La ola
Por Ricardo A. Calcabrini
Aquellos que vivimos cerca del mar dominamos la técnica con cierta galanura. Los turistas, verano a verano, tratan de hacerlo y con frecuencia el resultado es ciertamente pobre, cuando no patético. Se trata de barrenar la ola. No es difícil cuando se le tomó la mano, pero requiere de cierta técnica para lograr el resultado esperado.
En primer lugar, hay que saber elegir la ola. No es cualquiera, ni mucho menos, en cualquier estadío de su desarrollo. Tampoco la elección del momento del día es un tema menor. Imposible intentarlo cuando la orilla está llena de chicos con tablitas y señoras y señores ensayando los ridículos pasos de la danza del agua fría. En general, el momento propicio es cuando la playa comienza a bañarse de soledad. Los ardidos vuelven a sus alojamientos tiritando de frío y la tarde se deja vencer cansinamente, desangrándose en ocres, bronce y azules profundos.
Sabemos que la naturaleza no tiene historia, pero nosotros, los hombres, sí la tenemos. Allí vamos, entonces. En su búsqueda.
Es preciso pasar la rompiente y buscar el lugar donde, entre ola y ola, existe una zona de calma. Allí nos parapetamos para esperar la ideal. Las bajas no sirven porque no tienen el empuje requerido. Las medianas son ideales para principiantes y, desde luego, las grandes son las deseadas por nosotros, los iniciados. Encontrada la elegida, la pregunta es cuándo montarla. La respuesta es fácil y, paradójicamente, muy difícil: en el momento justo. Sólo en el momento justo. Un instante de concentración estética. Conocida la teoría y la práctica, uno se prepara. Hay saber para transitar con suceso.
Esperamos la ola que hemos decidido abordar. La esperamos con una obstinación a flor de piel que es anterior a todo pensamiento. Un segundo antes de que alcance su punto máximo superior, comenzamos a nadar en el mismo sentido para ayudar en el empuje inicial. Cuando sentimos que nos carga, para colaborar con la aceleración y tratar de llegar más lejos (finalmente de eso se trata, de llegar más lejos) estiramos los brazos, escondemos la cabeza entre los hombros para ofrecer menor resistencia (los más timoratos suelen dejarla levantada) y estiramos espalda y piernas lo máximo posible, tratando de emular una tabla de surf. ¡Y allí vamos!
En general, si el desplazamiento ha sido exitoso, termina nuestro vuelo acuático cuando la panza comienza a ser raspada por la arena de la orilla. Entonces, excitados por la experiencia, volvemos corriendo hacia aguas profundas para repetir el ritual. Así hasta quedar agotados o percibir que otros lo hacen mejor que nosotros repetidas veces, que es otra manera de agotarse. Pero, ocurre con frecuencia, el mar rompe con lo previsto y decide cambiar el desarrollo del libreto.
Irremediablemente, todos los deportistas que nos atrevemos a adentrarnos en esta fascinante actividad en algún momento experimentamos su rigor. Es común, entonces, que cuando nuestro vuelo se encuentra en la cúspide del planeo y sólo nos resta acomodarnos para descender con atlética placidez, la ola tiene otros incómodos planes: a veces rompe de manera tan abrupta y se repliega con tanta virulencia que nos arrolla, nos empuja hacia el fondo, nos acurruca sobre nosotros mismos y comenzamos a dar vueltas hasta perder el sentido de la orientación. Entonces es preciso no perder la calma, proteger nuestra cabeza procurando que el encontronazo sea lo menos doloroso posible, prepararnos para la caída, tratando de evitar una fractura y, aunque parezca que los pulmones nos van a estallar, tener conciencia de que en breve estaremos respirando. En esas ocasiones nuestra sonrisa se va desvaneciendo y queda sólo una pena fija tallada en nuestro rostro.
Es más sencillo, desde luego, explicar que vivir la experiencia cuando uno se siente un juguete del destino arrastrado hacia ninguna parte. Pero si logramos mantener la calma y nos protegemos, más temprano que tarde habremos terminado de rodar, abriremos la boca para inhalar profunda y profusamente y, con algunos magullones, estaremos sentados en la orilla, constatando que los daños han sido menores.
¡Ahora es cuando aparece el sentido del deporte! Tenemos sólo dos opciones: nos dejamos vencer por el dolor y emprendemos el camino a casa, lamiéndonos las heridas, con nuestra imagen herida en su existencia convertida en una parodia del grito de Munch, o nos internamos nuevamente buscando la más bravía de las olas, la última, la más intensa, la que lleva al cuerpo bordeando la noche, para seguir jugando y nadando hasta que el ocaso nos haga sentir cómo el invierno sueña con el verano. Entonces, sólo entonces, sabremos que es tiempo de partir.