La hora de Clarice Lispector
Por: Ludmila Barbero.
En muchos cuentos y novelas de Clarice, como «Amor», «Imitación de la rosa», La pasión según G. H., a partir de situaciones aparentemente nimias y anodinas se desencadenan crisis existenciales. Un ciego que mastica chicle en la parada del colectivo, un ramo de flores o una cucaracha son algunos de los acontecimientos azarosos que generan el desgarro. A partir de ellos será posible atisbar la organización meticulosa y, por ende falible, con que logramos retacearnos la vida para poder controlar el dolor. En su última novela publicada en Argentina, Un aprendizaje o el libro de los placeres, lo largamente retaceado y contenido es el placer, con el que la protagonista, Lori, aprende a reencontrarse por medio de un recorrido introspectivo en el que la realidad vuelve a presentarse ante ella bañada de una virginidad intemporal, como si brotara del silencio que antecede al nacimiento. La escritura de Lispector ensaya un rodeo en torno a este silencio. Recordemos una frase de la novela Agua viva: «Hay muchas cosas por decir que no sé cómo decir. Faltan las palabras. Pero me niego a inventar otras nuevas: las que existen deben decir lo que se consigue decir y lo que está prohibido». Su discurso se propone dar cuenta de aquello que no se puede y que no se debe nombrar, de lo inexpresable y de lo interdicto.
El verbo tiene que estar por encima de sí mismo, de la misma manera que el ‘yo’ de la escritura supera al de su portador circunstancial y biográfico: «Este libro se pidió una libertad mayor que tuve miedo de dar. Está muy por encima de mí. Humildemente intenté escribirlo. Yo soy más fuerte que yo». A partir de este desdoblamiento en varios ‘yoes’ no solo franquea el límite que va desde el yo al tú y al él, sino incluso el que divide lo femenino de lo masculino. La escisión permite abstraer la mirada hasta el punto de desaparecer, pero también hallar en sí misma una mano, un tú o un ‘se’ capaz de sostenerla en el abismo. Sucede que, para Clarice, la creación literaria es una condición para sobrevivir y una forma de acercarse a la realidad.
Un aprendizaje relata los encuentros con un ‘otro’ que tiende su mano en el vacío a la protagonista, pero en el momento en que ella ha aprendido a recorrerlo por su propia vía. Ulises, el profesor de filosofía que la acompaña y la guía, es quien espera, a diferencia de lo que ocurría en el mito clásico. El desbaratamiento de las oposiciones es efectivo en tanto que no hay Penélopes en la historia: ambos aprenden a esperar y a ser esperados. Lori es solo por momentos Loreley, la ondina del folclore alemán que seducía a los pescadores que terminaban ahogados en el fondo del mar. En El libro de los placeres no es tan sencillo delimitar quién seduce y quién es seducido; allí radica parte del interés del vínculo que se va tejiendo y destejiendo durante las noches y los días de Ulises y Lori.
Uno de los aprendizajes centrales de la protagonista se relaciona con la graduación del placer, con la lentitud y delicadeza con la que uno debe aproximársele. Las experiencias en las que Lori se abre a la vida recuerdan, en un registro diferente, a las del personaje de Audrey Tautou en Amélie, que va al cine para observar las expresiones de los espectadores, presta atención a los detalles que habitualmente pasan desapercibidos, disfruta la sensación de meter la mano en una bolsa de cereales, de quebrar la capa caramelizada de una crème brûlée con la punta de una cucharita. Después de todo, la epifanía, esa intervención de la eternidad en el tiempo, un modo de ruptura de la linealidad (temporal aquí) que la narrativa clariceana practica en tantos niveles, no sobreviene sino a partir de lo pequeño. Las experiencias aparentemente inocuas que señalábamos al comienzo pueden desencadenar la percepción súbita de una verdad: una experiencia que en un principio se muestra rutinaria, pero termina exhibiendo la fuerza de una inesperada revelación. Sin embargo, como lo sugiere Proust en El busca del tiempo perdido, no se trata de perseguir estos momentos de iluminación, sino que lo único que está en nuestras manos es una espera paciente y olvidada de sí misma; una tarea a la vez comprometida y desinteresada con el arte y la vida como entidades inescindibles. He ahí una de las razones del amor de Lispector por el errar, en el doble sentido de aprendizaje a través del error y de recorrido nómade, sin rumbo determinado.
Si bien la crítica feminista constituye una parte esencial de la recepción académica de Clarice, en gran medida es por el poder de su escritura para no solamente violar la linealidad de las instancias narrativas tradicionales, sino también vehiculizar un resquebrajamiento de aquellas conductas legadas, innumerables veces repetidas, a partir de las cuales adherimos u obedecemos a las opciones históricamente delimitadas como identidades genéricas. Aquí lo interesante y, tal vez, contradictorio, es que jamás se propuso adoptar un papel militante o crítico en este sentido.
Clarice Lispector nació en Ucrania, en un pueblo llamado Chechelnyk, y a los dos meses sus padres migraron a la ciudad de Recife, en el norte brasileño. Comenzó a escribir a los siete años. Fue madre de dos chicos y esposa de un diplomático, de quien se separó en 1959. Cuando sus hijos eran pequeños, solía trabajar en un sillón, con la máquina de escribir en su regazo; los críos, a su alrededor, le pedían que les contara cuentos. Durante las tardes tomaba apuntes, en la mañana recolectaba y zurcía los retazos vespertinos. Su cuerpo y su memoria fueron marcados a fuego cuando, en 1966, una madrugada, se quedó dormida mientras fumaba un cigarrillo. Murió a los 56 años en Río de Janeiro, en 1977. Sus libros continúan siendo sus «cachorros», a la espera de las lecturas que en vida nunca procuró guiar, a la espera de la espera de aquellos que deseen aprender a enfrentarse al silencio, a lo neutro, a ese espacio peligroso y a la vez liberador que la narrativa de Clarice vela para ver con claridad, y que se encuentra cerca del corazón salvaje.