al espectador para que se cuestione sin juzgar ni intentar dar respuestas. Maneja las distancias en un doble escenario con desniveles, más cercano y más alejado del público, y un detrás de escena que nos deja librada la imaginación. Las actuaciones son buenas y parejas, cada uno desempeña un papel específico y simbólico a la vez. La excusa del mago Próspero, mantener aislados durante veinte años a cuatro jóvenes, dos mujeres y dos varones, sin permitirles a cada uno tener otro contacto que no sea con Ariel, el educador, sirve a los fines de desplegar estos temas. Ariel, para obtener su libertad, participa de esta experiencia. La obra comienza con la decisión de dejar que estas cuatro personas se conozcan.
En un principio, el lenguaje marca la impronta de la constitución del yo a partir del otro. El yo, el mi, el su se confunden. El otro es una mirada que refleja a Julia, y como en el estadio del espejo de Lacan, se parte de esta alienación primordial al deseo de otro que permite la construcción del yo. La mirada en el arroyo y el encantamiento de Julia frente a su propia imagen simbolizan el narcisismo, ese primer paso hacia el amor a uno mismo. El preceptor, que es aquel que transmite la lengua y quien les dio el acceso al lenguaje, representa el Otro.
Cuando Julia encuentra a Valentín, se pregunta: «¿qué es eso?, ¿una mí como yo?». El establecer las diferencias y las semejanzas es todo un trabajo para el psiquismo y esto es parte del experimento. Es Próspero quien le enseña el nosotros y quien les propone a Julia y a Valentín que, para que ese nosotros perdure, se deben privar del placer de estar siempre juntos. Esta es la primera paradoja humana que plantea la obra. Próspero profetiza que «[…] de lo contrario ese placer disminuirá y se volverán indiferentes». Cuando se trata del amor, como en este caso, se generan las resistencias; ellos no conciben estar separados. Sin embargo, es Julia quien en un momento le dice a Valentín: «admírame, pero déjame respirar». Ariel les aporta un retrato a cada uno, representación que recrea la presencia en ausencia. Valentín lo acepta, pero Julia prefiere quedarse con su propio retrato, según dice, porque el de su amado lo lleva en su memoria. ¿Es que las mujeres somos más narcisistas que los hombres o es que este aspecto es parte de la condición y del encanto femenino? ¿O es que nos han inculcado que debemos estar ligadas al amor de manera platónica, sin que juegue (o que quede en evidencia) la atracción carnal? Quizá por esto último es Julia que toma la decisión de separarse, porque dice querer más al corazón que a la presencia de su amado.
La entrada de la otra mujer, Silvia, no le produce agrado a Julia: ella quiere ser la única que complazca a los otros. La competencia se instala desde el comienzo. La interpelación sobre quién es más bella no tiene respuesta más que a través de la mirada del otro. Silvia le dice: «tengo tres personas que me ven bella», y son quienes validan su belleza. Es por eso que Lacan afirma que el deseo es deseo del otro y, en ese sentido, la obra muestra cómo somos sujetos del deseo del otro y estamos sujetados a ese deseo y a esa mirada que es siempre subjetiva y que, a la vez, nos subjetiviza.
En cambio, el encuentro entre hombres, Proteo y Valentín, tiene visos totalmente distintos que lo que se genera entre las mujeres. Hay un clima fraternal, y se tratan como camaradas. Todo es entrañable entre ellos, hasta que entran las mujeres en escena. El tema de la posesión del objeto de deseo se pone de relieve: «Esta no es tu blanca, es la mía. Estas dos manos son mías, no tuyas». Surge la pregunta: ¿somos las mujeres que disparamos la competencia entre hombres por la posesión de la mujer, mientras que entre mujeres lo que se juega es quien es la causa del deseo para el hombre? A modo de respuesta, James Joyce afirma que «el deseo nos incita a la posesión», y me permito agregar que esta ilusión de posesión es justamente la que mata el deseo. ¡Otra paradoja humana! Y es por esto que Julia plantea la separación, debido a que no acepta ser el objeto de pertenencia de un hombre, o sea, no admite no ser deseada. Julia dice: «mis manos son mías, me pertenecen, pero el prohíbe que las bese, nadie más. ¿Acaso no soy dueña de mí?, ¿es que no se fía?, ¿tiene miedo de que otro me quiera?». Y Próspero le responde: «No, solo teme que su amigo te guste», a lo que Julia responde: «lo que él tendría que hacer es gustarme más […]. El quiere que mi bella hermosura sea para él solo y yo quisiera que fuese para todo el mundo». Una vez poseído el objeto de deseo, el hombre no considera como hace la mujer al tratar de gustarle más. Acaso, ¿el hombre cree que el objeto deseado, una vez conquistado, nunca se transformará en un objeto perdido?
Próspero parece un psicoanalista que interpreta a Julia en su deseo por el amigo de Valentín, Proteo. ¿Es que Julia se aleja de Valentín porque quiere seducir a Proteo y probarse que puede ser deseada por otro? La inconstancia de Julia no da cuenta de su promesa de amarlo eternamente o ¿es que ésta es su forma de perpetuar este amor?
Dice Julia: «me gustaría que Valentín me echase de menos, mi hermosura lo merece». En este punto de inflexión, cuando el hombre siente la posesión de la mujer y logra «creer» que la tiene, la mujer deja de ser causa de su deseo. Y es en esta instancia que la mujer busca sentirse deseada.
Si Valentín la ama ya, pero no la desea, buscará ese deseo en Proteo. Sin embargo, ante la amenaza del otro que entra en la escena triangular, Julia no deja paso a Silvia y vuelve en busca de Valentín. El conflicto queda sin respuesta y la infidelidad resta interpelando al público, efecto de la problemática inherente al amor entre el hombre y la mujer, y de las paradojas que plantea con lucidez esta obra. Es en este sentido que resuena la impronta lacaniana, ya que la causa del deseo es siempre un objeto perdido.
Entonces, ¿el amor, tal como se concibe en nuestra cultura, es posible o es un mito pleno de contradicciones y contrasentidos que conforman al conflicto del ser humano?