Un templo en el interior de las minas
Por: Tatiana Souza Korolkov
A 50 kilómetros de la ciudad de Bogotá, se encuentra lo que es la Primera Maravilla Turística de Colombia: una catedral de sal en las profundidades de la montaña, obra monumental nacida de la fe de los mineros de esa región, cuyo recorrido sorprende a cada paso.
Zipaquirá, una población al norte de la sabana bogotana, en la provincia de Cundinamarca, y a una altura de 2.652 metros sobre el nivel del mar, tiene 120.000 habitantes y fue fundada en la época de la colonización española; exhibe el orgullo de provenir de una herencia indígena, de la cultura muisca.
Tiene un pequeño centro histórico que evoca su pasado colonial, como se puede encontrar en la mayoría de los poblados de toda Colombia: coloridas casonas de 300 años, la plaza principal, callecitas pintorescas y la casa donde se hospedara Simón Bolívar en la campaña libertadora.
Pero lo que destaca a Zipaquirá es su Ciudad de Sal, donde se encuentra la catedral de sal, que participara por Colombia en la elección de las siete maravillas del mundo; de allí quedó la denominación de «Primera Maravilla de Colombia»; hoy, además, considerada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Un pueblo profundamente devoto como el colombiano, cuyas creencias religiosas y la fe de sus habitantes se presenta evidente al visitante, se hace palpable en el respeto a las festividades, en la masiva convocatoria a iglesias, a fiestas de la grey católica, y en el discurso cotidiano, donde la palabra de Dios se evoca permanentemente.
Para los indios que habitaban esta región, que tiene un domo salino, la sal fue el producto más importante de intercambio comercial o trueque. En los siglos XIX y XX y hasta la actualidad, se explotan las minas mediante el sistema de socavones o cámaras, de disolución in-situ, con tres niveles de explotación de acuerdo con la profundidad en la que se encuentran las galerías.
Explicar el modo a través del cual se extrae la sal aleja de la espectacularidad que esta obra de la arquitectura y de la fe ofrece al visitante.
Conmueve pensar en la devoción que los mineros profesan a la Virgen del Rosario, o Virgen de Guasa, y que los llevó a construir en su honor una primera catedral en el año 1954, de menores dimensiones que la actual, pero que en 1992 se cerró por serios problemas estructurales.
La popularmente llamada virgen de «La Morenita» ha sido la impulsora eterna de los mineros que, desde la primera construcción, han contribuído con parte de su jornal para la creación de toda la imaginería religiosa que abunda en el lugar.
La frase popular que reza «la fe mueve montañas» se hizo verdad al decidir encontrar un nuevo emplazamiento, ya contando con recursos más avanzados de explotación minera que determinaron la estabilidad de los macizos rocosos y cavidades, como para promover con todas las seguridades la nueva catedral de sal, en 1995.
Con el fin de mover esas montañas, se extrajeron 2.500 toneladas de roca salina, para el acondicionamiento de los socavones; se usaron más de 75 toneladas de explosivos, trabajaron 127 mineros devotos y 200 talladores y operarios.
Ingresar a las galerías y los túneles de las minas resulta, en principio, una experiencia majestuosa para los visitantes; o, al decir de una canción popular, «una experiencia religiosa». Y así se verifica en toda la senda de galerías, socavones, esculturas, cruces, altares, que se van recorriendo a medida que el guía del grupo va explicando el origen de las minas, los modos de extracción de la sal y el significado de cada pasaje religioso; a una profundidad de 160 metros, ya no se puede pensar en otra cosa que en este monumento a la esperanza, que ofrece a cada mirada una obra de arquitectura e ingeniería espectacular, pero tan distinta de todo lo conocido que se puede encontrar sobre la Tierra.
Aquí todo sabe a trabajo, a devoción, a entrega, al encuentro de lo divino con lo humano, y se hace palpable en cada paso de este viaje subterráneo por los socavones de una mina de sal que tiene como impronta la certeza de un pueblo en que Dios los protegerá, y lo evidencia en sus muros y sus galerías, convertidos en una auténtica ciudad religiosa construida y tallada con roca salina.
Ocupa 8.500 metros cuadrados de superficie total, que se va manifestando de a poco. A medida que nos adentramos, se van conociendo los sectores que la componen y que son fundamentalmente tres, en una caminata de casi 400 metros subterráneos.
Un santuario del Vía Crucis se va descubriendo de a poco, y con enorme sorpresa van apareciendo las catorce estaciones, con capillas que representan cada etapa del Calvario de Cristo, con cruces talladas sobre las mismas rocas de sal e iluminadas por leds de color azul. Otro sector comprende la cúpula, el coro, los balcones y el nártex o atrio.
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La cúpula tiene un diámetro de 11 metros y es la cruz más grande del mundo bajo tierra, con 16 metros de alto por 10 de ancho. Al final del extenso recorrido, se llega a la iglesia, con su altar principal y su púlpito, con tres naves principales que representan el nacimiento, la vida y la muerte del hombre. Imágenes religiosas talladas por los mineros, esculturas de ángeles, nos acercan a una nave central de enormes dimensiones, una cavidad sorprendente, que incluye una escultura de La Pietà realizada por un maestro zipaquireño.
Es mucho más que una catedral: es una ciudad bajo tierra, que se va abriendo entre pasillos, túneles, socavones, imágenes, galerías. Nada es pequeño; el monumento a la fe es también una joya de la arquitectura moderna que supo pensar este desarrollo cuidando la ecología, considerando la seguridad, jerarquizando la fe que impulsó esta catedral en las construcciones de sal perfectas, despojadas e intensas.
Si se piensa que todo este trabajo se ha hecho bajo las profundidades de la tierra, con las dificultades y los riesgos que esto representa, se confirma que la confianza en la fe del pueblo colombiano no conoce límites a la hora de ser expresada.
Nada más le falta a esta iglesia subterránea, completamente atípica e impensada desde lo convencional. Un coro circular con excelente acústica, tallas de ángeles y arcángeles, una pila bautismal tallada en roca de sal, el altar mayor y la sacristía. Varios casamientos se han realizado en esta iglesia de los socavones, las manos obreras y la preciada sal.
Una catedral que nada tiene que envidiar a las hechas en la superficie de la tierra; muy por el contrario, las galerías y los recovecos por los que se infiltra la mística, de la mano de la más perfecta ingeniería, tienen un diseño neto, sintético y profundo respecto de lo que representan. Los materiales de la tierra, con la ayuda de la tecnología en luces, alcanzan y sobran para que el visitante se sienta conmovido, aun desde un ateísmo militante.
La arquitectura, el diseño y la devoción han construído esta maravilla turística de Colombia, visitada por más de medio millón de personas al año, de todos los rincones del mundo.
Una zona rica en paisajes y rincones tiene para ofrecer la sorpresa de encontrarse con este culto católico, que incorpora año a año nuevas atracciones, como el espejo de agua, una estructura de 80 metros cuadrados donde se contempla el efecto óptico que producen la salmuera y la roca salina. De fuerte impacto visual, deja al visitante casi sin saber dónde pararse o cómo verse en este traicionero espejo, que nos devuelve una imagen muy distinta de lo que somos.
Si se entiende la arquitectura como una representación del sentido de su época y con un fuerte componente ideológico a la hora de construir una edificación que abarque la profunda narración de un pueblo, aquí la tenemos en su mejor expresión: como colaboradora de la mano de obra de un grupo de personas, mineros de Zipaquirá que, queriendo honrar a su Virgen, han hecho una catedral subterránea digna de ser visitada, que a cada paso expresa la convicción que la forjó y un gobierno que invirtió en este desarrollo, que es también fuente de ingresos del turismo.
Impactante en su tamaño y sus formas, lleva una hora y media recorrerla, entenderla, sentirla y llevársela en el corazón, más allá de toda convicción previa: las profundidades de la mina, y las creencias que expresan, ganan voluntades en cada pasaje y a cada momento.
Si hay un consenso, es que un pueblo creyente y sus manifestaciones terrenales, como experiencia sintetizada en los muros profundos que la arquitectura ayudó a levantar, componen un matrimonio de eterna vigencia. La catedral de sal de Zipaquirá, en Cundinamarca, Colombia, es un santuario de peregrinación constante, una joya de la arquitectura contemporánea, un paseo donde el turista se carga de la energía milenaria de las culturas indígenas, y de la sorpresa y el impacto que provoca entrar al corazón de la montaña, donde hay una catedral fuera de serie, vital y distinta de todo lo conocido en materia de arquitectura religiosa.