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26 octubre, 2012

Un espacio de construcción de ciudadanía en crecimiento (Parte 1).

 

Por Martín Samartin

 

Los espacios culturales comienzan a ser concebidos como lugares de encuentro y diálogo, de socialización y negociación de identidades. El capital cultural que estos acogen, por lo tanto, no es estable, neutro, ni de valores fijos, sino que está inmerso en un proceso social de legitimación.

 

Desde los tiempos más remotos, arte y política poseen una conexión subterránea. Como esfera autónoma, el arte ha jugado muchas veces un papel anticipatorio respecto de las corrientes de pensamiento en ascenso, como era el caso del Renacimiento. Otras veces, ha sido el campo de expresión de conflictos entre diferentes cosmovisiones del mundo. Sea como fuere, la relación entre arte, política y subjetividad jamás ha estado libre de tensiones recíprocas, y su percepción tampoco ha sido la misma según se la observe desde el sesgo político o el estético. Aquí nos interesaremos por la particular concepción de lo cultural desde la mirada del Estado moderno, la que lo convierte en objeto de políticas públicas, poniendo especial énfasis en sus metamorfosis más recientes.

Hace por lo menos tres décadas que la concepción de la cultura vive un acelerado proceso de transformación, entre cuyos rasgos predominantes se destacan la proliferación de nuevas formas de institucionalidad cultural y el creciente consenso político en torno a la idea de que, para fortalecer los procesos democráticos vigentes en nuestra región, es indispensable contar con políticas públicas culturales modernas, flexibles, autónomas y abiertas. Sin embargo, las transformaciones en materia cultural son disímiles entre los distintos países latinoamericanos y al interior de cada uno de ellos. Mientras que algunos territorios cuentan hace más de veinte años con instituciones autónomas, otros recién inician este camino. No obstante, con independencia del nivel de desarrollo, todos ellos y la región en su conjunto enfrentan el desafío de evaluar el impacto de los nuevos programas y políticas culturales sobre: a) los procesos de subjetivación; b) la dinámica de integración territorial y simbólica de las comunidades, y (c) los procesos de transformación social que –naturalmente– no pueden ser concebidos sin determinados niveles de conflictividad.

Las políticas culturales en perspectiva histórica

Como señala el Informe Nuestra diversidad creativa (UNESCO, 1996), «los intentos por edificar la Nación homogeneizando a todos los grupos –o permitiendo que uno predomine– ya no son deseables ni factibles». En efecto, las primeras políticas culturales del Estado argentino comenzaron planteándose, desde finales del siglo XIX, bajo la consigna de «edificar la Nación» desde la concepción de una unidad territorial y cultural relativamente homogénea. Sin embargo, poco más de un siglo más tarde, en la sociedad argentina del Bicentenario confluyen diversas formas de representación cultural que condensan las constelaciones sociales, los mitos del origen histórico y las totalizaciones de sentido –muchas veces, antagónicas– de una Nación que ha sufrido el impacto de fuertes corrientes migratorias, tanto externas como internas, y que ha visto a lo largo de siglo XX la difícil –cuando no imposible– conjugación entre los proyectos políticos de sus elites terratenientes y las legítimas expresiones de la voluntad popular. Tal vez quien mejor ha podido comprender esta contradicción estructural, fundante, en la sociedad argentina, haya sido, en el campo estético, Jorge Luis Borges con su «Poema conjetural».

El surgimiento de un nuevo paradigma

El terrorismo de Estado de las décadas de 1970 y 1980 no sólo socavó el desarrollo de la ciudadanía política, sino que además allanó el camino a las fuerzas del mercado que terminaron por absorber y subordinar a los movimientos vanguardistas. Así, con la disolución de las vanguardias estéticas, en el último cuarto de siglo, las políticas culturales en América latina fueron sometidas de a poco a la lógica de la administración estatal de recursos (concebidos estos, si no como mercancías, como objetos). En la década de 1990, los museos y las exposiciones gestionadas por el Estado eran pensados como espacios de conservación de la herencia cultural.

En ese preciso sentido continúa vigente la famosa advertencia de Walter Benjamin según la cual «todo documento de cultura es –al mismo tiempo y por esa misma razón– un documento de barbarie». Es decir, está presente en él la huella de la dominación, del saqueo colonial o criollo, la marca objetivada de la expoliación simbólica y material de las culturas del pasado (ya sean originarias, gauchescas o populares), que continúa perpetuándose en el presente. Esta concepción del patrimonio como botín de guerra se identifica con la cultura del vencedor y se presta a ser instrumento de sus herederos. Como lo expresaba muy bien Benjamin: «tampoco los muertos estarán a salvo cuando el enemigo venza, y este enemigo no ha cesado de vencer».

En lo que estrictamente se refiere a las formas de gestión cultural, en esa misma línea, durante las últimas tres décadas del siglo pasado, las instituciones culturales a cargo del Estado eran mayormente concebidas en los términos burocráticos propios de otras reparticiones del Estado, quedando su funcionamiento sujeto a la disponibilidad de presupuesto y a una racionalidad económica que produce la cosificación de los recursos culturales, entendidos como «patrimonio a ser conservado». En tal sentido, las políticas en relación con los museos estuvieron prácticamente ajenas al impulso dado a la profesionalización y la especialización, que comenzó a darse como tendencia a nivel internacional.

Sin embargo, con el cambio de siglo, se produjo el surgimiento de un nuevo paradigma de políticas públicas culturales, el cual estaría mayormente orientado a: a) la promoción de la identidad cultural; b) la protección de la diversidad cultural; c) el fomento de la creatividad, y d) la consolidación de la participación ciudadana. Con esta nueva concepción, el museo se concibe más como un servicio público que se inserta en la vida cultural de los diversos grupos sociales que existen en la comunidad (y se articula con el desarrollo de sus propias identidades, sentidos de pertenencia y problemáticas), que como mero reservorio de un patrimonio cultural estático que se hereda del pasado.

Desde 2003, las políticas de la Secretaría de Cultura en nuestro país se fueron orientando a concebir el museo como un espacio social donde pasado y presente dialogan entre sí e interrogan la trama histórica que los articula, incluyendo así –mediante técnicas propias de la museología y la pedagogía contemporáneas– una gama cada vez mayor de públicos de distintas idiosincrasias. Como señala Américo Castilla (exdirector Nacional de Patrimonio y Museos de la Secretaría de Cultura de la Nación), esta forma de democratización cultural no solo implica la captación de una mayor y más diversa cantidad de visitantes, sino que éstos puedan además acceder a los contenidos del museo mediante una experiencia de real enriquecimiento y satisfacción de la curiosidad.

Así, el museo necesita ser pensado como un espacio de construcción de ciudadanía. «Una institución activa y consciente de su papel en la configuración de la sociedad civil», tal como describe Castilla el modelo vigente de institucionalidad cultural. Un ejemplo muy concreto de esta nueva concepción es el Centro Cultural de la Memoria «Haroldo Conti» (que funciona en la ex ESMA), como institución articuladora entre las políticas públicas culturales y las de derechos humanos.

Los espacios culturales comienzan a ser concebidos entonces como lugar de encuentro y diálogo, de socialización y negociación de identidades, una puerta hacia la investigación y la inspiración de nuevas ideas. Con este criterio, las exposiciones más contemporáneas buscan revertir la unidireccionalidad del mensaje del museo, al incorporar las interpretaciones y opiniones del público que las visita. De este modo, el museo se convierte en un lugar donde se proponen distintas lecturas, interpretaciones o visiones, sin evadir la controversia.

El museo, en su concepción más contemporánea, es un medio de comunicación colectiva y, como tal, agente de la democratización de la cultura. Los museos pueden ser así el reflejo de la diversidad cultural de la sociedad, buscando, por lo tanto, asegurar la equidad de representación y atendiendo a las distintas características de los grupos culturales.

En una palabra, el museo, depositario de parte de la herencia cultural, es una institución que debe reformular permanentemente su identidad. Partiendo de la concepción del patrimonio como un conjunto de bienes simbólicos que se acumulan, reconvierten, rinden y apropian en forma desigual, dependiendo del contexto histórico y del grupo de pertenencia, este capital culturalque el museo acoge no es estable, neutro, ni de valores fijos, sino que está inmerso en un proceso social de legitimación (A. Castilla, Una política cultural para los museos en Argentina).

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