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20 mayo, 2020

La estética del movimiento: las esculturas cinéticas de Anthony Howe

Por Rafael Giménez

La estética del movimiento: las esculturas cinéticas de Anthony Howe

Primavera en Orcas Island. Una camioneta acelera por la pista de aterrizaje de Eastsound. Lleva en el techo una enorme estructura metálica que se contorsiona a medida que el vehículo gana velocidad. Los vecinos lo conocen. Es Anthony Howe poniendo a prueba su obra más reciente.

 

Howe es un artista conocido mundialmente por sus espectaculares esculturas cinéticas. Conocí su trabajo en los juegos olímpicos de 2016, para los cuales construyó el caldero que albergó la llama olímpica en Rio de Janeiro. Consiste en una serie de anillos metálicos con complejas ramificaciones que se comprimen y expanden sobre sí mismos motorizados por el calor de la propia llama olímpica. El efecto visual es impresionante. Es que, de hecho, de eso se trata: de conmover al espectador.

El arte cinético se basa en la estética del movimiento. Íntimamente ligado al arte óptico, que trabaja con ilusiones, ambas expresiones juegan con las limitaciones perceptivas del ojo humano. Estas corrientes nacieron con el siglo XX y fueron adoptadas con entusiasmo por el movimiento futurista. Estuvieron también muy de moda en las décadas del ’60 y ’70.

Pero para entender cómo entra Howe en esta historia retrocedamos un poco en el tiempo.

 

 

Una casa en la montaña

Anthony nació en Salt Lake City, Utah, en 1954. Graduado en la Universidad de Cornell y en la Escuela de Pintura y Escultura de Skowhegan, durante la década del ’70 recorrió los Estados Unidos pintando retratos en carbonilla al costado de los centros comerciales. “Fue una época bastante divertida porque interactuaba directamente con la gente. Además, vendía todos los retratos”.

Las cosas cambiaron a fines de la década del ’70 cuando Anthony se instaló en Nuevo Hampshire. Allí construyó una casa de madera en la cima de una montaña remota y ahí sus pinturas cambiaron por completo:

“Cuando me instalé en Nuevo Hampshire las pinturas mejoraron mucho porque el tema, los paisajes, era algo que me apasionaba de verdad. Tuve la oportunidad de conseguir varias galerías que no tuvieron inconvenientes en vender estas obras. Pero después de un par de años haciendo esto se me hizo cada vez más difícil obtener satisfacción del hecho de pintar y la calidad de mis pinturas empezó a decaer. Era el momento de un cambio”.

La experiencia de haber construido su propia cabaña en una montaña sembró una semilla en Anthony Howe. Una semilla que crecería con los años hasta volverse una obsesión y un camino. Nuevos materiales y herramientas empezaron a ocupar su mente. Para calentar aquella casa armó él mismo unas estufas de leña utilizando unos tambores metálicos de 200 litros. Fue la primera vez que usó una soldadora. No sabía entonces que esa herramienta se convertiría en su principal instrumento de trabajo en los años siguientes.

Howe vivió y pintó en su cabaña de la montaña hasta que sintió que había cumplido un ciclo. Entonces, decidió vender su casa en New Hampshire y cambiar por completo su entorno: se mudó a Manhattan. Allí empezó a intercalar su producción artística con trabajos de medio tiempo. Nueva York no es una ciudad barata. Uno de esos trabajos consistía en construir estanterías de metal para una oficina. Fue entonces cuando descubrió un nuevo medio de expresión: el metal.

 

 

Un estudio en Nueva York

Hacía tiempo que Howe estaba interesándose en la estética del movimiento, pero este nuevo material habría de brindarle el impulso que necesitaba para dedicarse a la construcción de sus primeras esculturas cinéticas que se activan con el viento.

Para sorpresa de sus vecinos, Anthony empezó a exhibir sus primeras esculturas móviles sobre las calles de Nueva York, valiéndose de cables de ascensores en desuso que colgaba entre los edificios. Fue el comienzo de un nuevo estilo de vida:

“En Nueva York vendí mi motocicleta para comprar una soldadora MIG y una máquina de corte por plasma. Inmediatamente, mi satisfacción alcanzó un nivel muy diferente al que había experimentado previamente como pintor. Al mismo tiempo, mi habilidad para concebir nuevos trabajos se expandió exponencialmente. Fue como “abrir una puerta nueva”. Durante los siguientes años tuve un mandato poderoso que me dictaba el día a día. Era tan fuerte y sobrecogedor que cualquier otra cosa, como ver una película o leer un libro, se volvió una intromisión y una molestia”.

Anthony pasaba muchas horas al día en su estudio en un penthouse de Nueva York creando esculturas cinéticas, pero la cuestión estaba en cómo llegar al público. Había una galería en el Soho que mostraba interés en sus obras, pero estas no se vendían. Necesitaban viento para activarse. Entonces, una idea empezó a tomar forma en su cabeza:

“Un estudio al costado de la carretera principal que tenga el tipo correcto de tráfico, es decir: tráfico de personas que aprecien el arte y que tengan el dinero para invertir en él. Cuando vi la propiedad en la cual vivo desde hace treinta y seis años me di cuenta al instante que era perfecta”.

 

 

La casa en la isla

Las puertas del mundo del arte neoyorquino empezaron a abrirse para él. Incluso se incorporó a la Kim Foster Gallery en 1993, pero al año siguiente Anthony tomó una decisión que habría de cambiarlo todo: se fue a vivir al otro extremo de los Estados Unidos, a una isla pegada a la frontera con Canadá, sobre la costa del Pacífico, junto a su esposa, Lynne.

En Orcas Island construyeron su nueva casa/estudio y criaron a su hijo, Taj. Anthony diseña y produce él mismo todas sus obras, a excepción de aquellas que son demasiado gigantes como para poder hacerlas solo.

Mientras el mundo atraviesa su primera cuarentena global, le pregunto a Anthony cómo está y si todo esto ha interferido en su rutina:

“La pandemia no ha tenido mucho efecto en mi vida cotidiana, pero sí ha afectado a mis pensamientos. Después de todo, en esta profesión hay un creador y un espectador. Entonces, ¿cuál es el sentido si no hay espectador? Una pregunta interesante, sin duda. Uno podría preguntarse lo siguiente: si fueses el último habitante de la tierra, ¿seguirías haciendo cosas? Yo no creo que lo hiciese. Afortunadamente, las exhibiciones que tengo agendadas no han sido canceladas, sino que han sido puestas en espera. Por lo tanto, todavía hay un propósito en mis actividades. Pospuesto, pero existente”.

Suelo preguntar a los artistas que entrevisto durante la pandemia si han estado escuchando algo nuevo, si han retomado algún libro o si, en definitiva, esta situación les ha traído algún tipo de encuentro o reencuentro con el arte. Anthony me dice que tiene dos músicos favoritos a los que recurre asiduamente desde hace al menos diez años: Jon Hopkins y William Basinski. Se trata de artistas de música electrónica que buscan crear ambientes y sensaciones a través de la mezcla y la experimentación. No me sorprende que a Anthony le guste escucharlos mientras trabaja. Él también es un artista inconformista que está siempre buscando la forma, el movimiento y la sensación. Le pregunto si todavía pinta y me responde que sí, en cierta forma:

“A veces uso Sketchbook Pro en mi iPad para hacer “dibujos” bidimensionales, si se pueden llamar así. Creo que hace falta una nueva palabra para definir al arte digital como este”.

 

 

Las esculturas y el viento

Al contemplar sus obras, especialmente las de mayor tamaño, se me ocurre que hay algo de democrático en ellas, ya que por su propia naturaleza necesitan espacio y viento, lo que las hace más apropiadas para espacios abiertos y públicos que para galerías y museos.

“La mayoría de mis trabajos no dependen del espacio donde se instalan, ya sea en interiores o exteriores, pero por lo general dependen del movimiento del aire para activarlos. También uso motores cuando no resulta conveniente contar con el viento o con un ventilador”.

En relación al “carácter democrático” de sus obras, Anthony no parece estar muy convencido de la palabra que he escogido. Ama lo que hace, sin duda, pero también reconoce sus desafios:

“La exhibición pública de arte no es algo nuevo, incluso en países no democráticos. Lo que sí he descubierto es lo difícil y muchas veces poco rentable que resulta el proceso de emplazar una escultura en un espacio público. Además, para que una escultura móvil dure y no se caiga a pedazos en los diversos y cada vez más impredecibles ambientes del planeta se necesita un proceso largo de aprendizaje. Veinte años, al menos”.

Le pregunto por sus planes a futuro. Me cuenta que acaba de terminar su última escultura a gran escala. Se trata de una obra de más de seis metros de altura y con un peso de quinientos kilos. Anthony solía hacer este tipo de trabajos solo, pero el tiempo pasa para todos. No descarta aceptar trabajos grandes por encargo. Pero en tales casos él se encargará del diseño, dejando a otros la etapa constructiva.

El prefiere centrarse ahora en obras más pequeñas e íntimas. Obras que pueda llevar adelante él mismo desde la concepción hasta la elaboración final. Sospecho que una de las etapas que más le gusta de todo el proceso es el momento de poner a prueba el mecanismo.

Anthony ha llegado a un acuerdo con el aeropuerto local de Orcas Island. Por eso no es raro verlo de vez en cuando conducir su camioneta a toda velocidad por la pista de aterrizaje con una escultura cinética amarrada al techo. Es un test difícil de llevar a cabo en la ciudad de Nueva York.

El parque que rodea su estudio en la pequeña localidad de Eastsound está lleno de esculturas metálicas que se balancean, retuercen y mutan con el viento.

Hay algo hipnótico en ese movimiento continuo. No se puede dejar de verlas y admirar ese misterio. Es como el fuego, algo primario. Como sucede con la danza, se trata de la estética del movimiento.

 

 

Mirá las obras de Anthony Howe acá: www.howeart.net 
Seguí a Anthony Howe en Instagram: @anthony.howe.art

Todas las imágenes y videos han sido extraídos de la página web de Anthony Howe.