La arquitectura representa gustos, ideales, y tiene definitivamente un componente estético-ideológico que la pone a la par de muchas otras artes. El Museo Nacional de Arte Decorativo, ubicado en el Palacio Errázuriz-Alvear, es un muestrario cabal de esas dimensiones.
Por: Tatiana Souza Korolkov
La palabra «museo», conlleva para el imaginario colectivo de América Latina, un espacio oscuro, casi lúgubre, que atesora estantes y estantes con piezas otrora de gran belleza y valor, aburridas, de poco interés, y que nada tienen que ver con los fastuosos museos de las capitales imperiales europeas, los cuales se visitan con una mezcla de curiosidad y esnobismo, y por sus pintores de renombre.
Si bien en los últimos años, a instancias del reinado del márketing, se ha ido borrando esa imagen en nuestra cultura, decir Museo de Artes Decorativas implica aún un esfuerzo mayor en ganar popularidad.
El Museo Nacional de Arte Decorativo se alza imponente en la esquina de la Avenida del Libertador y Tagle, en pleno corazón del barrio de Palermo, donde tiene vecindad con las mejores residencias de aire europeo que posee la ciudad de Buenos Aires. Un legado de la Argentina de principios del siglo XX, de aquella «París de América Latina» que sabe mostrarse orgullosa en un largo camino hasta el coqueto barrio de la Recoleta.
La construcción de residencias y palacios en el fervor cultural de aquellos años innovadores y elocuentes en sus pretensiones oligárquicas fue impulsada por las familias de la aristocracia porteña, que llevaban adelante grandes empresas, con el fin de ser vistas y definidas como la vanguardia social y política, como los contribuyentes a la cultura europeizante que se instalaba en Buenos Aires.
Así, la familia compuesta por Matías Errázuriz, diplomático chileno casado con la argentina Josefina de Alvear, formó parte de ese círculo de sudamericanos que protagonizaron una renovación por el gusto hacia el eclecticismo, mezcla de tradición y modernidad. Una pareja audaz que se atrevió a imponer, a mezclar estilos, a participar activamente de la construcción de su palacio, a entender la arquitectura como reflejo de la época que les tocaba vivir, como representantes de una modalidad donde pisos y paredes se cargaban de sentido, de ideología, de formas de definir el espacio que se vivía.
Cada objeto, cuadro, mueble, salón, forman un emblema de magnificencia y opulencia, que se impone como paradigma de la cultura, de aquello a lo que se aspira, de aquello que se es y de aquellos adonde se quiere trascender.
La familia Errázuriz-Alvear tuvo las mejores intenciones de aportar a la sociedad el conocimiento de las artes decorativas y de las máximas expresiones del arte. Su casa, convertida en museo en 1937, es un legado que distingue la ciudad y la pone en valor.
El arquitecto francés René Sergent realizó el proyecto en 1911, y la construcción se realizó durante los años de la gran guerra —no sin grandes complicaciones y retrasos—; pudo inaugurarse recién en 1918, el evento más importante de la sociedad porteña de entonces. Los ilustres apellidos Errázuriz y Alvear protagonizaban la concreción de un palacio donde podían verse las más exquisitas colecciones de pinturas, esculturas, mobiliario, arte oriental, que definitivamente eran, para la sociedad de entonces, la faz vanguardista y atrevida que imponía una selecta variedad de estilos, un himno al espíritu de la Belle Epoque, mundano y sofisticado, que convertía a los dueños de casa en audaces y casi revolucionarios para la época.
Inspirado en el clasicismo francés del siglo XVIII, marcó la cultura artística de inicios del siglo XX. El edificio tiene distintas fachadas monumentales, un acceso principal con una enorme y altísima puerta de hierro, que recrea el portal de la Escuela Militar del Campo de Marte de París. El frente de la Avenida del Libertador tiene el motivo de los edificios de la Place de la Concorde y se abre hacia el parque.
La fachada sobre Sánchez de Bustamante está inspirada en el Petit Trianon de Versailles. Los jardines y los espacios exteriores son la continuación de los interiores y siguen el eje de toda la composición de la obra.
El arquitecto Sergent, el más prestigioso de entonces, dejó su impronta también en el Palacio Bosch, la Mansión Unzué, el Palacio Sans Souci. Se trajeron desde Europa no solo la mano de obra especializada, sino también toda la colección personal de la familia, que pasaría a formar parte del patrimonio de Museo Nacional de Arte Decorativo.
Varios salones conforman toda la residencia, que, a pedido de los dueños, debía contar con diversos estilos que abordaran tradiciones de tres siglos. Vuelve a pensarse cómo la oligarquía de entonces formaba un matrimonio entre arquitectura, sociedad, poder, y esa especial manera de convertirse en baluartes de la cultura y que los puso al frente de misiones imposibles, al límite de las reglas del lenguaje arquitectónico. Tal el caso especial de Matías Errázuriz, que se distinguió como un personaje dedicado al mecenazgo de la arquitectura, con una pasión que lo llevó a participar activamente de la creación del edificio: vocación de servicio, fantasías de perpetuidad, habilidades reales y capacidad de inversión. Un hombre de abolengo que contribuyó al acercamiento entre Chile y Argentina, y que abordó tenazmente su fervor por el diseño y los movimientos artísticos de su época.
Al Museo se ingresa por una gran escalera de acceso, en mármol de carrara, imponente, con esculturas francesas a ambos lados, y se llega a la antesala del palacio, en una decoración estilo Luis XVI, con paredes revestidas en boisserie de madera y una claraboya central. Los retratos de los dueños de familia se muestran orgullosos en sus paredes, como eternos custodios.
El salón de baile de madame Errázuriz Alvear, donde con frecuencia recibía amistades y organizaba bailes, evoca los años del estilo Regencia, transición entre el Barroco y el Rococó francés. Paredes doradas a la hoja, espejos, molduras curvilíneas en todo su perímetro son de extraordinaria belleza y fuente de inspiración para todo romanticismo.
El salón íntimo de Josefina de Alvear de Errázuriz, decorado al estilo Luis XVI, presenta paneles de madera pintados, vitrinas con objetos de arte, pinturas francesas del siglo XVIII y la escultura de Auguste Rodin La eterna primavera.
El cuarto del joven de la familia remite al estilo Imperio, con su cama góndola, mesa de juego, un antiguo secretaire y tocador. El comedor es de estilo Luis XVI, con gran opulencia de dorados.
El gran hall doble altura, estilo Renacimiento, sorprende definitivamente, con una galería alta que da a las habitaciones privadas, un cielo raso acasetonado, grandes tapices en sus paredes, y una chimenea enorme cuyo proyecto original fue encomendado a Rodin (por su muerte, se vio truncada la realización final).
También el Art Nouveau y el Art Decó se encuentran presentes en otros salones.
La mera enumeración del mobiliario y sus estilos, de todos y cada uno, no sumaría para entender la concepción de este proyecto que, en su conjunto, muestra un eclecticismo que coincidía con toda la colección privada que la familia fue armando en su estadía en Europa y que fue puesta en escena aquí, dándose todos los gustos del diseño, sin importar la mezcla, pero sí el refinado gusto en la selección de cada pieza.
Una desmesurada empresa llevada a cabo por esta familia de abolengo y tradición chileno-argentina, que insumió una gran fortuna en su ejecución, una concepción amplia de la arquitectura y las artes decorativas, sin patrones establecidos, en una época de estrictas consideraciones historicistas.
Ya transformado en el Museo Nacional de Arte Decorativo, el palacio conserva el acervo artístico y la impronta vanguardista de sus célebres dueños y mecenas.
Abierto al público todos los días y con visitas guiadas, vale la pena recorrer sus espacios para entender aquel legado de refinamiento, que por la mixtura de estilos que se encuentran en él, representaron los primeros pasos dados por una familia de abolengo en pos de la vanguardia, de romper ciertas reglas del purismo, y saber que la arquitectura representa gustos, ideales, y tiene definitivamente un componente estético-ideológico que la pone a la par de muchas otras artes.
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