El espectador como parte de la obra
Por: Belén Galiotti.
Ernesto Neto, un tejedor de magia.
El artista brasilero presenta su original obra en el Faena Art Center. Con sus características esculturas blandas, anima y atraviesa el singular espacio arquitectónico e invita al público a deleitarse experimentando.
[showtime]
El día en que me sugirieron este artículo, me pregunté cuán preparada podía estar yo para hablar sobre arte. Poco y nada, me contesté, subestimando la capacidad del artista que me deslumbraría días más tarde. Lo sorprendente de la obra de Ernesto Neto es que no nos pide que la comprendamos.
De una manera casi seductora, nos invita a sentirla, a saborearla, a jugar en ella, descubriéndola como si fuésemos niños curiosos.
En un imponente hall que conforma un masivo cubo blanco, se encuentra una gran estructura hecha al crochet, suspendida en el aire. Sus formas biomórficas, con tejidos de diversos tamaños, materiales y colores, generan infinitos paisajes internos. ¿La consigna? Sacarse los zapatos e ingresar. Algo muy parecido a sumergirse en el agua, a zambullirse en el aire, genera la sensación de no querer abandonar el lugar.
La entrega es absoluta. Ninguno de los visitantes ofrece resistencia. Un sentimiento de calma abruma a la ansiedad acumulada y la fantasía le gana al cansancio. Lo que impacta es subir y bajar por redes que parecen tejidas por las abuelas más hábiles y cariñosas. La obra ama y deja amar. No hay impedimentos para olerla, para tocarla, para sentirla. No hay miedos —a pesar de la imponente altura— en quienes se dejan llevar para recorrerla.
La capacidad lúdica de semejante ente es innegable. Ese ser colgante, muy parecido a un gran bicho suspendido en el paisaje, parece tener vida propia. Cada persona que lo recorre de punta a punta, con ritmos distintos, pausas variadas, frases histriónicas o silencios encantados, hace que la obra vaya mutando constantemente de acuerdo a quienes la sienten. Sufre un efecto de transformación con cada latido que ingresa y transmuta su forma, su sonido, su color.
Me siento en una de sus esquinas y la observo. Aparece una similitud con las moléculas y los átomos, con el ADN mismo, que intenta definirla. La integración del todo con la nada, la armonía de la nada con el todo, la coherencia que desafía a la locura y la diversidad que juega tímidamente con la unidad generan una magia placentera muy parecida a la de un baño de inmersión.
Es una obra que trasciende las fronteras de los verbos y adjetivos. ¿Cómo explicarla entonces?, me pregunto una y otra vez, mientras salto sin prejuicios y me cuelgo de las redes como si fuesen lianas. ¿Cómo poder decirlo con palabras?, me sigo preguntando, para evitar respuestas con clichés prefabricados. En la pregunta, me encuentro. En el cómo me asalta el para qué. Noto cuán ridícula soy siendo, al querer explicarlo todo, cuando ni un poco sé. Guardo la hoja de papel y el lápiz en el bolsillo de mi campera y me asombro de la simplicidad del artista.
Este tejedor de magia, ha tejido el «para qué». Hizo, tal vez, su obra para que, jugando a lo que queramos, nos encontremos con lo más profundo, nos sorprenda un algo supremo que nos cobije y nos deje ser.
Por: Belén Galiotti.
Por: Belén Galiotti.
Ernesto Neto, un tejedor de magia.
El artista brasilero presenta su original obra en el Faena Art Center. Con sus características esculturas blandas, anima y atraviesa el singular espacio arquitectónico e invita al público a deleitarse experimentando.
El día en que me sugirieron este artículo, me pregunté cuán preparada podía estar yo para hablar sobre arte. Poco y nada, me contesté, subestimando la capacidad del artista que me deslumbraría días más tarde. Lo sorprendente de la obra de Ernesto Neto es que no nos pide que la comprendamos. De una manera casi seductora, nos invita a sentirla, a saborearla, a jugar en ella, descubriéndola como si fuésemos niños curiosos.
En un imponente hall que conforma un masivo cubo blanco, se encuentra una gran estructura hecha al crochet, suspendida en el aire. Sus formas biomórficas, con tejidos de diversos tamaños, materiales y colores, generan infinitos paisajes internos. ¿La consigna? Sacarse los zapatos e ingresar. Algo muy parecido a sumergirse en el agua, a zambullirse en el aire, genera la sensación de no querer abandonar el lugar.
La entrega es absoluta. Ninguno de los visitantes ofrece resistencia. Un sentimiento de calma abruma a la ansiedad acumulada y la fantasía le gana al cansancio. Lo que impacta es subir y bajar por redes que parecen tejidas por las abuelas más hábiles y cariñosas. La obra ama y deja amar. No hay impedimentos para olerla, para tocarla, para sentirla. No hay miedos —a pesar de la imponente altura— en quienes se dejan llevar para recorrerla.
La capacidad lúdica de semejante ente es innegable. Ese ser colgante, muy parecido a un gran bicho suspendido en el paisaje, parece tener vida propia. Cada persona que lo recorre de punta a punta, con ritmos distintos, pausas variadas, frases histriónicas o silencios encantados, hace que la obra vaya mutando constantemente de acuerdo a quienes la sienten. Sufre un efecto de transformación con cada latido que ingresa y transmuta su forma, su sonido, su color.
Me siento en una de sus esquinas y la observo. Aparece una similitud con las moléculas y los átomos, con el ADN mismo, que intenta definirla. La integración del todo con la nada, la armonía de la nada con el todo, la coherencia que desafía a la locura y la diversidad que juega tímidamente con la unidad generan una magia placentera muy parecida a la de un baño de inmersión.
Es una obra que trasciende las fronteras de los verbos y adjetivos. ¿Cómo explicarla entonces?, me pregunto una y otra vez, mientras salto sin prejuicios y me cuelgo de las redes como si fuesen lianas. ¿Cómo poder decirlo con palabras?, me sigo preguntando, para evitar respuestas con clichés prefabricados. En la pregunta, me encuentro. En el cómo me asalta el para qué. Noto cuán ridícula soy siendo, al querer explicarlo todo, cuando ni un poco sé. Guardo la hoja de papel y el lápiz en el bolsillo de mi campera y me asombro de la simplicidad del artista.
Este tejedor de magia, ha tejido el «para qué». Hizo, tal vez, su obra para que, jugando a lo que queramos, nos encontremos con lo más profundo, nos sorprenda un algo supremo que nos cobije y nos deje ser.
Por: Belén Galiotti.
Por: Belén Galiotti.
Ernesto Neto, un tejedor de magia.
El artista brasilero presenta su original obra en el Faena Art Center. Con sus características esculturas blandas, anima y atraviesa el singular espacio arquitectónico e invita al público a deleitarse experimentando.
El día en que me sugirieron este artículo, me pregunté cuán preparada podía estar yo para hablar sobre arte. Poco y nada, me contesté, subestimando la capacidad del artista que me deslumbraría días más tarde. Lo sorprendente de la obra de Ernesto Neto es que no nos pide que la comprendamos. De una manera casi seductora, nos invita a sentirla, a saborearla, a jugar en ella, descubriéndola como si fuésemos niños curiosos.
En un imponente hall que conforma un masivo cubo blanco, se encuentra una gran estructura hecha al crochet, suspendida en el aire. Sus formas biomórficas, con tejidos de diversos tamaños, materiales y colores, generan infinitos paisajes internos. ¿La consigna? Sacarse los zapatos e ingresar. Algo muy parecido a sumergirse en el agua, a zambullirse en el aire, genera la sensación de no querer abandonar el lugar.
La entrega es absoluta. Ninguno de los visitantes ofrece resistencia. Un sentimiento de calma abruma a la ansiedad acumulada y la fantasía le gana al cansancio. Lo que impacta es subir y bajar por redes que parecen tejidas por las abuelas más hábiles y cariñosas. La obra ama y deja amar. No hay impedimentos para olerla, para tocarla, para sentirla. No hay miedos —a pesar de la imponente altura— en quienes se dejan llevar para recorrerla.
La capacidad lúdica de semejante ente es innegable. Ese ser colgante, muy parecido a un gran bicho suspendido en el paisaje, parece tener vida propia. Cada persona que lo recorre de punta a punta, con ritmos distintos, pausas variadas, frases histriónicas o silencios encantados, hace que la obra vaya mutando constantemente de acuerdo a quienes la sienten. Sufre un efecto de transformación con cada latido que ingresa y transmuta su forma, su sonido, su color.
Me siento en una de sus esquinas y la observo. Aparece una similitud con las moléculas y los átomos, con el ADN mismo, que intenta definirla. La integración del todo con la nada, la armonía de la nada con el todo, la coherencia que desafía a la locura y la diversidad que juega tímidamente con la unidad generan una magia placentera muy parecida a la de un baño de inmersión.
Es una obra que trasciende las fronteras de los verbos y adjetivos. ¿Cómo explicarla entonces?, me pregunto una y otra vez, mientras salto sin prejuicios y me cuelgo de las redes como si fuesen lianas. ¿Cómo poder decirlo con palabras?, me sigo preguntando, para evitar respuestas con clichés prefabricados. En la pregunta, me encuentro. En el cómo me asalta el para qué. Noto cuán ridícula soy siendo, al querer explicarlo todo, cuando ni un poco sé. Guardo la hoja de papel y el lápiz en el bolsillo de mi campera y me asombro de la simplicidad del artista.
Este tejedor de magia, ha tejido el «para qué». Hizo, tal vez, su obra para que, jugando a lo que queramos, nos encontremos con lo más profundo, nos sorprenda un algo supremo que nos cobije y nos deje ser.
Por: Belén Galiotti.