Hoy en el diván, Oliverio, de Darío Cortés
Al diván con el teatro
Dra. Raquel Tesone
Oliverio ya está instalado en el diván porque demanda su verdad. No pretende que lo analicen, porque él se sabe analizar. Él habla solo o le habla solo a quien lo puede escuchar. Y si dejamos que sus palabras nos alcancen, podemos llegar a volar. Sus personalidades discuten, se enojan, se amigan, se ríen; y con pícara complicidad, nos embisten, en cada carcajada, las evocaciones de los personajes en los cada uno puede tropezar con su identidad. Lo que Oliverio no perdona, bajo ningún pretexto, y en eso es irreductible, es que los otros no sepan volar. Pierden el tiempo al visitarlo en su casa aquellos que no tienen algunas horas de vuelo o los que transitan por la vida solo en lo terrenal. Porque, cuando Oliverio dice lo que piensa y siente, nos da alas de libertad, ensamblando, estupendamente, psicoanálisis, literatura, humor y arte teatral. No se puede ni tan siquiera imaginar que toquemos el cielo de sus ensueños más que volando.
Como su tocayo, Girondo, Oliverio despliega sus alas, y con su poesía nos conmueve tanto, que nos hace bascular entre la risa y el llanto. ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes, la de pasarse las noches de un solo vuelo! Le da una importancia igual a cero a quienes lo deshonran por ladrón. Robar libros es su pasión, y gracias a eso, pudo reinventarse. Repitiendo poemas, consigue metamorfosearse. Cual Cyrano de Bergerac, redactando cartas de amor, eterniza un amor. No admite robarle ni quitarle la vida al amor, y como buen poeta, lo inmortaliza con candor. Hasta no teme travestirse para encarnar a su amada y fundirse con ella, aunque, irremediablemente, ella lo abandonó. En el baúl de los recuerdos intentó despojarse de todo para duelar su ausencia, pero con algo de su amada se quedó. Quizá con el amor…
A Oliverio, además del amor, lo interpela la existencia. Sin Facebook y sin Twiter, ¡le dicen que él no existe! Entonces, Oliverio piensa y, luego, existe. Sabe que, finalmente, nadie es nadie en este mundo virtual. ¿Es que, entonces, puede ser parte de la red social? Intenta con mucho esfuerzo pertenecer a un mundo que no le concierne, y cuando comprueba que no se puede adaptar, Oliverio se encierra en su hogar.
Al cuestionar la nada de esta existencia, no encuentra sentido en ser un integrante más que se amolda a esta sociedad. Ser uno mismo en la belleza de la poesía, ¿es ser un marginal? Oliverio tiene tantas preguntas que las sesiones solo le alcanzan para formulárselas. Y no cede en vacilar, la duda lo hace existir, y sabe que lo importante no es la respuesta que alguna vez obtendrá. No sabe cómo llamar a su analista: ¿Doctor? No. ¿Analista? No. ¿¿Usted?? No. ¿Y Oliverio? ¿Quién es Oliverio? ¿Es que acaso puede nombrarse a sí mismo en su singularidad? ¿Será por eso que su psicoanalista emite sonidos onomatopéyicos, como, ajá, ajá, mientras Oliverio se debate buscando su autenticidad? Sin embargo, su analista posee el arte de TODO escuchar, y, a través de esta escucha, Oliverio se comienza a aceptar. Se da su nacimiento. Es un parto con dolor, claro está. Se rebautiza eligiendo su nombre y prefiriendo volver a amar. Pero antes debe tener una cita con su deseo. ¿Qué desea Oliverio? Su analista le tira esta pelota, que Oliverio hubiese querido relanzar para que la ataje algún otro. Silencio. Gesticula, sabe que sus muecas convocan. Silencio. El analista se sostiene incólume. Oliverio, entonces, revolea los ojos que también provocan. Silencio. Las manos le temblequean mientras las apoya sobre sus piernas sin parar de moverlas nerviosamente y sin dejar de reclamar. Silencio. Mira para abajo, busca la mirada de su analista. Espera una respuesta que, por supuesto, no llega y sabe que nunca llegará. Se desespera. Silencio. «¿Qué
es esto del deseo?», se interroga mientras ríe perturbado y temeroso frente a ese otro que no le contesta lo que él espera, y que encima lo sorprende llevándolo de la mano a incursionar en el terreno de lo impensado. Hace una larga lista de sus deseos, los lee. «Lo dejamos acá», le dice su analista y da por terminada la sesión. «Sí, claro, mejor lo dejamos acá, ¿para qué me los voy a llevar?».
Dando pasos sobre el papel impreso lleno de palabras plenas, busca lo indecible. Esta imagen hecha metáfora es la que lo conduce a su deseo. Y en cada paso, Oliverio localiza las palabras que le permiten dar otro paso y otro y otro. Cada papel le imprime y le marca el sendero que lo traslada hacia su propia naturaleza poética. Descubre su ser en la puesta en duda de sí y de todo lo que lo rodea. Se apropia de su mundo de fantasías y se posiciona confortable, mientras nos transporta y nos confronta con nuestros propios sueños. Y allí, nos anidamos en una nube, como ángeles que sobrevuelan su hogar. Y cuando Oliverio nos sigue elevando, de repente, el aterrizaje forzoso de un espasmo con la última palabra escrita en su chaleco: FIN.
Pero el fin no tiene fin. Oliverio logra abrir la puerta que lo conecta con el mundo exterior. Ya puede salir y ¡seguir volando! Y lo mejor: mientras él continúa su vuelo, vamos saliendo de su casa con el anhelo de seguir escuchando a Oliverio, y advertimos con dicha que seguimos flotando en el océano poético de Girondo. Sus palabras nos impregnan al punto de que, cuando deseamos volar, solo basta con rememorarlas.
Después de conocer esta obra teatral etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivo lo terrestre? ¡Qué delicia la de tener ante nuestros ojos un actor tan ligero, aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! Y que nos entregue con mucho humor y magnífica creatividad la poesía de Oliverio Girondo. Este otro Oliverio, el de Darío Cortés, actor, autor y director, es un hecho teatral maravilloso que sabe combinar poesía, psicoanálisis, el estilo de los personajes y la estética de Tim Burton con una dramaturgia inigualable por su extraordinaria originalidad.
Prohibida la entrada a los incapaces de comprender la seducción de quienes saben soñar y que, por eso, ¡pueden volar!