Sobre la velocidad en el cine contemporáneo.
Por Luis Alberto Pescara
La aceleración del montaje y la brevedad de los planos son el estándar estético del grueso de las películas actuales. Más rápido y más furioso es la fórmula de moda, y son pocas las excepciones que escapan a la regla.
Hace unos años, con motivo del estreno de su película Spun, el director sueco Jonas Akerlund reclamó su derecho a ingresar al libro Guinness por la cantidad de cortes que había hecho durante el montaje de la cinta. Fueron más 5.000 los saltos de edición que no solo le permitieron ganar merecidamente el récord, sino que también simbolizan una de las características fundamentales del cine contemporáneo: la aceptación de la velocidad y el shock audiovisual como la única forma de manipular las imágenes.
Esta tendencia alcanza tanto a las grandes producciones del mainstream como a los filmes independientes, tanto a los tanques de Hollywood como a los experimentos dela periferia. Todo obedece a un difundido lugar común de la posmodernidad que afirma que la única forma de intensidad posible es aquella ligada a cierta idea superficial de vértigo. Esta retórica es fácilmente comprobable viendo cualquier publicidad o escuchando cualquier canción popular. No hay tiempo que perder, y todo debe ser veloz e inmediato.
Desde luego que no han tardado en alzarse voces apocalípticas anunciando que estamos ante el final del cine en el sentido clásico del término. Gilles Lipovetsky tiene una mirada más positiva y afirma que se trata de un salto evolutivo, una etapa nueva a la que llama era hipermoderna, regida por la noción de «imagen exceso». Esta consiste en «más ritmo, sexo, violencia, velocidad, búsqueda de todos los extremos y también multiplicación de los planos, montaje a base de cortes, prolongación de la duración y saturación de la banda sonora».
Las personas mayores o menos familiarizadas con las nuevas formas audiovisuales se sienten confundidas y abrumadas por la avalancha pirotécnica de las películas actuales. Sin dudas, nuestro cerebro ya no es el mismo que el de hace medio siglo, y hemos adquirido un gigantesco bagaje audiovisual, por lo que ciertos recursos tradicionales parecen caer en desuso.
En este contexto, los filmes industriales dan por sentado que el espectador es competente y maneja las pautas urgentes del presente. La linealidad narrativa se ha desdibujado, las elipsis son cada vez más frecuentes y repentinas, los planos de referencia espacial desaparecen, y se pasa de tomas generales al detalle extremo sin transición alguna. Podría pensarse que son mecanismos exclusivos de géneros espectaculares como la acción o la aventura, pero hasta una situación intimista como el diálogo entre dos personas es expuesta mediante múltiples saltos, cortes e inserts de toda naturaleza.
Es fácil hacer una lectura ideológica sobre la velocidad de los filmes contemporáneos. La edición posclásica — cómo se la denomina en el mundo anglosajón— se adecua a este tiempo en el que la fragmentación ha alcanzado todos los niveles dela vida. Fragmentadasestán las relaciones amorosas, la familia, el trabajo y la realidad política. En este entorno, el cine ya no es solo una expresión para ser mirada pasivamente. Sus modos se han metido en la vida de la gente a través de las miles de pantallas y dispositivos digitales que no dejan de reproducirse diariamente. Las ficciones visuales están omnipresentes en nuestra realidad, desdibujándola.
Sería apresurado decir que la historia del cine es una historia del aceleramiento de las imágenes, pero los hechos parecen confirmarlo. En la década del 30, la duración promedio de un plano era de entre 8 y 11 segundos, mientras que en la actualidad apenas supera los 4 segundos. Directores industriales como Michael Bay, Ridley Scott y David Fincher hacen del vértigo su marca de fábrica. Finalmente se materializó la frase de Zach Staemberg —montajista oscarizado por su trabajo en Matrix—, que aseguró que «lo que hace que una película sea una película es la edición».
Haciendo un poco de historia, el origen del cine está ligado ala contemplación. Lafotografía, su antecedente inmediato, buscaba la captura de un momento concreto para poder eternizarlo. El hombre podía visitar una imagen de su pasado cuando quisiera y contemplarla. Era una actividad introspectiva, apta parala reflexión. Mástarde, la gente de fines del siglo XIX y principios del XX que concurría a las primeras proyecciones cinematográficas tuvo la posibilidad de ver capturado el movimiento. Allí apareció la imagen-acción de la que habla Gilles Deleuze, que está constituida por los ejes situación, acción, excitación y respuesta. Este es el núcleo de la narración cinematográfica.
El primero que buscó nuevos horizontes de sentido a la hora de editar un filme fue Sergei Eisenstein cuando definió —en sus escritos y películas— la teoría del montaje de atracciones. En tiempos en que el lenguaje cinematográfico aún estaba en formación, el cineasta ruso demostró que los cortes en un filme no solo servían para hacer avanzar la acción, sino que podían lograr efectos de sentido específicos en el espectador, yuxtaponiendo dos imágenes distintas. Así nacieron las primeras metáforas en el cine: ideas que se desprendían de la «colisión» de dos planos aparentemente dispersos.
Estas experiencias coincidían con la aparición de los distintos movimientos de vanguardia en Europa durante las primeras décadas del siglo pasado, fascinados por la psicología y el poder subversivo de las imágenes. En ese sentido, películas como Entreacto (1924), de René Clair, y Berlín: sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walter Ruttmann, pueden ser vistas como antecedentes remotos de la estética del videoclip y el audiovisual contemporáneo.
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Más tarde, los cineastas franceses de la Nueva Olaincorporaron la técnica del «jump cut», e Ingmar Bergman atentaba explícitamente contra la idea de linealidad en el montaje, con Persona (1967). Ya en los 80, la explosión del clip como soporte promocional para la música, junto con la publicidad, ejerció una influencia radical en el séptimo arte.
Mientras que las obras citadas nacían de un afán rupturista y de la búsqueda de nuevos horizontes narrativos, los planos de cortísima duración del cine actual están ligados a cierto aburguesamiento. De a poco, se ha instaurado una forma hegemónica de narrar, sin demasiados resquicios para los tiempos reposados y las imágenes contemplativas. Esto también supone un envejecimiento cada vez más prematuro de los filmes. Películas que en su momento fueron saludadas por su ritmo galopante hoy aparecen irremediablemente fechadas, como ocurre con Calles de fuego (1984), de Walter Hill.
Quizás por proponer una alternativa a la forma imperante de narrar, muchos de los cineastas contemporáneos más interesantes tienen propuestas estéticas y tiempos narrativos cercanos a la contemplación. Directorescomo Tsai Ming-liang y Alexander Sokurov emprenden sus búsquedas desde esa periferia, con distintos objetivos. El segundo llevó la propuesta al paroxismo en El arca rusa, filmada en una sola toma de 96 minutos, atravesando distintos lugares y momentos de la historia de su país.
Pero, más allá de las proezas técnicas, la duración extendida de cada plano permite una particular forma de transmitir ideas y contar historias. El alemán Werner Herzog logra intimidar con sus largas panorámicas de insondables paisajes, mientras que su compatriota Wim Wenders le daba un sentido iniciático al lento fluir de los viajes de sus primeras películas. Andrei Tarkovsky optaba por planos secuencias de un mínimo movimiento para mostrar la presencia de lo divino en sus películas, y desde otra vereda totalmente distinta, Luis García Berlanga tenía la habilidad de orquestar varias situaciones en paralelo sin dejar de filmar durante minutos, en sus comedias sobre el franquismo y la transición española. O sea que hay toda una variedad expresiva aparte del montaje desenfrenado.
Son pocos los realizadores que se atreven a filmar fuera del régimen. Quizás Lipovetsky tenga razón y se trata de un paso lógico en la historia de las imágenes; la única manera en que se puede contar una historia en estos tiempos frenéticos. Probablemente debamos presenciar cómo el cine «contemplativo», poco a poco, se transforma en parte del pasado, con la misma tranquilidad con la que Dirk Bogardeveía esfumarse a su amor en el final de Muerte en Venecia, de Luchino Visconti. El lento ocaso de una era visto mediante una serie de bellos y melancólicos planos.