Calíope no existe
Sábato, De Miguel, Castillo y el proceso creativo.
Por: M. Fernanda Silvente
Hay una breve pero ampliamente famosa listita de acciones que circula en el imaginario social como una antigua hoja de ruta que nos encamina hacia la trascendencia: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Dada mi nula experiencia en materia de pañales y mis funestos antecedentes como cuidadora de plantas en vacaciones, voy a dedicar este texto al tema de la escritura.
Poco tiempo atrás, me topé con un artículo periodístico que afirmaba que el fenómeno de las ediciones de autor impulsa una industria de gran crecimiento en nuestro país. Hacia la mitad de la lectura, me vi casi forzada a detenerme a contemplar la imagen mental de ese florecimiento y a preguntarme, entre otras cosas, si sería muy exagerado decir que corremos el riesgo de que la mala prosa nos tape el cuello.
No intento desacreditar a la producción independiente ni a las obras sin escuela. De hecho, ni siquiera confío lo suficiente en los críticos y las grandes editoriales como para dejar a su criterio mi desarrollo como lectora; pero estoy tan cansada de tropezar con los fervorosos creyentes de la inspiración divina, que me crispa la idea de que lleguen a multiplicarse y permanecer.
De los innumerables regalos que la cultura griega ha hecho a la humanidad, el mito de las musas y su mágica incidencia en las artes debería ya ir a parar al altillo, junto con los adornos de Navidad y los tapados con olor a naftalina. Esto, claro, según mi modesta opinión, porque estoy convencida de que la idea del genio creador, de la iluminación espontánea, coarta las posibilidades de crecimiento de los escritores noveles y, por lo tanto, de la verdadera literatura independiente.
El camino del escritor es, más que divino, fragoso; se requiere un temple especial para tolerar el rechazo, humildad suficiente para no quedar atrapado en las críticas obsecuentes, y la paciencia de un santo para ajustar cada enunciado hasta que la máquina textual funcione como un reloj suizo. Para quienes no se sientan motivados por esta frase y aún se nieguen a renunciar a la espera de la musa, tres escritores de renombre, a través de diferentes entrevistas, hablaron sobre sus métodos de trabajo. He aquí un breve retrato de sus técnicas:
Sábato
Si bien en algunas entrevistas aclaraba que escribía sus respuestas con prisa y de manera instantánea, está claro que el autor no concebía la escritura como el producto de un genio creador. Sin desmerecer la esencia de cada escrito, ese impulso inicial que creía importantísimo conservar y no desvirtuar con el correr de las modificaciones, entendía la escritura como un proceso. Hacía planes iniciales que iba moldeando a medida que desarrollaba el texto, como si los personajes fueran cobrando autonomía y decidiendo sobre sus propias acciones. Efectuaba múltiples correcciones hasta lograr el producto final.
María Esther de Miguel
También vivía la escritura como un proceso, aunque con algunas diferencias respecto del modo de trabajar de Sábato. Definía la estructura de la novela antes de comenzar y luego iba dándole forma al cuerpo textual, lo enriquecía, lo moldeaba y añadía la perspectiva de un tercero como uno de los puntos de referencia para las numerosas revisiones y correcciones con que cerraba el proceso de trabajo.
Abelardo Castillo
Castillo hace una aclaración que lo distingue de los otros dos autores, no porque no conciba la escritura como un proceso, sino porque afirma que, para él, sus textos nunca están terminados. Parte de borradores rápidos, relatos orales que pasan a garabatos desprolijos y que van tomando forma con el arduo trabajo de escrutinio y rectificación. Afirma, además, que no hace planes para sus cuentos, puesto que la circularidad propia de ese género impide separar el “cuento” del “plan”: ambos son la misma cosa. Al igual que De Miguel, apela a la perspectiva de amigos y conocidos.
Los tres caminos descritos convergen en otros puntos que aparecen como constantes y se arriman, quizás, a la idea de la “inspiración”: la irregularidad de los períodos de producción y el impulso repentino de lanzarse a escribir. Pero ninguno habla de un genio creador espontáneo. Si vemos el vaso medio lleno, dicha inexistencia, lejos de desalentarlos, liberará de la espera a todos aquellos aspirantes que se ven aplastados por el paso de una infructuosa hora tras otra; nos cargará con una renovada avidez de progreso y nos preparará para el camino al objetivo que es, además de duro, solitario. Porque, amigos, no lamento decirles que Calíope no existe.
M. Fernanda Silvente.