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24 julio, 2012

 

Por Hernán Bermúdez

 

 

Al ver la obra gráfica del dibujante húngaro Lajos Szalay y su huella imborrable en la plástica argentina, la presencia del dolor y la denuncia de la opresión en sus temáticas, reflexiono sobre el singular caso de este artista, profusamente conocido en ámbitos académicos locales (también en Hungría, su tierra natal, y en Estados Unidos, donde triunfara en su madurez), pero poco conocido para el gran público.

Su historia es la de un artista que sufrió las consecuencias del levantamiento contra la URSS en su tierra natal, la muerte de sus padres en forma violenta, y que transformara esta historia triste en obra plástica, en su serie Tragedia húngara. Había llegado a la Argentina en 1948 (previo paso por París), con una beca de la Unesco, y de allí fue a Tucumán, donde se organizó el Taller de Pintura del Instituto Superior de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán, bajo la conducción de Lino Enea Spilimbergo y la dirección de Guido Parpagnoli. El cuerpo docente contaba con personalidades tales como Víctor Rebuffo, Ramón Gómez Cornet, Pompeyo Audivert, entre muchos otros brillantes artistas y docentes. Fue uno de esos momentos en que confluyen las fuerzas de manera mágica, para lograr algo superior.

También fue docente, años después, en Buenos Aires. Mis maestros Osvaldo Attila y Georgina Labró (que fueron sus alumnos) me hablaron de su marca en la plástica y la didáctica nacionales. Y como otro de sus legados podemos encontrar, sin dudas, la determinación de la disciplina dibujo como ente con valor propio, como disciplina en sí, y no únicamente como camino hacia la concreción de una obra de otra rama del arte.

Su huella la podemos observar en la influencia en diversos artistas, tales como Carlos Alonso y Aurelio Salas (quienes estudiaran en Tucumán en la época de Szalay docente), Páez, Attila, Presas, Cogorno, y muchos otros. Compartió temas con Picasso, como los sátiros y el erotismo, y también tiempos de estudios en París; el mismo malagueño dijo que, después de él, el húngaro era el más grande dibujante.

Mirando con detenimiento sus trabajos, vemos el trazo nervioso y seguro, el automatismo de quien domina las formas y puede permitirse esa fluidez, dibuja como quien habla, sin pensar en la sintaxis, pero su decir plástico es de una inteligencia tremenda. La obra que la ciudad de Buenos Aires tuvo el privilegio de observar en la muestra realizada en el museo Sívori nos presenta un artista en su madurez, en el dominio pleno de su lenguaje y de su oficio, y a la vez con una capacidad de comunicación muy grande, no hermético, manejando temas relativos a la antigüedad clásica, la religión, el horror y la ridiculez de la guerra, así como temas literarios para ilustrar La metamorfosis de Kafka, Impresiones de un inmigrante, El Génesis, etc.

Su presencia, su mención, es una obligación y un derecho para quienes estamos en el camino de las artes visuales y la docencia; su obra es testimonio de la perdurabilidad de la idea visual, de la inteligencia y la sensibilidad.

 

 

@CanuBermudez

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