El libro ya tiene museo
Un poco de la cultura que viene.
Por Nadia Caramella
Para los amantes de los libros y la lengua, hay un lugar donde visitar y revivir las expresiones del lenguaje argentino y del libro como objeto fundamental de nuestra cultura.
[showtime]«Un libro en manos de un vecino es como un arma cargada», escribe Ray Bradbury en Fahrenheit 451. Un libro puede ser un arma infalible del pensamiento. Un libro es un mundo y su revelación. Un libro es todos los libros, la humanidad entera expresada. De ahí la importancia de espacios como el Museo del Libro y de la Lengua, que hace muy poquito abrió sus puertas al público: una apertura parcial que ya nos permite imaginar el entramado de las muestras futuras, hasta la inauguración definitiva en el mes de noviembre.
El proyecto, encabezado por la socióloga María Pía López, es ambicioso: la propuesta es lúdica e interactiva; las muestras proponen situaciones de intervención y no la simple explicación histórica. El procedimiento se basa en una búsqueda de transformaciones, ya que el horizonte del museo es la lengua y sus expresiones, siempre vinculadas a la sociedad.
En sus paredes hay exhibidos cuatro murales, ubicados en los cuatro puntos cardinales: Otoño, de Juan Carlos Castagnino; Primavera, de Lino Enea Spilimbergo; Verano, de Manuel Colmeiro Guimaraes; e Invierno, de Demetrio Urruchúa. Todos parecen alinearse en una simetría que podría estar relacionada con las propiedades vitales del lenguaje, porque a la vez que hay fijezas también hay cambios; de una estación a otra, de un uso a otro, de una mirada a otra.
El recorrido comienza por la planta baja, en la Sala de exposiciones Roberto Arlt, donde se ponen de relieve varias cuestiones del idioma. Mediante la interacción con paneles de archivos sonoros y audiovisuales, mapas lingüísticos digitales y juegos electrónicos es posible repensar la diversidad del habla, el carácter plural y heterogéneo de la cultura nacional.
Por ejemplo, al seleccionar La Rioja en la pantalla del mapa lingüístico, podremos escuchar frases dichas por una joven riojana con la tonada típica de la zona, que arrastra la erre. El arcoiris sonoro del mapa es encantador, casi musical.
Los juegos de este sector son muy recomendables, y para todas las edades. Las sopas de letras y adivinanzas permiten conocer otros idiomas y conceptos poco frecuentes de nuestro lenguaje. También hay lugar para la música y el humor.
En el primer piso, el actor fundamental es el libro, ubicado en series temáticas que articulan los cuestiones fundantes de la cultura nacional. Encontraremos primeras traducciones, entre las que se destacan la de Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud, por Oliverio Girondo; libros prohibidos y quemados durante la dictadura como Para hacer el amor en los parques, de Nicolás Casullo y textos de pedagogía política como El contrato social, de Rousseau, traducido por Mariano Moreno.
«Era un placer quemar», dice uno de los «bomberos» de Fahrenheit 451, la novela distópica en la que los gobernantes mandaban a quemar libros, porque según ellos producían «pensamientos raros» que posibilitarían el cuestionamiento de lo conocido. Los argentinos conocemos (y mucho) sobre eso. Es impresionante ver los libros quemados por los bordes, en el centro, sus tapas carcomidas por el fuego y el tiempo. En algunos casos, las páginas todavía son legibles, alguien tuvo las agallas para salvarlas; están ahí esperando al público para contar la historia de la censura y el terror sufrido por aquellos años.
La lengua es materia de literatura y pensamiento: el museo la presenta como algo vivo, que debe ser actualizado con cada interacción del público para reflexionar en un acto individual y, al mismo tiempo, colectivo. Aquí el lenguaje expone su potencia creativa, interpretativa y reflexiva. Las puertas ya están abiertas.
Por Nadia Caramella