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La risa como estocada: «Alga Ladina» y la premiación del absurdo

Por Julieta Strasberg

La risa como estocada: «Alga Ladina» y la premiación del absurdo

Una crítica teatral para El Gran Otro

Ceremonia profana: entre laureles marchitos y pelucas doradas

Hay obras que hacen del teatro una misa invertida. Alga Ladina: El premio que faltaba, décimo trabajo del grupo Carne de Crítica, es un espectáculo que parodia una gala de premios y la descompone hasta volverla un aquelarre kitsch. Dirigida por Carlo Argento e interpretada con maestría por Francisco Pesqueira y Claudio Pazos, esta pieza de music hall se revela como una crítica mordaz al espectáculo mismo del éxito.

Desde la invocación al “premio que estás en los cielos” hasta el desfile de premiadas al borde del delirio, lo que vemos es una vitrina de vanidades donde el mérito es un decorado reciclado, el prestigio un gag sin remate, y el reconocimiento una forma histérica de evitar el olvido. Cada personaje —por ridículo que parezca— está tan al borde de sí mismo que nos interpela.

Un catálogo de almas hambrientas

Concha Tepiqué, mezcla de vedette franquista, diva VHS y monumento a la nostalgia, canta entre lumbalgias y recuerdos confusos mientras exige su última ovación. Yanina Rex, con su hit “Mi colita está caliente”, se convierte en ícono de una fama que se masturba a sí misma. Cachumechu Pachu, antes militante latinoamericanista, ahora habla desde su piso en Miami con el mismo charango con el que alguna vez cantó “Vamos pueblo”.

Hay un instante que desarma y sorprende -uno de tantos-: Claudio Pazos se autopercibe bandoneón. No es una metáfora: su cuerpo se estira, se pliega, respira como un fuelle, en una entrega física y emocional que roza lo sublime. Otros de esos momentos, me los guardo para mí por temor a spoilear los chistes. Así se evidencia el trabajo corporal descomunal que sostiene toda la obra: los actores son materia dúctil, voz, ritmo, vértigo.

 

 

Alga Ladina: El premio que faltaba es un music hall desenfrenado que satiriza la ceremonia de un galardón ficticio —supuestamente prestigioso— que premia lo mejor del arte, la política, la cultura, el deporte y las humanidades. A través de escenas cómicas, números musicales y una puesta en permanente delirio, los personajes se lanzan a una competencia absurda por obtener ese trofeo que, creen, les dará el amor del público y un lugar eterno en la vitrina del éxito.

Pero detrás del show, la obra revela los pliegues de una sociedad atrapada en la lógica del reconocimiento. Entre lentejuelas y letanías, emerge una crítica feroz al individualismo, al fanatismo, a la obsesión por sobresalir, incluso si eso significa traicionarse. En este universo, la fama es efímera y el olvido acecha como un personaje más.

Francisco Pesqueira, como es costumbre, se luce con su voz impecable, capaz de oscilar entre lo emotivo y lo ridículo con una ductilidad envidiable. Pero además, suma una soltura y una desfachatez que va ganando cada vez más lugar en su trabajo, seguro de su manejo del público.

El arte de lo desfachatado

Nada en Alga Ladina pide permiso. Todo se dice, se canta o se grita con un desparpajo vital que desconcierta y libera. La dirección de Argento se apoya en un humor sin filtro, un barroquismo kitsch que juega con el mal gusto como estética política. Música original de Pepo Lapouble, escenografía de Alejandro Mateo, vestuario delirante: todo conspira para montar un zapping teatral de sketchs donde el sinsentido revela el sentido profundo del sistema que parodia.

La gente se ríe, y mucho. Porque la obra no se burla de las personas, sino de los discursos que las alienan. Es una risa que vuelve a habilitar el juego, como cuando éramos chicos y todo era posible si lo nombrábamos con fuerza.

Pero hay un secreto mejor guardado, una maquinaria invisible que sostiene este delirio: el trabajo técnico y visual. El vestuario —realizado por Titi Suárez Adrover— es un cocoliche de texturas, brillos y ocurrencias que convierte cada entrada en una revelación estética que mueve a la risa. Las pelucas de Miriam Manelli y el maquillaje completan el carnaval grotesco, cargado de guiños al varieté, la televisión de archivo y la ópera pop.

Y aunque el público no lo vea, puede sentirlo: la corrida frenética tras bambalinas, el cambio de peluca en veinte segundos, la mutación de un personaje al siguiente con apenas una respiración. En ese vértigo, los actores entran y salen de escena, de género, de siglo. Y cada retorno es exacto, sostenido por una precisión casi acrobática  que nos deja imaginar a una asistente de dirección -Cholu Dimola- corriendo con el maquillaje, las pelucas y el vestuario.

Grotesco político-pop: herencia, mutación y potencia

Alga Ladina se inscribe con precisión en la tradición del grotesco criollo aggiornado al siglo XXI, en diálogo con la revista política, el cabaret crítico, la comedia paródica a lo Monty Python y el kitsch pop latinoamericano. Reminiscencias del clown político y la sátira televisiva popular se reencarnan aquí en una dramaturgia coral y frenética que no teme empujar los límites del buen gusto ni del decoro.

Pero más allá del guiño y la sátira, late una pregunta brutal: ¿cuánto espectáculo necesita la tristeza para ser escuchada? Alga Ladina responde con un estallido de risas, cuerpos desobedientes y una ternura disfrazada de histeria.

Hasta Trilce
Maza 177 (CABA)
Sábados a las 17 hs


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