Elba Bairon La travesía de lo enigmático
María Gnecco
A quien busca definiciones precisas, certidumbres y denominaciones, a quien necesita encontrar la precisión del límite y llamar a las cosas por su nombre, el encuentro con la obra de Elba Bairon puede resultarle todo un desafío. Su producción se define mediante piezas escultóricas blancas, orgánicas y pulidas. Fragmentadas o enteras, separadas o en conjunto, nunca se sabe si son el origen de algo o su vestigio. Como esenciales organismos vivientes, tan simples y primordiales como el acto de respirar, las esculturas de Bairon parecen inhalar o exhalar, pueden estar vaciándose o llenándose de aire. La artista las inmoviliza en el preciso instante en que la respiración es contenida. Entre la inhalación y la exhalación, la forma se detiene cuando parece expandirse o, por el contrario, simplemente al desmayarse.
Su universo escultórico resulta de compleja denominación, transita enigmáticamente el misterioso espacio de la ambigüedad. Compuesto en su mayor parte por volúmenes puros, primigenios, de un acabado impecable, realizados en su mayor parte en yeso y pasta de papel, denotan el placer del momento de la creación. Tanto en lo estructural como en superficie, cada pieza parafrasea el hacer de la autora, el disfrute del contacto físico con el material, siempre posterior a la exhaustiva elaboración intelectual y emocional de cada proyecto. Son obras sin posibilidad de nombre, no es casual su S/T. Resultan de difícil descripción, silenciosas y serenas, casi flotantes; sin embargo, contienen una tensión latente, la tensión de la incertidumbre que abre al espectador un mundo ilimitado de interpretaciones. La escala aparece como elemento fundamental, ya sea en estos objetos abstractos, y por esto mismo inciertos, que bien parecen formas orgánicas microscópicas mil veces aumentadas, o cuando son puestas en contrapunto con la figuración, mediante la inclusión en el conjunto escultórico de la figura humana, de muñecas o animales. Inquietantes resultan estas instalaciones, amalgamadas entre la abstracción y la figuración, entre las certezas y las incertezas, que como restos abandonados asemejan ser los despojos de una narración onírica y absurda.
En el universo mayormente abstracto de Elba Bairon, la incorporación de la figura humana, tan prolífica en la historia del arte, no es un dato más. De una fuerte presencia, ya sea por la escala o por la familiaridad de la figura en cuestión, es siempre la puesta en escena de un conflicto. Cuando la figuración se corporiza en personajes reconocibles, con nombres propios (muñecas, gallinas), parecen sacados de un antiguo desván, ingenuos y gastados; dan cuenta, entonces, de que, si bien poseen un nombre y tenemos certezas de quiénes son, percibimos que estas verdades están deterioradas y en desuso, ya no son pertinentes a la realidad que nos rodea. En la misma línea de pensamiento, cuando aparece la figura humana baironeana, blanca, indescifrable y expansiva, se mantiene conceptualmente dentro un sesgo de absoluta contemporaneidad, al plantearse como una humanidad desdibujada, emergente de un todo sin nombre, figuras sugerentes que no pretenden definición. Con la misma actitud, los bodegones nos remiten a la historia del arte y, nuevamente, parecen reescribirla. Los elementos que en otros espacios y momentos del arte destilaban perfección, mimetismo o expresión, aquí se vuelven esenciales en el estricto sentido del término. Esencia en cuanto comienzo, germen, elemento generador.
El universo de Elba Bairon, ya sea abstracto o figurativo, es de un movimiento invisible. Sus obras devienen a paso lento, manso, casi imperceptible; queremos alcanzarlas y, de esta manera, ponerle un nombre a lo indescifrable, ubicarlas en el casillero de esto o de lo otro. Pero ellas siempre van adelante, se escurren, se esconden y nos sumergen en el camino de la búsqueda, porque es en esa travesía de lo enigmático donde las obras adquieren su razón de ser.