Alemania: La mediocridad del mal
Por: Ludmila Barbero.
Alemania nos muestra cómo la maldad no siempre es un acto deliberado.
En esta obra, escrita y dirigida por Nacho Ciatti, la mezquindad y la cortedad de miras se nos presentan como manifestaciones del ‘mal’.
La primera escena nos enfrenta a un hombre enfermo y extranjero al lado de una mujer absorbida por las publicidades del ‘canal de compras’. Ese desconocido que ocupa la cama familiar resulta ser el padre. Un padre que, habiendo abandonado a su familia, regresa para encontrar una suerte de refugio emocional ante la situación de shock por la que atraviesa luego del suicidio de su nueva y joven esposa, Abba. La historia de la imprevista sangre derramada en un lujoso hotel de los Alpes bávaros será narrada una y otra vez en una serie de tentativas frustradas por encontrar la causa de los sucesos. La blancura de esas montañas imponentes y aisladas se contrapone a la oscuridad de la caverna de la que el personaje de Iván Moschner no puede escapar y en la que se sumerge durante sus frecuentes pesadillas. En ellas sus movimientos corporales se articulan de modos anómalos: los brazos efectúan ondulaciones y recorridos zigzagueantes que obedecen sólo por momentos a los compases del cuarteto de cuerdas Edelweiss. Pero hay algo que se manifiesta en la extraña coreografía onírica que resulta característico del personaje: su entonación, su gesticulación y la manera en que pronuncia el castellano parecen extranjeras. El es un extraño para su hijo menor y, en cierto modo, para toda su familia. Además, es el que exteriormente se nos presenta como ‘alemán’: es rubio, de ojos claros, y llama a sus hijos por la versión germana de sus nombres. Incluso en el tratamiento de lo ‘argentino’ hay una entonación que lo extranjeriza: Mar del Plata se convierte, de esta manera, en un lugar exótico en el que ‘no hay edificios altos’ y que se asemeja en el imaginario familiar a la lejana ciudad de Berlín.
La aparición del padre da lugar a la elucubración de un ‘plan maestro’ por parte del hijo mayor y de la madre, con ayuda de Fred, el menor y quien se encuentra más alejado de los resentimientos generados por el abandono paterno. El proyecto consiste en volver mensurable el mal o los males ocasionados por el recién llegado trasladándolos al plano económico: hacerle pagar las cuentas correspondientes al período de su ausencia. Podemos pensar que se trata de asimilar el vacío, de volverlo intercambiable, para hacerlo circular de otro modo y poder, en el mismo gesto, circular ellos mismos: viajar, recorrer el mundo, escapar a la circularidad de los recuerdos para acceder a recorridos que vehiculicen un cambio. Sin embargo, el plan adolece de la misma mediocridad que sus objetivos: no resulta operativo, ni para el hijo mayor ni para la madre, que tiene, por su parte, un segundo plan, más radical y en cierta forma menos mezquino que el de convertir el abandono en una deuda económica. El limpiador de alfombras operará, en su imaginación, como el agua del lavabo de esta pseudo-lady Macbeth tercermundista, para quien los compras no son un pasatiempo banal sino el modo más eficaz de limpiar la sangre, de tapar los indicios más visibles del dolor.
Sin embargo, la víctima del engaño y del intento de homicidio está tan alejado, en su conflictiva narcisista, de los seres que lo rodean que nada sospecha de sus verdaderas intenciones. La ironía trágica de la pieza culmina cuando el huésped malogra los deseos de su esposa e hijos en el momento en que más fuertemente cree comprometerse en satisfacerlos. Resulta interesante la inocencia con la que este tirano familiar ejerce la maldad: no actúa deliberadamente cuando los lastima física o emocionalmente. Él es en aquellas circunstancias presa de pulsiones que lo exceden, como si, en cierta medida, estas manifestaciones de omnipotencia coincidieran con sus estados de más absoluta vulnerabilidad.
Un misterio se cierne sobre este ser extranjero que se muestra ajeno a su propia voluntad, cuya vida se despliega en un permanente duermevela: ¿qué sucedió en Mar del Plata? ¿Qué vio el hijo mayor en el baño que motivara el regreso de toda la familia y el silenciamiento de ese recuerdo convertido en tabú? Y en términos más amplios: ¿Hasta dónde es capaz de llegar ese individuo violento y alienado, ese artista en permanente pose? La historia sostiene el misterio de la misma manera que corre un velo sobre la magnitud del maltrato y la violencia: la exageración de las performances nos impide medir los alcances y la pertinencia de las acusaciones. Pero, al mismo tiempo, nos muestra cómo nadie es capaz de enfrentarlo en sus arrebatos de ira, cómo a pesar de haberse ido hace tanto tiempo él sigue siendo el potentado: el que posee el dinero y el poder y, en última instancia, el único que puede determinar ‘irse con la música a otra parte’. Quienes lo rodean no son más que sus sirvientes personales, dispuestos a obedecerlo al escuchar un chasquido de sus dedos. Son su llegada y su partida de regreso a Alemania las que determinan el inicio y el final de la historia: él abre y cierra la pieza e incluso se encarga de su musicalización. Es, además, guionista: los parlamentos a los que se entrega son largos, ampulosos, literarios. El es escritor. Y en la trama urdida dentro de la trama, debe pagar por las escrituras perdidas, de la misma manera que todos parecen haber pagado por su dedicación a la literatura y fundamentalmente a la afectada representación de sí mismo que la autobiografía le permite desplegar.
La exquisita instrumentación del cuarteto de cuerdas se presenta, desde el propio programa musical, como el dispositivo empleado para ‘sostener un edificio-familia en ruinas’. Pero este sostenimiento no revela otra cosa que la fruición por observar lo destruido y acompaña el placer de los integrantes de la familia por la ficción de bienestar familiar que pretenden fingir pero en la que terminan enredados. El edificio se derrumba hacia la caída del telón, exhibiendo el modo en que el pequeño tirano domina incluso el acontecimiento teatral que, en su calidad de mero personaje, debería excederlo. Pero esta demolición no es sino una constatación de que la construcción ya estaba rota: cuatro personas desde espacios diferentes del escenario habían procurando sostenerlo reuniendo con cuerdas sus fragmentos. Si las piezas compuestas por Nacho Ciatti y Alan Haksten son pseudo-germanas, la familia retratada también va al lugar de un símil incompleto de lo alemán. El padre encarna inclusive en este plano la ‘potencia’: representa la ‘alemanidad’ allí donde sus allegados se muestran como simples argentinos con nombres germanos. Pero lo ‘pseudo’, la falsedad, la simulación aparecen como característicos de los modos de relacionarse de cada uno de los integrantes de la familia-edificio.
En esta historia el mal es encarnado por un sujeto que es prisionero de sus fantasmas y por quienes se hacen pagar (y se cobran a sí mismos) los padecimientos pasados con intereses usurarios. En Alemania, la maldad sólo puede ser ejercida efectivamente por un alienado a quien todos parecen obedecer pero que no puede responder de sí.
Por Ludmila Barbero.
Alemania nos muestra cómo la maldad no siempre es un acto deliberado.
En esta obra, escrita y dirigida por Nacho Ciatti, la mezquindad y la cortedad de miras se nos presentan como manifestaciones del ‘mal’.
La primera escena nos enfrenta a un hombre enfermo y extranjero al lado de una mujer absorbida por las publicidades del ‘canal de compras’. Ese desconocido que ocupa la cama familiar resulta ser el padre. Un padre que, habiendo abandonado a su familia, regresa para encontrar una suerte de refugio emocional ante la situación de shock por la que atraviesa luego del suicidio de su nueva y joven esposa, Abba. La historia de la imprevista sangre derramada en un lujoso hotel de los Alpes bávaros será narrada una y otra vez en una serie de tentativas frustradas por encontrar la causa de los sucesos. La blancura de esas montañas imponentes y aisladas se contrapone a la oscuridad de la caverna de la que el personaje de Iván Moschner no puede escapar y en la que se sumerge durante sus frecuentes pesadillas. En ellas sus movimientos corporales se articulan de modos anómalos: los brazos efectúan ondulaciones y recorridos zigzagueantes que obedecen sólo por momentos a los compases del cuarteto de cuerdas Edelweiss. Pero hay algo que se manifiesta en la extraña coreografía onírica que resulta característico del personaje: su entonación, su gesticulación y la manera en que pronuncia el castellano parecen extranjeras. El es un extraño para su hijo menor y, en cierto modo, para toda su familia. Además, es el que exteriormente se nos presenta como ‘alemán’: es rubio, de ojos claros, y llama a sus hijos por la versión germana de sus nombres. Incluso en el tratamiento de lo ‘argentino’ hay una entonación que lo extranjeriza: Mar del Plata se convierte, de esta manera, en un lugar exótico en el que ‘no hay edificios altos’ y que se asemeja en el imaginario familiar a la lejana ciudad de Berlín.
La aparición del padre da lugar a la elucubración de un ‘plan maestro’ por parte del hijo mayor y de la madre, con ayuda de Fred, el menor y quien se encuentra más alejado de los resentimientos generados por el abandono paterno. El proyecto consiste en volver mensurable el mal o los males ocasionados por el recién llegado trasladándolos al plano económico: hacerle pagar las cuentas correspondientes al período de su ausencia. Podemos pensar que se trata de asimilar el vacío, de volverlo intercambiable, para hacerlo circular de otro modo y poder, en el mismo gesto, circular ellos mismos: viajar, recorrer el mundo, escapar a la circularidad de los recuerdos para acceder a recorridos que vehiculicen un cambio. Sin embargo, el plan adolece de la misma mediocridad que sus objetivos: no resulta operativo, ni para el hijo mayor ni para la madre, que tiene, por su parte, un segundo plan, más radical y en cierta forma menos mezquino que el de convertir el abandono en una deuda económica. El limpiador de alfombras operará, en su imaginación, como el agua del lavabo de esta pseudo-lady Macbeth tercermundista, para quien los compras no son un pasatiempo banal sino el modo más eficaz de limpiar la sangre, de tapar los indicios más visibles del dolor.
Sin embargo, la víctima del engaño y del intento de homicidio está tan alejado, en su conflictiva narcisista, de los seres que lo rodean que nada sospecha de sus verdaderas intenciones. La ironía trágica de la pieza culmina cuando el huésped malogra los deseos de su esposa e hijos en el momento en que más fuertemente cree comprometerse en satisfacerlos. Resulta interesante la inocencia con la que este tirano familiar ejerce la maldad: no actúa deliberadamente cuando los lastima física o emocionalmente. Él es en aquellas circunstancias presa de pulsiones que lo exceden, como si, en cierta medida, estas manifestaciones de omnipotencia coincidieran con sus estados de más absoluta vulnerabilidad.
Un misterio se cierne sobre este ser extranjero que se muestra ajeno a su propia voluntad, cuya vida se despliega en un permanente duermevela: ¿qué sucedió en Mar del Plata? ¿Qué vio el hijo mayor en el baño que motivara el regreso de toda la familia y el silenciamiento de ese recuerdo convertido en tabú? Y en términos más amplios: ¿Hasta dónde es capaz de llegar ese individuo violento y alienado, ese artista en permanente pose? La historia sostiene el misterio de la misma manera que corre un velo sobre la magnitud del maltrato y la violencia: la exageración de las performances nos impide medir los alcances y la pertinencia de las acusaciones. Pero, al mismo tiempo, nos muestra cómo nadie es capaz de enfrentarlo en sus arrebatos de ira, cómo a pesar de haberse ido hace tanto tiempo él sigue siendo el potentado: el que posee el dinero y el poder y, en última instancia, el único que puede determinar ‘irse con la música a otra parte’. Quienes lo rodean no son más que sus sirvientes personales, dispuestos a obedecerlo al escuchar un chasquido de sus dedos. Son su llegada y su partida de regreso a Alemania las que determinan el inicio y el final de la historia: él abre y cierra la pieza e incluso se encarga de su musicalización. Es, además, guionista: los parlamentos a los que se entrega son largos, ampulosos, literarios. El es escritor. Y en la trama urdida dentro de la trama, debe pagar por las escrituras perdidas, de la misma manera que todos parecen haber pagado por su dedicación a la literatura y fundamentalmente a la afectada representación de sí mismo que la autobiografía le permite desplegar.
La exquisita instrumentación del cuarteto de cuerdas se presenta, desde el propio programa musical, como el dispositivo empleado para ‘sostener un edificio-familia en ruinas’. Pero este sostenimiento no revela otra cosa que la fruición por observar lo destruido y acompaña el placer de los integrantes de la familia por la ficción de bienestar familiar que pretenden fingir pero en la que terminan enredados. El edificio se derrumba hacia la caída del telón, exhibiendo el modo en que el pequeño tirano domina incluso el acontecimiento teatral que, en su calidad de mero personaje, debería excederlo. Pero esta demolición no es sino una constatación de que la construcción ya estaba rota: cuatro personas desde espacios diferentes del escenario habían procurando sostenerlo reuniendo con cuerdas sus fragmentos. Si las piezas compuestas por Nacho Ciatti y Alan Haksten son pseudo-germanas, la familia retratada también va al lugar de un símil incompleto de lo alemán. El padre encarna inclusive en este plano la ‘potencia’: representa la ‘alemanidad’ allí donde sus allegados se muestran como simples argentinos con nombres germanos. Pero lo ‘pseudo’, la falsedad, la simulación aparecen como característicos de los modos de relacionarse de cada uno de los integrantes de la familia-edificio.
En esta historia el mal es encarnado por un sujeto que es prisionero de sus fantasmas y por quienes se hacen pagar (y se cobran a sí mismos) los padecimientos pasados con intereses usurarios. En Alemania, la maldad sólo puede ser ejercida efectivamente por un alienado a quien todos parecen obedecer pero que no puede responder de sí.
Por Ludmila Barbero.
Alemania nos muestra cómo la maldad no siempre es un acto deliberado.
En esta obra, escrita y dirigida por Nacho Ciatti, la mezquindad y la cortedad de miras se nos presentan como manifestaciones del ‘mal’.
La primera escena nos enfrenta a un hombre enfermo y extranjero al lado de una mujer absorbida por las publicidades del ‘canal de compras’. Ese desconocido que ocupa la cama familiar resulta ser el padre. Un padre que, habiendo abandonado a su familia, regresa para encontrar una suerte de refugio emocional ante la situación de shock por la que atraviesa luego del suicidio de su nueva y joven esposa, Abba. La historia de la imprevista sangre derramada en un lujoso hotel de los Alpes bávaros será narrada una y otra vez en una serie de tentativas frustradas por encontrar la causa de los sucesos. La blancura de esas montañas imponentes y aisladas se contrapone a la oscuridad de la caverna de la que el personaje de Iván Moschner no puede escapar y en la que se sumerge durante sus frecuentes pesadillas. En ellas sus movimientos corporales se articulan de modos anómalos: los brazos efectúan ondulaciones y recorridos zigzagueantes que obedecen sólo por momentos a los compases del cuarteto de cuerdas Edelweiss. Pero hay algo que se manifiesta en la extraña coreografía onírica que resulta característico del personaje: su entonación, su gesticulación y la manera en que pronuncia el castellano parecen extranjeras. El es un extraño para su hijo menor y, en cierto modo, para toda su familia. Además, es el que exteriormente se nos presenta como ‘alemán’: es rubio, de ojos claros, y llama a sus hijos por la versión germana de sus nombres. Incluso en el tratamiento de lo ‘argentino’ hay una entonación que lo extranjeriza: Mar del Plata se convierte, de esta manera, en un lugar exótico en el que ‘no hay edificios altos’ y que se asemeja en el imaginario familiar a la lejana ciudad de Berlín.
La aparición del padre da lugar a la elucubración de un ‘plan maestro’ por parte del hijo mayor y de la madre, con ayuda de Fred, el menor y quien se encuentra más alejado de los resentimientos generados por el abandono paterno. El proyecto consiste en volver mensurable el mal o los males ocasionados por el recién llegado trasladándolos al plano económico: hacerle pagar las cuentas correspondientes al período de su ausencia. Podemos pensar que se trata de asimilar el vacío, de volverlo intercambiable, para hacerlo circular de otro modo y poder, en el mismo gesto, circular ellos mismos: viajar, recorrer el mundo, escapar a la circularidad de los recuerdos para acceder a recorridos que vehiculicen un cambio. Sin embargo, el plan adolece de la misma mediocridad que sus objetivos: no resulta operativo, ni para el hijo mayor ni para la madre, que tiene, por su parte, un segundo plan, más radical y en cierta forma menos mezquino que el de convertir el abandono en una deuda económica. El limpiador de alfombras operará, en su imaginación, como el agua del lavabo de esta pseudo-lady Macbeth tercermundista, para quien los compras no son un pasatiempo banal sino el modo más eficaz de limpiar la sangre, de tapar los indicios más visibles del dolor.
Sin embargo, la víctima del engaño y del intento de homicidio está tan alejado, en su conflictiva narcisista, de los seres que lo rodean que nada sospecha de sus verdaderas intenciones. La ironía trágica de la pieza culmina cuando el huésped malogra los deseos de su esposa e hijos en el momento en que más fuertemente cree comprometerse en satisfacerlos. Resulta interesante la inocencia con la que este tirano familiar ejerce la maldad: no actúa deliberadamente cuando los lastima física o emocionalmente. Él es en aquellas circunstancias presa de pulsiones que lo exceden, como si, en cierta medida, estas manifestaciones de omnipotencia coincidieran con sus estados de más absoluta vulnerabilidad.
Un misterio se cierne sobre este ser extranjero que se muestra ajeno a su propia voluntad, cuya vida se despliega en un permanente duermevela: ¿qué sucedió en Mar del Plata? ¿Qué vio el hijo mayor en el baño que motivara el regreso de toda la familia y el silenciamiento de ese recuerdo convertido en tabú? Y en términos más amplios: ¿Hasta dónde es capaz de llegar ese individuo violento y alienado, ese artista en permanente pose? La historia sostiene el misterio de la misma manera que corre un velo sobre la magnitud del maltrato y la violencia: la exageración de las performances nos impide medir los alcances y la pertinencia de las acusaciones. Pero, al mismo tiempo, nos muestra cómo nadie es capaz de enfrentarlo en sus arrebatos de ira, cómo a pesar de haberse ido hace tanto tiempo él sigue siendo el potentado: el que posee el dinero y el poder y, en última instancia, el único que puede determinar ‘irse con la música a otra parte’. Quienes lo rodean no son más que sus sirvientes personales, dispuestos a obedecerlo al escuchar un chasquido de sus dedos. Son su llegada y su partida de regreso a Alemania las que determinan el inicio y el final de la historia: él abre y cierra la pieza e incluso se encarga de su musicalización. Es, además, guionista: los parlamentos a los que se entrega son largos, ampulosos, literarios. El es escritor. Y en la trama urdida dentro de la trama, debe pagar por las escrituras perdidas, de la misma manera que todos parecen haber pagado por su dedicación a la literatura y fundamentalmente a la afectada representación de sí mismo que la autobiografía le permite desplegar.
La exquisita instrumentación del cuarteto de cuerdas se presenta, desde el propio programa musical, como el dispositivo empleado para ‘sostener un edificio-familia en ruinas’. Pero este sostenimiento no revela otra cosa que la fruición por observar lo destruido y acompaña el placer de los integrantes de la familia por la ficción de bienestar familiar que pretenden fingir pero en la que terminan enredados. El edificio se derrumba hacia la caída del telón, exhibiendo el modo en que el pequeño tirano domina incluso el acontecimiento teatral que, en su calidad de mero personaje, debería excederlo. Pero esta demolición no es sino una constatación de que la construcción ya estaba rota: cuatro personas desde espacios diferentes del escenario habían procurando sostenerlo reuniendo con cuerdas sus fragmentos. Si las piezas compuestas por Nacho Ciatti y Alan Haksten son pseudo-germanas, la familia retratada también va al lugar de un símil incompleto de lo alemán. El padre encarna inclusive en este plano la ‘potencia’: representa la ‘alemanidad’ allí donde sus allegados se muestran como simples argentinos con nombres germanos. Pero lo ‘pseudo’, la falsedad, la simulación aparecen como característicos de los modos de relacionarse de cada uno de los integrantes de la familia-edificio.
En esta historia el mal es encarnado por un sujeto que es prisionero de sus fantasmas y por quienes se hacen pagar (y se cobran a sí mismos) los padecimientos pasados con intereses usurarios. En Alemania, la maldad sólo puede ser ejercida efectivamente por un alienado a quien todos parecen obedecer pero que no puede responder de sí.
Por Ludmila Barbero