El cuerpo en la praxis psicoanalítica
Zulema Lagrotta
Bajo esta denominación se desarrollará lo que seguramente habrá de ser un prolífico e intenso trabajo que se desplegará en el seno de nuestras XIX Jornadas, dedicadas en esta ocasión al cuerpo en su necesaria articulación a la praxis analítica.
Hacemos propia la especificación que Roberto Harari sitúa en el título de su último y póstumo libro, que sin duda inspira la labor de estas jornadas: ¿Qué dice del cuerpo nuestro psicoanálisis? Dicha especificidad reside en el término «nuestro» —que hemos resaltado— al cual es más que pertinente adherir para aclarar que nuestras propuestas y debates girarán respecto del lugar del cuerpo en nuestra praxis psicoanalítica.
¿Por qué tal deslinde? Por más de una razón. El tema del cuerpo —tal vez sobre todo en esta época de profusa difusión masiva— atrae el convergente interés de varias disciplinas ajenas al psicoanálisis cuyas voces se hacen oír, unas veces informando desde el discurso de la ciencia, y otras, hasta predicando sobre ciertas políticas de los cuerpos con gravitación sobre lo que suele llamarse el imaginario social. También desde la psicología y hasta de ciertas vertientes psicoanalíticas solemos percibir cómo se banaliza al cuerpo que, sin duda, entendemos, debe considerarse uno de los conceptos relevantes del psicoanálisis.
Algunas disciplinas propician diversas técnicas o actividades corporales como medio de terapéutica psíquica, cuyos aportes pueden incluirse en el ámbito de las «extensiones del psicoanálisis», en el sentido de «importar» sus concepciones y nociones, no sin intentar insertarlas, para su inteligibilidad y establecer su pertinencia, en el corpus de nuestra teoría. Si, por ejemplo, admitiéramos la benéfica incidencia de la danza u otra expresión corporal análoga en la cura de algunas afecciones graves, no lo haríamos sino por haber establecido los fundamentos conceptuales —los de nuestro psicoanálisis— que ponemos permanentemente a prueba para saber en qué y cómo basar tal positiva influencia.
Desde tiempos ancestrales, como lo indica Lacan, se han empleado técnicas sobre el cuerpo —hasta las más impresionantes— para penetrar en sus misterios, para intentar ver en su oscura intimidad, cuando no, y precisamente derivado de ese profundo desconocimiento, efectuar sobre él transformaciones: desde diversas nuevas escrituras e inscripciones hasta escaras y mutilaciones.
Decir sobre el cuerpo desde el psicoanálisis requiere partir de las causas reales de ese constitutivo des-conocimiento, tan «con-natural» al ser hablante como lo es la Spaltung que lo ha constituido como sujeto de lo inconsciente. Nada sobre él puede abordarse sin delinear las redes conceptuales en el seno de las cuales deben trazarse las vías de su articulación para localizar su estatuto y establecer su inteligibilidad.
Decíamos que es un concepto relevante. Sí, porque no puede sino anudarse a los grandes fundamentos del psicoanálisis; queremos decir que forma cadenas borromeas entre ellos. En principio, el cuerpo se inscribe necesariamente en dicha condición, que vimos aparecer para los tres registros de la experiencia: Real, Simbólico e Imaginario, por lo cual es posible establecer, al discretizarlos, lo que de cada registro se puede localizar para el cuerpo, y determinar cómo lo que caracteriza a cada uno depende de la existencia de los otros dos. Preferimos hablar de lo R, S e I del cuerpo y no usar los registros como mera calificación (por ejemplo, cuerpo real).
Cabe destacar, por lo tanto, que la difundida homologación del cuerpo a lo Imaginario carece de todo sustento. La imagen y/o lo Imaginario del cuerpo depende de las escrituras simbólicas que provienen del campo del Otro, con efecto pulsinalizante sobre el que por eso habrá de constituirse cuerpo, tanto como de lo que resta reprimido primariamente formando el lecho de lo Real pulsional.
Se trata de lo que Lacan llamara corpsistencia, que no se reduce a la consistencia simbólica y/o imaginaria, sino a la cadena «entera» —en lo que se afirma su estatuto real; allí inscripto, el cuerpo, mantiene su estatuto «respetable»—. Si alguna de ellas se cortara el cuerpo, acusaría el golpe; por un efecto de lo Real podría desmoronarse, ser invadido por la experiencia de caer en pedazos o de sufrir su desprendimiento como una envoltura vacía.
La ubicación del cuerpo en esa cadena —no sin, a veces, enfrentar alguna ruptura— responde también de, y a, otra articulación borromea: (en) la que (se) sostiene con Inconsciente y Pulsión. Resulta también imprescindible la inclusión del Fantasma, tal vez como cuarto nudo que anuda los tres citados, y dada la estrecha referencia conceptual que guarda con ellos; aunque cabe la posibilidad que cada uno de los otros tres cumplan tal función respecto de los restantes.
Ya en Freud es posible leer casi todas estas articulaciones, tanto como los más que indicios para recoger sobre el promisorio concepto forjado por R. Harari y denominado por él Realenguaje. Por supuesto, tal «tendenciosa» legibilidad nos es permitida porque la enseñanza de Lacan baliza esos encuentros. Entendemos que solo el recorrido de toda su obra permite un abordaje riguroso del cuerpo y requiere, por lo demás, un laborioso trabajo de articulación y no menos de cierta innovación en los fundamentos… de ahí la pertinencia de nombrar nuestra praxis.
El cuerpo, en su corpsistencia, es efecto de la vida del lenguaje, y de eso nacen las pulsiones —sí, «donde eso estaba…» en el lecho del original goce del Otro (primordial)—. Ellas resultan de la lengua —en especial referencia a la materna— que insemina tejiendo trazos, surcos y retoños; un decir soportado de la lengua posee efecto de escritura sobre el cuerpo, al que pulsionaliza e introduce en el goce.
El orden escripturario del cuerpo posee distintos órdenes de legibilidad, incluso la imposible de discernir; desde las muy legibles metáforas que, impotentes, intentan decir la verdad del síntoma hasta las impasses del goce que hablan-vociferan en-cuerpo.
A nivel del Realenguaje, especialmente, la lengua, como escritura gozante, hunde sus arborificadas raíces, profundas y profusas, en el cuerpo. Forman lo indecible en él, lo Real de su goce con el Otro… inexorablemente perdido por la acción del orden significante (el logos) que abre cisuras y agujeros en el seno de las más o menos turbulentas o confusionales escrituras del goce original.
A él, mítico, sin duda, no se retorna, mas las constricciones de variable grado que el formalismo simbólico impone al cuerpo, pueden desde flexibilizarse hasta producir nuevas cadenas de lenguaje, dis-cordantes, aleatorias, pero eficaces a la hora de propiciar nuevas inscripciones pulsionales y correlativamente otra distribución de los goces inherentes al cuerpo, o articulados a él, como ocurre en casi todas las manifestaciones del arte. Desde esta otra versión del lenguaje, entre-tramada con lo Real en sus distintas formas de experiencia, es posible también inscribir al cuerpo en las orientaciones posibles de la invención y los artificios propios de la producción sinthomal. Mutaciones novadoras son posibles —como categoría modal—, para que la experiencia vívida en el cuerpo propio no solo suponga su revitalización, sino haga del ser hablante un ser liberado de las constricciones impuestas por la servidumbre de la imagen. Hasta es posible alcanzar un cierto goce del ser, como destellos fugaces, pero inequívocos, a la hora de poner en causa nuestro saber-hacer-allí-con… lo que nos ha constituido en-cuerpo… de ser hablante.