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10 octubre, 2013

AL DIVÁN CON EL TEATRO HOY EN EL DIVÁN: Sonata de otoño

Por Margarita Carrasco/Raquel Tesone

 

 

El nombre de la obra de teatro Sonata de otoño es una metáfora, condensa una puesta de impecable actuación. Nos encontramos ante un problema de amor, lo que no puede decirse, el desencuentro. Sin embargo, se hace el intento, aunque sea al finalizar la primavera de la vida de los protagonistas.

 

Es descollante la interpretación de los actores Cristina Banegas, María Onetto, Luis Ziembrowski y Natacha Cordova bajo la cabal dirección de Daniel Veronese. Los tres primeros forman una masa compacta: Charlotte, su hija Eva y Viktor, el marido de esta última; todos ellos dan comienzo a la obra con interrogantes respecto del amor, eje fundamental sobre el cual giran las escenas. El excura «cura» las heridas y se pregunta sobre el enigmático deseo de su mujer.

En las escenas en que se plantea el amor materno sobrevuela el pensamiento de Freud, quien decía que no existe una formula para ser buena madre, «haga lo que haga siempre estará mal». Tal vez, este dicho sea una forma de exorcizar una función que nunca pudo asumir Charlotte, quien prefirió ser una exitosa pianista. Y fue alto el costo que tuvo que pagar por una elección egoísta, con la que privilegió su vocación de artista. Un verdadero drama se desata: el sujeto se enfrenta a la ética del deseo, porque esa madre, de algún modo, también sufre ante su elección. Cornisa finita por donde eligió caminar Charlotte: al aferrarse a su autoerotismo, decidió anular al otro.

 

Una misma sonata y dos maneras diferentes de interpretarla. La hija que vuelca las más profundas emociones que expresan su sufrimiento y su tristeza. La madre con un dolor contenido que oculta detrás de una máscara de frialdad. En ocasiones, llega a ser cruel, por ejemplo, cuando denigra los sentimientos de su hija y le dice que Chopin no caía en sentimentalismos cuando tocaba la sonata, y luego, se sienta en el piano y explica su técnica para disimular el dolor. Tampoco soporta las lágrimas ni el odio de su hija. Siempre huye de lo que el otro puede sentir, pero también de sus propias emociones. El otro está borrado para esta madre. La hija se siente, en consecuencia, poca cosa y hasta «repugnante» al lado de una madre que vive mirando su ombligo y que jamás admitirá que alguien puede ser mejor que ella, porque ella necesita constantes reaseguros narcisísticos (eso lo obtiene del público y de su representante que la admira).

En otra escena, la hija se siente inexistente para esta madre, sin lugar en su mundo, y por lo tanto, totalmente abandonada. Se hace cargo de su hermana discapacitada de la misma forma que hubiese querido que su madre lo haga con ella, con un amor incondicional y logrando contener los gritos de dolor que la madre no puede escuchar.

El diálogo entre ellas es una sonata con una profundidad psicológica que transita en un texto cuyos puntos y comas no están de más, porque hasta los silencios están cargados de emociones atenazadas hasta que estallan sin freno. La madre hace intentos fallidos en este sentido, el marido también; sin embargo, la hija ha callado demasiado tiempo y la catarata de dolor se desborda y desemboca en una roca demasiado dura. No hay interlocutor, no hay escucha, solo una madre que intenta sostener una imagen hasta que se desarma.

 

Nos preguntamos si hay una falla en la construcción del estadio del espejo y si esta madre quedó fijada al narcisismo.

 

Cristina Banegas, en la composición del personaje de la madre, nos ofrece un abanico de matices propios de una personalidad muy rica, por lo que dispara en los espectadores sentimientos encontrados. En algunos momentos, parece un personaje detestable por su crueldad, luego, inspira pena y su maldad queda en un segundo plano. La escena donde está en posición fetal, con la que admite ser infantil, y ruega a su hija que la abrace, sin poder ella misma ir a abrazar a su hija, es muy desgarradora. Es la hija que debería para esta madre satisfacer su demanda de amor. Esta hija lo intenta. Se somete desde la infancia implorando ser tenida en cuenta. No pudo entender cuando era niña porque su padre tenía amantes, mientras que su madre se podía ir de viaje durante meses con un amante, sin contemplar que ella sentía un desolador abandono.

 

María Onetto construye su personaje desde los más mínimos detalles: su forma de hablar, el enrojecimiento de su rostro cuando siente estallar su sufrimiento, la manera de caminar, las miradas y los pequeños gestos. Nos conmueven y nos transmiten la desesperación de una hija que trata de acercarse y hacer que su madre pueda comprender quién es ella.

 

Luis Ziembrowski plantea el enigma del amor y el misterio de lo que quiere una mujer, es el sostén, el equilibrio perfecto donde se desarrolla la trama de la obra.

 

Por ultimo, Natacha Cordova se luce en la interpretación de una discapacitada: en ella se pueden leer los fonemas, vestigios de un sujeto sufriente pero no abandonado, porque encontró una madre en su hermana, quien había perdido un hijo.

 

Nos quedamos pensando que no es posible juzgar, cada uno hace lo que puede con lo que tiene, paga un precio por cada elección. Lo importante es que la obra Sonata de otoño plantea cuestiones relacionadas con la ética del deseo y el amor.

El amor de una madre incapaz de pasar del lugar de amada a convertirse en amante de sus hijos.

Finalizamos con un pensamiento de Lacán: «El deseo es la esencia del hombre, ese deseo lo instituye en la dependencia radical de la universidad de los atributos divinos que solo es pensable através de la función del significante… Esa posición ¿es sostenible para nosotros, psicoanalistas?» (Seminario XI).