¿Cuál fue el dasafío que debió afrontar el compositor Benjamin Britten después de la debacle del optimismo triunfalista británico, con la crisis de una estética musical celebratoria? ¿Qué hay detrás del englishman que llegó al título nobiliario de Barón Britten de Aldeburgh en el condado de Suffolk?
Por Osvaldo Andreoli
Antes de 1914, las metrópolis se habían asignado la misión humanitaria de civilizar a los pueblos salvajes de sus colonias. Elgar había sido un destacado publicista de las glorias del imperio británico. Relacionado con la corte, escribió la Oda Oficial para la coronación de Eduardo VII en 1901, motivo por el cual fue ennoblecido por el monarca (¿qué lo diferencia del título de nobleza que recibe Britten en 1976, poco antes de morir?). Las marchas Pomp and Circumstance se siguen identificando con la imagen más prestigiosa de su país y no dejan de escucharse en ceremonias de una república austral que reclama las islas Falkland. Esta música representó el espíritu optimista de la alta sociedad inglesa en los años anteriores a la I Guerra Mundial (en esa contienda cayó el poeta Owen, cuyos versos recuperaría Britten para su oratorio Réquiem de Guerra, un alegato antibélico estrenado en plena guerra fría, con un mensaje artístico con plena vigencia).
Mala reputación
Ralph Vaughan Williams era un profesor del Colegio Real de Música cuando Britten estudiaba allí. La tradición compositiva inglesa impregnaba su obra, desde Donstable a Purcell y el peso muerto de sus modulaciones y artificios complacía el gusto victoriano. El joven Britten, por contraste, era influido por Bela Bartok, a través de su maestro Frank Bridge. Resultó ser un inadaptado que no se complacía en glorificar el elemento civilizador inglés en el mundo. También intentó estudiar con Alban Berg, que no era considerado «un buen ejemplo»; muchos criticaron su espíritu cosmopolita y su admiración por compositores como Mahler y Stravinsky.
En la década del treinta se alejó de la tendencia dominante de la música de su país, a la que tildó de conformista e «insular». Sus tendencias políticas y sexuales fueron catalogadas como peligrosas. Su amigo era el poeta W. H. Auden y su pareja, el tenor Peter Pears.
Pasó a ser una figura preponderante en las décadas que siguieron a a la II Guerra Mundial. El proceso de descolonización y la bipolarización de la política internacional en torno a los Estados Unidos y la Unión Soviética quitó a Gran Bretaña el protagonismo que gozaba antes de 1914. Britten se encontró con el reto de colaborar en el sostén del prestigio británico, aunque su actitud fue antitriunfalista. Había vuelto a su lugar de procedencia cultural, para retomar un mensaje crítico y la visión pacifista. El estreno de su ópera Peter Grimes en 1945 fue consagratorio, porque su actividad decisiva debe considerarse en el campo dela ópera. El «ecléctico» supo asimilar influencias bajo un sello original y volvió a situar a su país en primer plano musical. Fundó el English Opera Group y desde 1948 el festival que lanzó en Aldeburgh pasó a ser el centro de su actividad.
La vanguardia dodecafonista y serial lo etiquetó como ¿conservador? Admirador de Purcell y su arte barroco, Britten reconoció «lo maravilloso que puede ser el canto dramático inglés» y otras tradiciones, como las corales de la Catedral inglesa, la melancolía isabelina de las composiciones de John Dowland para el laúd, o los sonidos japoneses del Teatro No. También incorporó el exotismo de los sonidos del gamelán de Indonesia, un conjunto de música tradicional con instrumentos de percusión, que le sirvió para caracterizar al joven Tadzio en Muerte en Venecia, mientras que reservó las técnicas serialistas de canto-declamado para Aschenbach, el artista de pasión reprimida…
Resonancias de una obra maestra
Se ha dicho que un momento superlativo en la historia de la ópera es el último acto de Peter Grimes, cuando los aldeanos se adueñan de la obra en su persecución del pescador. En ese momento, el coro se convierte en el principal protagonista, por el poder que tiene la población para destruir al «sospechoso». Es una comunidad que margina al soñador, lo acorrala y lo empuja al suicidio. Se trata del rechazo y el terror que provoca en las personas comunes alguien diferente, ¿esa aldea es Inglaterra?
También en mayo de 1979, las circunstancias que impregnaban a la sociedad argentina tenían cierto reflejo en el clima de la ópera que se estrenaba en el Teatro Colón, con la batuta de Steuart Bedford. Un prejuicio arraigado repetía «por algo será», ante la evidencia de las desapariciones. En esos tiempos se comentaba el secuestro de un amante de la ópera, Enrique Raab, crítico y periodista del diario La Opinión. Su pareja, un empleado administrativo del teatro, corrió mejor suerte; reapareció gracias a los buenos oficios del comodoro Galacher, a la sazón director del Colón. Por entonces, «las llamas devoraron» el teatro Avenida, cuando aún no se había apagado la consternación por las cenizas del Argentino de La Plata.
Peter Grimes, en la gran escena de locura, oye las voces que lo nombran y lo atraen como sirenas del mar. Lo fantasmático, los aldeanos y la marea se confunden en portentosa ambigüedad musical. Entre la omnipresencia del mar, los interludios se suceden en una estructura que recuerda al Wozzeck de Alban Berg. También Grimes es un antihéroe.
En el Acto II Ellen, que ama al incomprendido, dice al grumete maltratado por Grimes: «Hijo, eres demasiado joven para conocer las raíces del dolor», «Inocente, has aprendido lo cerca que está la vida de la tortura». Este personaje está hecho a la medida de la soprano irlandesa Heather Harper, que lo cantó en nuestro primer coliseo en 1986. Ya era conocida por nuestro público, había tenido repercusión con el Réquiem de guerra.
Britten y Pears, por su relación como pareja, también se sintieron solos y acosados por la multitud. No solo el alejamiento de la guerra los puso en entredicho civil. Al retornar en 1942, el compositor se descargó ante un tribunal como objetor de conciencia. Con posterioridad, Britten declaró que el sentimiento que los embargaba era el del individuo contra la masa: «Experimentamos una enorme tensión. Creo que fue en parte eso lo que nos llevó a hacer de Grimes un personaje de visión y conflicto, el idealista torturado por encima del villano que fue en el poema de Crabbe». La ópera comienza con los golpes de martillo del juez que llama al protagonista a declarar, con un parlato y recitativo de corte pucciniano.
Al humanizar al personaje, provocaron en el público un sentimiento simultáneo de compasión y repulsión, facetas contradictorias cotejadas también con Montegu Slater, el libretista. Así se forjó un carácter dramático peculiar. La trama, pesimista y sórdida, presenta un protagonista sádico, pero combina los rasgos de un romántico con las de un paranoico inadaptado. Esta caracterización resulta moderna, avanzada.
La vena dramática del compositor intercala los desvaríos de Grimes , las canciones folklóricas que se cantan en el pub, el azote de una tormenta y los cánticos religiosos. El clima de la costa y las islas anima a los personajes. «Yo quería expresar mi conocimiento de la lucha perpetua de los hombres y mujeres cuya subsistencia depende del mar». La ópera está consustanciada con el idioma y el sentir popular de Gran Bretaña. En su trama se anudan la alegría del esfuerzo compartido, el trabajo y la fiesta, las leyendas y el alcohol. Nostalgia, bruma y tragedia, tradiciones recuperadas con un sello propio. Lo reconocible aseguró la comunicación y el éxito de Peter Grimes; en Londres contribuyó al renacimiento de la escena cultural de posguerra. Britten logró participar de un consenso nacional, al margen de su triunfalismo. Su propósito era no romper el vínculo que había alcanzado con el público: «Soy antes que nada un artista, y como artista quiero servir a la comunidad y no escribir en el vacío, como compositor considero muy valioso saber cómo los oyentes van a reaccionar frente a una creación mía».
Según el director musical Steuart Bedford, Britten no quería complicar demasiado su orquestación, quería mantenerse transparente, nunca sobrecargaba demasiado las voces. Por eso probó con óperas de cámara, como Otra vuelta de tuerca, con su visión de la inocencia corrompida (hemos apreciado recientemente la versión presentada por Juventus Lyrica en el Teatro Avenida). En este caso, la música proyecta las ambigüedades psicológicas de la novela de Henry James, y las obsesiones son reflejadas por las constantes referencias a la serie dodecafónica, pero se dan sugerencias tonales y la partitura resulta inconfundible. De allí su llamado «modernismo conservador».
El invasor inglés
Conocimos a Bedford cuando debutó en el Teatro Colón con Dido y Eneas de Purcell en 1978 (en una versión revisada por Britten y Holst). Aquello fue un anticipo de su visita al año siguiente para asumir la responsabilidad del estreno en nuestro medio de Peter Grimes, y también su reposición en 1986. Era entonces Director Musical del English Opera Group fundado por Britten y un especialista en su obra. Dirigía sus óperas por todo el mundo. Con posterioridad, debido a la guerra de Malvinas, naufragaron sus gestiones con Enzo Valenti Ferro para realizar Billy Budd. Una obra basada en la novela de Melville, con elenco exclusivamente masculino y la flota inglesa en el escenario resultaba inoportuna para el Teatro Colón. Volvería en 2004 con Muerte en Venecia, la última ópera del compositor nacido en Suffolk, en la costa oriental. Un «canto de cisne» insinuante de belleza, que merecería un capítulo aparte.
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