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El grito que arde en el nombre: las Juanas como archivo viviente

Por Julieta Strasberg

El grito que arde en el nombre: las Juanas como archivo viviente

  Por Julieta Strasberg


 Crítica teatral de Las Juanas, de Agustina Toia y Severo Callaci

Obra imprescindible. Ritual poético-político de enorme fuerza simbólica. Un unipersonal encarnado con el cuerpo, la memoria y el deseo. Una pieza que interpela, emociona y deja marca.

Ocho nombres, un solo cuerpo

No es casual que Las Juanas haya comenzado a gestarse en 2011, ni que su escritura haya madurado durante años, desde 2015, hasta encarnarse en un unipersonal escrito durante bastante tiempo, quizás toda una vida. Tampoco que la actriz sea también la dramaturga, que el cuerpo que escribe sea el que actúa, que la palabra que nombra sea la misma que suda, canta, vibra, invoca.

Agustina Toia, nacida en un pueblo pequeño en Rosario, intuyó que había un más allá: de las formas, de los mandatos, de los relatos aprendidos. Vivió siete años en Europa y desde allí trajo consigo a cuatro Juanas latinoamericanas —Manso, Azurduy, Sor Juana Inés y de Ibarbourou—, que se entrelazan con cuatro europeas —Juana la Loca, de Arco, la Papisa y Marturano—, no para ser comparadas, sino para estallar juntas en un mismo cuerpo escénico. Para borrar las fronteras entre historia y mito, entre mujer y voz, entre lo político y lo poético.

No hay una Juana: hay muchas, o, tal vez, hay una sola que se multiplica. Toia no representa a ocho personajes: los encarna, los transita, los habita y los deja pasar. Las Juanas se le filtran por la piel y se le meten en la lengua. Se le mezclan en las costillas. Es teatro de la sangre, no de la imitación, y porta sobre su cuerpo la memoria fragmentada de esas mujeres que, a lo largo de la historia, fueron tildadas de locas, de santas, de brujas, de traidoras, de mártires. Y que, sin embargo, resistieron.

 

 

Desde que se abre el ritual escénico, la obra no pide permiso: convoca. Convoca a la carne, al grito, a la lengua oculta de las que escribieron con seudónimo, de las que murieron por amor, de las que pelearon con sable o con poesía. Convoca a esas que la historia intentó domesticar, y que el teatro —por suerte— vuelve a encender.

En Las Juanas se hereda el nombre, el grito, la escritura negada.

Brujas, santas, locas, putas

La historia las dividió en categorías: brujas o santas, mártires o histéricas. El psicoanálisis y el feminismo ya han señalado esa matriz: la mujer fue mirada por el Otro a la manera del exceso, del enigma, de la amenaza. Silvia Federici, en Calibán y la bruja, lo dice sin rodeos: las mujeres que pensaban, sanaban, deseaban o simplemente no obedecían fueron quemadas, medicadas o encerradas. Desde el psicoanálisis podríamos pensar esta obra como un intento de subjetivación de lo excluido. En Las Juanas, el Otro es patriarcal, colonial, religioso, médico, judicial. Y esas marcas no cicatrizan: se teatralizan.

El nombre completo lo anticipa: Las Juanas, una herejía cósmica. En escena, Toia recupera esa herejía. ¿Herejía contra qué? Contra el canon, la obediencia, la versión hegemónica de la Historia que reduce. En este unipersonal femenino y feminista, la herejía se vuelve cósmica en ese deseo que no cabe en una sola vida, en esa rabia ancestral que busca formas de expresarse. Porque ya no se trata solo de narrar vidas de mujeres excepcionales sino de encarnar la fuerza que las atravesó, la lucha por la palabra propia y por el amor que no domestica.

Al igual que Cristina Escofet en Maldita Juana, Toia denuncia la patologización del deseo femenino y la cárcel como castigo del poder a quien no obedece. Las Juanas amaron, pelearon, parieron, escribieron, y fueron negadas. Silenciadas por el mismo sistema que luego estampó sus rostros en billetes. Y Las Juanas no busca corregir ese gesto: lo incendia.

 

 

El cuerpo como archivo

El texto poético se apoya en un dispositivo físico impecable. Con apenas dos sogas para tender ropa, sábanas blancas, broches, un vestido que vuela y se transforma, Toia construye una escenografía simbólica: casas, plazas, celdas, ventanas, patios. Esos mínimos elementos —los mismos que durante siglos fueron parte del universo doméstico femenino— levantan un teatro de combate que conecta con la noción de écriture féminine, escritura que desborda norma y lógica.

Acá, el cuerpo se traviste – anciana, soldada, madre, religiosa-, la tela es también carne y la sábana se vuelve grito. La escena es paisaje, herida, campo de batalla y de juego. Cada gesto tiene peso cuando la transformación es política.

 

 

La voz pasa de la baguala de Juana Azurduy —trémula, dolida por un hijo perdido— al monólogo confesional de una Ibarbourou envejecida, morfinómana, atrapada en una memoria sin redención. La voz en off lo resume sin eufemismos: “la sociedad es el hombre”. Y lo dice una mujer. Una Juana más: Manso, lúcida, educadora, silenciada pero nunca mansa.

En escena, Juana de Arco se superpone con Juana Azurduy; Sor Juana dialoga con la Papisa; Manso con Marturano. El cuerpo de Toia es vehículo de transmisión simbólica, en soporte del deseo que no pudo decirse, en archivo afectivo de todas esas mujeres que no encontraron lugar —ni ley— para nombrarse. Toia escribe y actúa con el cuerpo entero: voz, gesto, ritmo, vibración. Cada movimiento es una página arrancada a la historia oficial, esa que omitió nombres propios y borró genealogías femeninas.

No hay representación lineal ni estructura narrativa clásica: lo que hay es atmósfera. Secuencias que emergen como flashes de memoria, en tiempos que se desdibujan. Una escena que se convierte en palimpsesto: capas y capas de historia, mito, carne y palabra, vibrando en simultáneo.

Escena de lo femenino

Desde el primer cuadro —una Giovanna Marturano nonagenaria subida a un banquito con un paraguas rojo—, sabemos que no asistimos a una obra convencional. El personaje habla con su camarada muerto, es Hitler y habla con un alemán inventado, con las llaves de la ciudad en la boca a la manera de su bigote. Se define: comunista, partisana, antifascista. Y nos advierte: “mejor morir de pie que vivir de rodillas”.

 

 

A partir de ahí, se suceden figuras que no están ordenadas ni explicadas. La lógica es la del inconsciente: asociaciones libres, resonancias, símbolos. Hay misterio. Hay preguntas. ¿Importa no entender quién es la Juana que se hace presente? Aun quien no reconozca a cada Juana puede habitar la emoción, porque no se trata de entender sino de ser afectado.

Y entre tantas mujeres, ¿cuál es el lugar de los hombres en esta obra? Juana la Loca habla con su esposo muerto, que nunca preguntó por ella. Lo busca en los pájaros. Repta en la penumbra como quien persigue una luz lejana. Su vestido vuela. Y con él, el deseo de no ser olvidada. Juana de Arco interpela a su tropa desde lo alto. El hombre aparece aquí como testigo ausente, verdugo, destinatario de un discurso que ya no se calla. Sor Juana se confiesa ante un cura, pero también ante el silencio de un padre que no estuvo. En definitiva, las Juanas -en plural- comparten una ausencia: la de los hombres que no las escucharon, no las creyeron, no las amaron. O lo hicieron desde el poder, están afuera. O tal vez, en el público.

La dirección de Severo Callaci, desde su lugar de varón,  no subraya ni ordena. Deja fluir lo fragmentado. Y ahí está el mérito: sostener el misterio, que el público no necesite entender para emocionarse. Porque Las Juanas no se explica. Es una obra – experiencia, que exige estar presente. El público atraviesa misterio, risas, estremecimientos. Y en tiempos donde los discursos se polarizan y los cuerpos se vigilan, una obra que pone en escena la contradicción, el deseo, la locura y la herejía como fuerzas vitales, se vuelve urgente.

La palabra está, pero no alcanza. El texto —poético, denso, fragmentario— bordea lo inefable. Las voces en off, los objetos, las máscaras, las luces, los sonidos: todo habla pero nada explica. Y esa es una de las virtudes de la obra: no baja línea, no traduce, no enseña. Simplemente pulsa. Porque Las Juanas no busca representar la historia: busca conjurarla. No quiere explicar a las mujeres: quiere que vibren. Y para eso, hay que dejar caer el sentido, hay que abandonar la lógica y abrir la puerta al cuerpo. Dejar que lo simbólico se erosione, y que el ritual haga lo suyo: alojar lo que no se dijo.

 

Un ritual de restitución

La escenografía de Lucas Comparetto y la iluminación precisa develan, ocultan, fragmentan. La música —con piezas de Sol Gabetta— atraviesa en un rezo pagano. El vestuario, las máscaras, los objetos: todo colabora a esa dimensión casi litúrgica que tiene la obra. Porque lo que vemos no es solo teatro: es una ceremonia y una restitución simbólica, una grieta abierta en la piedra del relato histórico.

Las Juanas no busca resolver sino quemar(se). Y en ese fuego que arde en la voz de Agustina Toia, algo de nosotras —hijas, madres, amantes, lectoras, guerreras— también empieza a arder.

¿Qué queda en nosotros cuando salimos del teatro? Un nombre plural, un cuerpo en llamas, y una certeza que no necesita explicación: alguna vez, fuimos Juana.

Las Juanas, una herejía cósmica
  Teatro La Carpintería – Jean Jaurès 858 – CABA
Sábados de abril y mayo – 20 h
IG: @toia.callaci