Por Gisela Gallego
¿Qué es hoy el universo infantil? ¿Dónde estamos situados cuando hablamos de infancia? ¿Quiénes y cómo son los niños actualmente?
Cotidianamente, escuchamos frases y lugares comunes que naturalizan a los chicos de hoy como más adelantados, estimulados, incluso más capaces que los de otro momento histórico. Esos rasgos, marcados a diario desde el sentido común, no denotan un cambio per se en los modos de «ser niño», sino un conglomerado de transformaciones con historia, tanto a nivel social y político como económico y tecnológico. Transformaciones tan profundas, que habilitan a discutir qué es ser niño hoy.
El concepto infancia es una construcción histórica y, por lo tanto, cambiante. Nació en la modernidad, cuando el niño dejó de ser considerado un «adulto pequeño» y comenzó a ser percibido como un ser inacabado, carente, y se reconoció la necesidad de su resguardo y protección. En aquella misma época, eran la escuela y la familia los ámbitos por excelencia donde imprimir disciplina, moldear seres instruidos y formar ciudadanos.
La escuela constituía el dispositivo adecuado a través del cual la disciplina —entendida esta desde una perspectiva foucaultiana— implicaba la manipulación del cuerpo infantil, al que se educaba, obedecía y se le daba forma. En definitiva, se trataba de un cuerpo dócil, maleable, sobre el que se ejercían un control y un disciplinamiento minuciosos. Durante muchos años, la escuela ha funcionado con ese paradigma, y toda su parafernalia iba en resonancia con tales preceptos.
Hoy, la fuerza del discurso pedagógico ha declinado, por lo que en la actualidad asistimos, aparentemente, a una laxitud de la pedagogía moderna.
Algunos expertos en el tema han llegado a pensar de un modo tan contundente que se atrevieron a acuñar expresiones como «el fin de la infancia», cuyos rasgos son, entre otros, el quiebre del modelo de dependencia respecto del adulto. Por supuesto, la radicalidad de este pensamiento puede ser debatida. Concebir la infancia como una etapa sin cabida en la actualidad es, quizás, una postura extrema; de todas maneras, sí es pertinente reconocer que el escenario y las características del universo infantil de hoy son diametralmente diferentes de las de la modernidad.
Si bien el docente, y el adulto en general, conservan un papel central en el funcionamiento escolar, el contraste radica en que su figura se encuentra bajo sospecha, deslegitimado en su rol de portador del saber. El lugar del adulto, como lugar exclusivo del que sabe, está puesto en cuestión por la aparición de los medios de comunicación, las nuevas tecnologías y el acceso al conocimiento a través de esos mecanismos extraescolares.
El niño se topa con fuentes de información y accede de múltiples maneras, mientras que décadas atrás ese conocimiento se daba casi en forma exclusiva a través del ámbito escolar. Hoy las fuentes y los soportes de información se amplían, interrelacionando las nuevas herramientas informáticas y los soportes audiovisuales de los medios de comunicación masiva.
Esta multiplicidad de focos portadores de información provoca un corrimiento de los lugares de quiénes saben y quiénes no, y principalmente sobre los conocimientos que vienen «desde afuera» de la escuela.
El adulto y su posicionamiento ante este panorama
El hecho de que el niño maneje técnicamente mejor el software, el hardware y demás parafernalia tecnicista no significa de ningún modo que pueda prescindir del adulto. Por el contrario, este se vuelve aun más necesario para marcar criterios que, como contrapartida, son aquello de lo que el niño carece ante el torrente de información circundante: certera, errónea, poco clara o contradictoria.
Tal como dijimos al inicio, durante la modernidad el infante era considerado un ser inocente, un receptáculo dispuesto a ser formado, o más bien «rellenado», por contenidos apropiados; y requería, por ello, un trato especial. En ese contexto, apareció la escuela tal como la conocemos, pero también los juegos didácticos, la literatura infantil, los cuentos para cada edad, las diferencias marcadas por sexo, edad, ropa y juguetes.
Este paradigma «funcionaba» en una sociedad en la que el orden, las jerarquías, el progreso eran valores fácilmente identificables en cada área social.
Ese es el niño con el que se encontró Freud, pero de ninguna manera podríamos decir que ése es el niño verdadero, y mucho menos que es una constante. El niño es de acuerdo y en relación con la sociedad en la que se desarrolla. Hoy está en contacto directo con los medios, las redes sociales, el lenguaje cifrado por abreviaturas de los mensajes de texto, que constituyen parte de su subjetividad.
Cambia la subjetividad, entre otras cosas, porque, al mismo tiempo que aprende a escribir, paralelamente comienza a chatear y se relaciona con los demás a partir de un contacto virtual, con códigos particulares, formas de escribir ortográficamente incorrectas pero absolutamente válidas en ese ámbito. Esa modalidad de comunicación conlleva la característica de evanescencia, la fugacidad de la conexión, las figuraciones fluidas, y el anonimato o la multiplicidad de identidades.
Pretender ir en contra de este escenario, de estas modalidades nuevas de entendimiento, consumo e interrelación sería en vano. Tal vez la clave sea acompañar, dialogar más que nunca con los chicos ante las escenas de sexo y violencia que son moneda corriente, estar presentes en sus elecciones simbólicas, ver juntos la televisión y mirar de cerca el uso que hacen de Internet. Entender que a los niños de las grandes urbes, hoy, les toca vivir en este contexto, probablemente, nos permita avanzar.
Sin posicionarnos como los adultos que todo lo avalan, o bien que todo lo ven con malos ojos, podemos conciliar una mirada atenta entendiendo que —como dice la experta Viviana Minzi— «La cultura de nuestra época demuestra que se pueden combinar mundos que antes parecían excluirse mutuamente: de una buena lectura a la televisión, del fast food a un espectáculo de mimo, del shopping a andar en bicicleta, de un disco de Mambrú a la indagación lúcida de la realidad». Posiblemente, en la búsqueda de ese equilibrio podamos entender el cambio de nuestros niños, sin vivir añorando una infancia distinta de la que se ha gestado en los últimos tiempos, esa que les toca transitar a las nuevas generaciones, esa a la que no debemos dar la espalda o concebir más autónoma por el simple hecho de su aparente libertad.
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