Dos artistas ingleses y famosos a las trompadas
Por Lux Lindner
El arte trata de la vida, el mercado del arte, del dinero. Damien Hirst
Tengo la mayor de las simpatías por este muchacho que pinta —que ya no es un muchacho, porque tiene más de 70 abriles— que se llama David Hockney. Casi diría que fue David el que me dio permiso para seguir dibujando con lápices de colores cuando me hice hombre grande y el descubrimiento del óleo y la serigrafía quería llevarse todo por delante.
El respeto que David le tiene a la tradición, un respeto que en el caso de su relación con Picasso toma la forma de una veneración fructífera y nada paralizante, me parecen ejemplares en un mundo como el del arte contemporáneo, que chorrea ingratitud, amnesia y debilidad por las canchereadas de laboratorio.
En contraste con lo anterior, la mayor parte de la obras de Damien Hirst que he podido ver me parecen materializaciones de avivadas mercadotécnicas y oportunistas, morbosas, algo flasheras cuando se las cuenta en una reunión que decae, pero vacuas, a la postre. La esperanza de vida de estas criaturas no es mucho más grande que la de un buen chiste. Antes de servir a los enamorados de la poesía visual, muchas obras de Hirst pueden, eso sí, dar lecciones a gente de la publicidad, el marketing y mafiosos del alma afines.
Aun así, debo decir que en la recientísima pelea que parece haberse armado entre Dami H. y Davi H. no puedo ponerme del todo del lado de Davi H.
Para quienes no están al tanto tengo que contar un poco como se armó el tole-tole:
De un lado del ring, David Hockney, prócer del pincel si los hay, tanto que ha sido distinguido con la Orden del Mérito por una parienta de la Duquesa de Alba.
Del otro lado del ring, Damien Hirst, hoy por hoy, artista vivo más cotizado del mundo y superstar del Young British Art.
Hockney es el que sale al ring; critica duramente el hecho de que Hirst recurra a ayudantes para ejecutar las obras que después firma. «Es un poco insultante para los artesanos», dice Hockney a una revista, y cita un proverbio chino según el cual, para pintar «se necesita el ojo, la mano y el corazón – dos elementos no bastan». Hockney nos recuerda —no sin orgullo— por su parte, que «todas las obras exhibidas han sido realizadas por el propio artista, personalmente» en su próxima exposición en la Royal Academy of Arts, que incluirá paisajes realizados con un iPad.
De la contestación de Hirst a las críticas de Hockney hasta el momento nada ha trascendido, aunque se nota que algunos teorizadores han salido a embarrar preventivamente la cancha. Quisiéramos darles una mano desde nuestro médano desecado.
Empecemos diciendo que no es nada secreto que Hirst ha recurrido de modo reincidente a fuerza de trabajo externa para realizar su obras en distintas técnicas. Su cráneo de platino con más de 8000 diamantes, vendido en subasta por cien palos verdes, fue realizado por un joyero, y su tiburón en formol, por embalsamadores a sueldo. Ni siquiera para sus pinturas de puntos equidistantes levanta la mano con el pincel por demasiado tiempo: «En cuanto vendí uno, utilicé el dinero para pagar a gente que hiciera los demás. Lo hacían mejor que yo. Me aburría. Soy muy impaciente».
Recordemos que históricamente son muchos los pintores que han tenido ayudantes en algún momento de su carrera, especialmente si conocen la particular maldición del éxito. En el siglo XVII Rubens no pasa la mayor parte de su tiempo pintando sino viajando, porque cumple misiones diplomáticas que derivan en encargos …o está de farra, porque le gustan el buen novi y las big bottomed girls. Mirando atentamente sus cuadros (admirables, aun en su carácter de trabajosa chupada de medias a los mandamás del momento) es posible rastrear la inteligente división del trabajo de taller que le posibilita crear una vasta obra sin soltar la copita; alguien le termina los paisajes, hay un especialista en pintar animales, etcétera. Como productor de objetos suntuosos que incluyen imágenes, Rubens está más cerca de figuras de fines del siglo XX como Jeff Koons o Takashi Murakami que con su encomiado contemporáneo, Rembrandt. Claro que Rubens boceta muy bien, es un capo del storyboard epocal que pone su sello personalizador al planteo inicial y al resultado final. Cabe preguntar: ¿es Hirst tan bueno a la hora de poner el sello personalizador?
Dado que, como se ha dicho, Hirst utiliza técnicas muy diversas, no solo pintura, determinar esto es más difícil de lo que parece.
Anyway, en nuestra época la práctica de delegar la materialización de algunas obras a terceros está totalmente naturalizada. Recuerdo que a mediados de los años 90 en Nueva York fui a visitar a un artistejo que se llamaba Mark Kostabi. El tipo te recibía de traje con la mejor de las sonrisas y te charlaba de lo lindo en especie de living. Si querías, podías poner una moneda de un dólar en una ranura y se abría una ventanita cual guarida del Pingüino que, por un minuto exacto, dejaba ver el ejército de tipos que estaban pintándole los cuadritos al Sr. Kostabi, de temas y formato variadísimos. Cero culpa, claramente.
Primera cosa para decir, en resumen: la «denuncia» de Hockney llega un poco tarde.
Segundo punto: tras la revolución duchampiana del siglo XX, en la que se va imponiendo la idea de que cualquier cosa puede terminar siendo una obra de arte, recostarse solamente en un aspecto técnico-artesanal de su producción se vuelve totalmente insuficiente. Hoy por hoy, existen maneras de hacer que unas latas podridas se transformen en arte y —esto es algo preocupante para los latinoamericanos que se enamoran de la carbonilla— existe la manera de que unas pinturas virtuosamente realizadas no pasen de ser una especie de crochet pastoso con aspiraciones comerciales donde el Espíritu del Mundo no podría entrar ni a punta de pistola.
No me parece que Hirst haya tratado de atacar a ningún artesano. Claramente ha dicho que le fastidia terminar sus propias obras. Si hubiera escondido a sus asistentes, o si tuviera un taller lleno de inmigrantes clandestinos a los que deporta una vez embalsamado el tiburón o descuartizada la vaca, habría derecho a quejarse. Pero entendemos que no es así. Es un artista postconceptual más ocupado en la invención propiamente dicha y en los efectos de comercialización; no desciende al infierno de los detalles.
Es interesante, creo que el statement de Hockney lo subestima a él mismo. En él, no admiramos solamente una destreza artesanal producto de un adiestramiento, sino ante todo, un punto de vista intelectualmente construido de manera propia. El artesano se confoma con un punto de vista preexistente y lo desarrolla de una manera que puede ser magnífica; pero en esa externalidad del punto de vista está su diferencia con el artista. El genio realiza obras maestras para despedirse del artesano interior y lanzarse a esferas de pura actividad, liberado del peso de la materia.
Quería decir algo para terminar, y es lo siguiente: espero que este altercado se resuelva pronto y no pase a mayores. Sería terrible que estos artistas se retaran a duelo, porque Hockney iría en persona al campo del honor y Hirst contrataría a un sicario con toda la puntería. Debe conocer a más de uno.
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