¿Quién fue Ramón y Cajal, el primer Nobel de medicina español?
Por Omar López Mato
Creador de la “doctrina de la neurona”, premio nobel de medicina de 1906 -y el primer científico español en acceder al mismo- don Santiago Ramón y Cajal fue el rostro más visible de “la generación de los sabios”, esos científicos españoles que hacia 1880 caracterizaron el despegue de la ciencia en la península, hasta entonces sumida en un atraso fruto de políticas retrógradas de una monarquía decadente. Don Santiago le dió al carro de la cultura española, la rueda de la ciencia.
Hijo de un médico cirujano, don Santiago pasó su infancia recorriendo distintos pueblos de Aragón. Dada su naturaleza inquieta y traviesa conoció el rigor de la educación decimonónica, bajo la consigna de “la letra con sangre, entra”. Estudió en Zaragoza y a los 21 años fue destinado a Cuba, donde los capitales hispanos habían hecho grandes inversiones, razón por la cual era menester defenderla de las aspiraciones independentistas. Como capitán médico fue llevado al peor destino posible, la enfermería de Vista Hermosa, en Camagüey, que no hacía honor a su nombre. Pronto el joven profesional cayó enfermo de paludismo y disentería, al extremo de ser dado de alta del servicio por su grave estado de salud. Según sus propias palabras al llegar a España en 1875, Santiago Ramón y Cajal era una ruina humana.
Para acceder a las pagas atrasadas debió recurrir al soborno de un funcionario. Con estos medios adquirió el microscopio y el modesto laboratorio con el que inició sus investigaciones, que volcó en su tesis “La patogenia de la inflamación”. En 1878 se casó con Silveria Fañanás García quien sería el apoyo indispensable para dedicarse al estudio y la investigación. Aunque no contó con el beneplácito de su padre, fue Silveria una mujer comprometida con el proyecto de vida de su marido y sostén del hogar ya que fue ella quién crio a los 7 hijos y la que veló la muerte de dos de ellos mientras Santiago se abstraía en su trabajo. Él solía decir que las pérdidas de células cerebrales solo se inspiran bajo el látigo de las emociones penosas
En 1888 estando en la Universidad de Barcelona, donde se desempeñaba como profesor de histología, descubrió las uniones entre neuronas y esbozó la teoría que le ganaría fama mundial. Al año siguiente viajó a Berlín, donde expuso sus descubrimientos, llamando la atención de las grandes autoridades mundiales, sorprendidas de que un español estuviese a esa altura del desarrollo científico. En 1901 logró que el gobierno de su país lo ponga como jefe del Laboratorio de Investigaciones Biológicas de Madrid, donde descubrió la hendidura sináptica donde se produce la transmisión nerviosa.
En plena época de reconocimientos que llegaban desde Moscú, Boston, París, Cambridge y Bonn, los premios se sucedieron a punto de serle concedida la Legión de Honor francesa y la Gran Cruz de Alfonso XII. En 1906 llegó el Nobel, que según la fina ironía de Ortega y Gasset era una vergüenza para España y no un orgullo por ser don Ramón y Cajal “una excepción y no la regla”.
Pocos científicos españoles fueron tan homenajeados en vida: se le hizo un monumento que aún puede verse en el Retiro de Madrid. “La gloria no es otra cosa que un olvido aplazado”, repetía el investigador en cada una de esas oportunidades en la que recibía un premio o un reconocimiento.
La muerte por tuberculosis de su compañera fue un duro golpe para don Santiago, que sobrevivió cuatro largos años en los que siguió enseñando y dando consejos a todos los que se acercaban. Su salud continuó un progresivo deterioro, con un perseverante trastorno intestinal, hasta que la noche del 17 de octubre de 1934 su discípulo y sucesor en la catedra, el Dr. Francisco Tello, lo encontró muerto en su propio hogar. No fue una sorpresa, ya que con la misma certeza con la que había hecho tantos estudios y diagnósticos, don Santiago había dicho: “esto se acaba”. Esa perseverante afección intestinal había llevado al cansado cuerpo de don Santiago hacia una descompensación cardíaca.
Consciente de su finitud y lo irrecuperable del tiempo perdido, don Ramón y Cajal sacrificó familia y amistades para aprovechar el tiempo que se le escapaba entre las manos. “O se tienen muchas ideas y pocos amigos o muchos amigos y pocas ideas”, solía decir. Su última voluntad fue ser enterrado junto a su esposa. “Si para mi muerte se consiguió la secularización de los cementerios, que me entierren junto a mi mujer”, dijo, y así se hizo.
Don Santiago Ramón y Cajal murió con la admiración de un pueblo, pero para llegar a ese reconocimiento pasó estrecheces, conflictos, pérdidas personales y amargas disputas, esas luces y sombras que quedan enterradas en el pasado. Solía afirmar que “quien no tiene enemigos es porque jamás ha dicho la verdad o jamás amó la justicia”, y don Santiago amó la verdad y la justicia y aprovechó sus errores para enmendar su ignorancia.