Estamos de viaje
Por Luciana Siguelboim
Porche de habitación de hotel. Cariari, Costa Rica.
Hace veintinueve horas que estoy despierta. Arrastré la mesa y el ventilador afuera para escuchar a las aves y aprovechar la última luz de la tarde. ¿Me siento sola? Sí y no, para citar la curiosa respuesta recurrente de uno que me crucé por aquí.
Voy a empezar por el principio de este doble día que para mí todavía no terminó.
Ayer al mediodía, Buenos Aires, envuelta en un calor inusual para la época, me puso cara a cara con un amigo que me gusta. Llamémoslo Pedro. La tarde colgaba fuera del tiempo, o el tiempo, sacudido de su eje por la temperatura, se esparcía sobre nosotros como almíbar. Olíamos aire de vacaciones. Baste decir que Pedro, a quien veo siempre de traje y corbata, se había puesto bermudas. Pasamos horas caminando y charlando, tomamos sol con guitarra, hicimos compras, disfrutamos en casa de mi famoso entrevero de frutas dulces procesadas y terminamos entreverados dulcemente procesando impulsos contradictorios. Quizá por la excepcionalidad de la secuencia—aunque tampoco hay que descartar el atroz jet lag en el que escribo—tengo la sensación de que lo último, lo que no tenía precedente entre nosotros, puedo haberlo soñado. Pero no. La inesperada apertura sucedió, y enseguida destapó un sabor amargo, porque cortó el fluir que siempre tuvimos a manos de una de esas circunstancias que abundan en nuestro mundo: cupo aclarar que Pedro está en ‘pareja’ con una persona que está en pareja con otra persona. O, más bien, Pedro está en pareja con una persona que está en ‘pareja’ con otra persona. O quién sabe cuál es la nomenclatura adecuada para esa situación. La cuestión es que yo vine a ponerme en eslabón de una cadena de amores fragmentados y tironeados. Y no me gusta. No lo quiero. Es el colmo de los espejos: estar esperando entrega de parte de alguien que está esperando entrega de parte de alguien que está a medias.
Se ve que necesitaba que cayera sobre mi cabeza el último pedazo de un techo ya muy viejo… Boca arriba sobre la cama, del brazo de alguien que en realidad no está, vislumbrar de pronto el cielo alumbró el espacio que estuve ocupando. Atardecía, y pude terminar de tomar la decisión de mudarme de un lugar que ya no me sirve: el de la segunda, o de la menos, o de la que no basta, o de la no valorada del todo (por mí, claro está; todo esto es de mí hacia mí, más allá de los bellos personajes que vengan como invitados de honor a jugar a mi estructura). Ahora que crucé un continente, puedo verlo así, pero el instante que prepara la saturación puede engañar con una tremenda sensación de impotencia, y dolió.
Pedro se fue de casa y me quedé triste. Me quedé tonta. Mientras terminaba de hacer la valija, recordé que esa noche tenía previamente arreglada una posible visita real de un amante virtual con quien oscilo hace un tiempo. Llamémoslo Bob. Bob vive en Nueva York. Bob, of course, porque mi inconsciente es más simple de lo que parece, también tiene pareja. Tras el golpe de la tarde, me comuniqué con él para balbucear digitalmente unas palabras que patearon la reunión indefinidamente.
Vino Diego, viejo amigo, a cenar a casa. Trajo calabaza y curry y su misantropía de siempre pero exacerbada. Como suele hacer, usó quince ingredientes de los que tengo pero a veces esquivo, y comimos fajitas con mucho sésamo y más jengibre. Avanzaba la noche y Diego se despachaba sobre conceptos como la inconexión y la intrascendencia, vivencias ajenas a mí pero que, en el contexto de ayer, reverberaron contra mis heridas. Se hicieron la 1 y quedé nuevamente sola, estaqueada sobre el parquet en medio del living a media luz. La combinación de experiencias me había dejado alienada. Suspiré la idea de otro viaje sola. El barrio era todo lucecitas y yo era un fosforito entre dos ventanales, con la cabeza ya quemada, aún esperando ser encendida por un vínculo amoroso pleno, sin histerias, sin parcialidades, sin ambigüedades.
A las 3 y media de la mañana me pasó a buscar el remis para ir a Ezeiza. Anduvimos las calles a oscuras y sin tránsito, como en una de esas escenas de comic que destacan los faros del auto y la imprecisa silueta de la mujer mirando por la ventanilla. Cruzamos la ciudad a toda velocidad; yo fui atravesada por la sensación de estar abandonando la realidad. A eso de las 4, 5, 6, nada como la burocracia aeroportuaria para devolverme a lo mundano sin dejar de prolongar el absurdo que se iba acumulando con el insomnio obligado. Agridulce la eterna fila del check-in, esa fusión de autor anónimo entre lo trivial y lo exótico. Antes del embarque me arrastré por el free shop con el fin de comprar unos auriculares nuevos y una medialuna inflable para el cuello. En dólares todo suena barato. Para qué hacer la conversión. El avión despegó y la imagen de mi cabeza, enmarcada por la medialuna y los imponentes auriculares, era la versión posmoderna de una madonna enrulada con ojos entrecerrados. Permanecí todo el viaje en estado de duermevela. Amaneció. El avión bajó en Lima y, contra lo que esperaba, tuve que hacer trasbordo. Estaba agotada, abatida y, de pronto, pensé que hacía rato que no agradecía lo que estaba viviendo. Las últimas horas habían borrado de un plumazo esa práctica habitual en mi mente. Así que agradecí, sintiéndome una niña malcriada que se deprime camino al Caribe.
Entrando en el segundo avión, una familia me pidió que cambiara de lugar con uno de sus integrantes para que pudieran viajar juntos. Resultó que el asiento al que me destinó la movida pertenecía al sector Business. En el enorme espacio para mis pies sólo faltaba un felpudo de bienvenida… El universo se reía conmigo y yo me reía de mí. Recordé aquella frase de Suravi: “yo me trato como una reina, entonces la vida me trata como una reina”. En este caso había sido al revés: agradecer lo que era y que la vida decidiera tratarme como una reina para que me diera cuenta de que esto es elección mía. De repente, todo era diferente. Era la otra Madonna. Miraba por la ventanilla las nubes que dejábamos abajo y posaba como si del otro lado del vidrio hubiese un fotógrafo de la revista Gente. Surcaba ese cielo que había visto abrirse el día anterior. Comía tortellini con salsa rosa en plato de cerámica, con cubiertos reales y servilleta de tela sobre la falda. La azafata—evidentemente no informada del cambio de asientos—me decía “señorita Luna” y yo, encantada con el personaje, mirando hombres grandes jugar jueguitos de video en sus I-Pads. Mi compañero de fila me preguntó “¿es usted costarricense?” y yo, muy ajena a mí y en mi salsa rosa, respondí: “no; porteña”. Glamour con olor a avión, se llama.
Una vez en tierra, siguen tres horas de micro dormitando como un perro con la cabeza fuera de la ventana y alucinando con el aire de selva y las vistas neblinosas, con mi cara de fascinación que Pedro imita bien. Estar rodeada de gente con pieles de colores tan distintos al de la mía es como tomar un vaso de agua y respirar profundo: me refresca. Me saca de mi mundito y me encarna en el universo de hermandad que siempre tengo en el espíritu.
Sonrisas. Y Cariari. Y darle la mano a la dueña del hotel y que te salude con un “pura vida” y renacer con la humedad de las hojas y que tu mayor preocupación sean los mosquitos. Y la noche tropical que ya cayó sobre la laptop. Y pensar en ducharme y en pedir comida antes de dormir. Y la consabida frase con que, valiente, despedí a Diego ayer: creer es crear.
Uno de estos días, sentada en la arena, voy a brindar por ustedes, los que me quieren, los que me acarician y me queman y me conducen y me cocinan y juegan conmigo a lo que jugamos para sentir cada vez más que ya estamos plenos. La miseria y el lujo no dependen de las latitudes ni de los menúes ni de los golpes ni de los amantes locos. Todos ellos son sólo excusas que usamos para aprender que no se trata de cambiar las cosas sino la mirada. Entonces las cosas cambian solas, y podemos dejar de usar y ponernos a disfrutar.
Estamos de viaje. Las sorpresas nos despegan del lugar que habitamos. A veces descansamos la cabeza sobre mullidas almohadas de hotel, blancas y limpias, y despertamos como nuevos. Otras veces la apoyamos sobre nuestro propio dióxido de carbono, envuelto en alguna tela sintética, y el despertar puede venir con turbulencias. Mañana liberaremos nuestro aire de la forma que le habíamos dado y habrá algún ser que lo transforme en oxígeno. Mañana cederemos la almohada del hotel a otro y seguiremos nuestro camino.
Estamos de viaje. Lo que nos sostiene es prestado. Entramos y salimos de su destino, entra y sale de nosotros, y cada uno cumple su propósito. Somos partes. Partimos y recorremos y nos partimos mil veces y nos volvemos a armar y nunca llegamos, afortunadamente. Nos encontramos siempre en el destino que nos corresponde.