Un arte de integración y fusión, genuinamente americano, cuyos mayores ejemplos se encuentran en México.
Por: Cristina Montalbano
Quien acuñó este nombre fue un pintor y escritor mexicano, Gerardo Murillo, llamado «Dr. Atl», y lo hizo para denominar las últimas expresiones artísticas que se hicieron presentes en la arquitectura religiosa mexicana, sobre todo en retablos y fachadas, desde mediados a fines del siglo XVIII. Al utilizar el prefijo «ultra», hacía referencia a lo que está «más allá» del barroco, pero que aún sigue perteneciendo a él.
Hagamos un repaso en la historia del arte y veamos las características del barroco, que en América adquirió matices propios.
El barroco surgió en Italia, precisamente en Roma, en tiempos en que la Iglesia se hallaba sumida en la depresión ocasionada por la Reforma luterana, y respondía a esta afrenta a través de la instauración de la Contrarreforma, con el objeto de reafirmar la religión católica y hacerle frente al avance del protestantismo.
Como consecuencia de la percepción de un mundo caótico, confuso y en continuo cambio, que siguió a la desilusión de los ideales renacentistas, el barroco en Europa se reconocía por el contraste brusco entre elementos opuestos, luz-sombra, belleza-fealdad, exquisito-vulgar; por la exageración de las formas, la teatralidad, el movimiento y dinamismo.
En la arquitectura, se caracterizó por el movimiento incesante de los volúmenes y las líneas, que se ondulaban entre superficies cóncavas y convexas, por el uso de las columnas de fuste helicoidal (llamadas «salomónicas») y también las «estípite» (con forma de obelisco invertido), efectos teatrales y escultóricos con grandes contrastes de luz y sombra, profusión de elementos decorativos; pero siempre recurriendo a los elementos clásicos que, desde el Renacimiento, habían sido utilizados: frontis, entablamentos, cornisas, pilastras, columnas dóricas, jónicas, corintias y compuestas…
El arte barroco fue utilizado por la Iglesia como «propaganda Fide» (propaganda de la Fe), y nada mejor para eso que poner énfasis en la utilización de recursos que pudieran conmover, persuadir, convencer y comunicar su mensaje. Así, el barroco fue emergiendo del estático y clásico Renacimiento, transformándose en ese estilo dinámico y sugestivo, que fue capaz de expresar el dolor y sufrimiento en una escultura de un Cristo sangrante, el éxtasis de los santos en alguna pintura tenebrista, así como el recogimiento espiritual que lograba infundir la arquitectura religiosa, por medio del dinamismo de las líneas, la sensación de sin fin, y la desmaterialización del espacio, a causa de la exuberancia decorativa.
Por su parte, España adoptó el barroco como medio artístico, para exaltar los ideales religiosos y monacales, a los cuales era tan afecta su sociedad.
Luego de la conquista española al otro lado del Atlántico, ya en los territorios de la Nueva España, para ser exactos en lo que hoy es la ciudad de México, se hizo indispensable contar con todos esos recursos utilizados en Europa para afianzar la fe y ganarle nuevos fieles a la Iglesia, que aquí fueron destinados a la evangelización del indígena.
En los comienzos, la arquitectura barroca en Nueva España se expresó de manera aditiva; es decir, se sumaban estilos dentro de una misma obra: mezcla de gótico, mudéjar y plateresco español, con algunos detalles decorativos prehispánicos.
Ya entrado el siglo XVII, la impronta del arte nativo mexicano se hacía cada vez más evidente, sobre todo en la ornamentación de las iglesias, las que resultaban verdaderas obras de integración cultural.
Con el correr del tiempo, la incorporación de artistas indígenas en la obra de las iglesias y catedrales, logró la identidad propia del barroco mexicano del siglo XVIII.
Cuando, en 1737, Jeronimo Balbás, arquitecto y escultor español, culminó su obra del Retablo de los Reyes en la catedral de México, dio a conocer un nuevo estilo decorativo llamado churrigueresco, en honor de quien fuera su maestro, José Benito de Churriguera (quien, en 1692, realizó la obra modelo de la retablística barroca, en el altar mayor de la iglesia de San Esteban, en Salamanca).
Este estilo se caracterizó por utilizar columnas salomónicas cubiertas con pámpanos y racimos de uvas, más una decoración profusa y abigarrada, llena de figuras aladas, santos, guirnaldas de flores, roleos, cornisas entrantes y salientes; muy dinámico. Todo esto, acabado con cubierta de oro, que exaltaba el vivaz movimiento.
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Balbás introduce en el retablo de la catedral de México la columna estípite, verdadera protagonista del ultrabarroco mexicano. Esa columna, en un principio, se presentó como elemento que conformaba la estructura del retablo, dejando en segundo plano el espacio existente entre ellas, llamado intercolumnio, el cual conforma el complemento de la composición, alojando hornacinas con santos, figuras y, en algunos casos, obras pictóricas.
La inclusión de estos elementos creó una atmósfera mística que invadió los espacios interiores de las iglesias, gracias a la desmaterialización de los límites causada por la profusión decorativa, el brillo de las luces reflejando sobre las múltiples formas doradas, y —si el lector me permite el término— el efecto de «reverberación visual» que producen las sucesivas superposiciones de los elementos arquitectónicos y decorativos, como sucede en las pilastras de Santa Prisca, en Taxco, que llevan al espectador a un éxtasis casi indescriptible.
La utilización del dorado, tanto en los retablos como en cúpulas y bóvedas, tenía un fuerte carácter simbólico: la espiritualización del espacio; el cielo se abre como en un «rompimiento de gloria» y nos deja en comunión con lo eterno e incorruptible del espíritu.
Esa estética decorativista, propia de los retablos, se fue impregnando en todo el interior de las iglesias, hasta llegar a la propia fachada del edificio, ya no con yesería dorada y policromias, sino con piedra tallada, como se puede observar en la fachada del sagrario de la catedral de México, realizada en combinación de piedra blanca (chiluca) y piedra roja (tezontle), propias del lugar. En esta fachada, como en la de iglesia de San Martín de Tepotzotlán, ambas atribuidas al mismo arquitecto, Lorenzo Rodriguez, y realizadas alrededor de 1760, las columnas estípites han sido cubiertas íntegramente de decoración, pero dejándolas aún en primer plano, de modo que forman la estructura de la composición arquitectónica.
En cambio, en el santuario de la Virgen de Ocotlán en Tlaxcala, el intercolumnio, que antes permanecía como telón de fondo, se adelanta, toma protagonismo y se conforma como paramento vertical, quitándole fuerza como eje arquitectónico a las mentadas columnas estípite. Lo mismo sucede en el retablo del templo del Carmen, en San Luis de Potosí, como ejemplo excelso del ultrabarroquismo.
Tanto los ejemplos que he mencionado, como otros que se han dado en la periferia de los centros virreinales (por ejemplo, San Francisco de Acatepec, en los alrededores de Puebla), donde el uso de la talavera (azulejos de colores), sumado a la colorida decoración de yesería policromada (Santa María de Tonantzintla), cargada de motivos que aluden al universo indígena (ángeles morenos, tocados con plumas, frutos tropicales) que acentúan el sentido de «ofrenda» de la obra, fueron la expresión artística que resumió la integración de las dos culturas, la europea y la americana; esta integración resultó única, ya que no tuvo su equivalente en Europa.
En conclusión, encuentro que el ultrabarroco fue exuberante, recargado, espirituoso, colorido, inquieto, sugestivo, pleno, delirante, fantástico, espontáneo…, como si fuese la consecuencia formal del ser latinoamericano.