Fulano, Mengano y el absurdo de la posteridad
Por Julieta Strasberg
Hay un momento en que la historia se detiene. No en los libros, no en las fechas, sino en la carne. Esa detención ocurre en Prócer, escrita y actuada por Gerónimo Gutiérrez, dirigida por Ramiro García Zacarías, con la actuación de Agustín Chenaut. En esta obra, dos soldados sin nombre —Fulano y Mengano— encarnan, bajo el cielo helado del cruce de los Andes, el delirio de ser parte de una gesta heroica… y, acaso, también de una farsa.
La dramaturgia sitúa la acción en el Virreinato del Río de la Plata, a orillas del cruce de los Andes, junto al ejército del General San Martín y en la víspera de una de las tantas batallas contra los realistas. Pero la obra no se ancla en lo histórico sino que se abre a lo universal. Podría ser cualquier guerra, cualquier frontera, cualquier ejército que expulsa del centro del relato a quienes realmente lo sostienen con el cuerpo. Es allí, en la intemperie de los sin nombre, donde la obra elige posar la mirada.
La escena es mínima pero densa: una guardia nocturna, el eco del viento sobre la montaña, un arcón multipropósito y, de pronto, el futuro proyectado sobre la luna como una aparición. Una visión disruptiva que atraviesa el tiempo y pone en jaque la lógica patriótica. ¿Qué harías si supieras que nadie recordará tu nombre? ¿Qué sentido tiene ofrendar la vida cuando ni la gloria ni el bronce te alcanzan?
La tensión entre trascendencia y olvido estructura la obra, pero el texto no cae en solemnidades. Por el contrario, se permite un juego físico y verbal que roza el clown, el gag, el absurdo. Chenaut y Gutiérrez despliegan una dinámica excelente, un contrapunto rítmico que se mueve entre lo entrañable y lo burlesco. La energía entre ellos es tan viva que, por momentos, algunos pasajes podrían beneficiarse de un leve recorte que afile aún más los contrastes. Aun así, el tempo escénico fluye, sostenido por la química actoral y el humor bien calibrado.
El vestuario, diseñado por Juana Aguer, acompaña con precisión la propuesta: ambos soldados visten chaquetas azul marino con solapas, bocamangas y cuellos rojos de corte militar, abotonadas en doble hilera dorada. El cinturón crudo ajustado a la cintura con hebilla ornamentada recuerda tanto la formalidad de los uniformes como su precariedad en combate. Sus camisas blancas que de a poco asoman desalineadas por debajo de los abrigos, un guiño a la realidad del agotamiento físico. El rostro salpicado de barro, el gesto entre dramático y caricaturesco, completan un cuadro que, desde lo visual, transita el borde entre la solemnidad del mito y la sátira del héroe descompuesto.
La escenografía (también de Aguer) se organiza en torno a un arcón-montaña que sirve de escondite, de trinchera, de silla para escribir cartas de amor o de pedestal simbólico. De allí emergen objetos insólitos —incluida una ridícula y pequeña silla virreinal— que refuerzan el tono onírico y anacrónico del relato. La iluminación de Victoria Girón, sutil y precisa, acompaña los cambios de clima sin grandilocuencias.
Y hay un tercer personaje escondido entre los matorrales: la música. Tomás Buccella, compositor e intérprete en escena, permanece gran parte del tiempo oculto tras ramas y penumbras, como una criatura mitológica. Su música, con climas que rozan lo épico y lo absurdo, va marcando los latidos del relato. Solo al final aparece, emergiendo con ropas de piel, una figura inesperadamente apolínea que provoca sorpresa en el público. Ese gesto mínimo redefine su rol: no es un músico acompañante, es un cuerpo dramático que espera su momento para irrumpir.
Pero el corazón de Prócer no está en la reconstrucción del pasado, sino en la pregunta que proyecta hacia adelante: ¿por qué queremos ser recordados? ¿Qué se pone en juego cuando se esfuma la idea de posteridad? Desde la psicología, podríamos pensar esta necesidad de figurar como un mecanismo de defensa ante la muerte. Si no vamos a sobrevivir al combate, al menos queremos sobrevivir en la memoria. Pero cuando la obra revela a Fulano y Mengano su destino de olvido, aparece otro deseo más íntimo: ya no se trata de ser prócer, sino de recibir algo a cambio: un sueldo, un ascenso, una medalla. Lo que sea. Pero incluso eso les es negado.
Entonces queda lo más humano: el amor. La espera. El desamparo de dos cuerpos tironeados entre el deber, el miedo, y la duda de lo que puede esperarlos si vuelven. Si es que vuelven. Si es que hay algo o alguien que todavía los espere.
Prócer no es un alegato ni un panfleto: es un ensayo escénico sobre el deseo de ser alguien, aunque sea por un instante. Sobre el sinsentido del sacrificio. Sobre la ternura de quienes, sin nombre ni estatua, sostienen el mundo con las manos heladas y los ojos llenos de preguntas.
Cuando se apagan las luces, la pregunta persiste: ¿Quiénes hacen la historia? ¿Quiénes la escriben? ¿Y quiénes la olvidan?
Segunda Temporada de “PRÓCER”
Sábados – 22:30 h
Teatro El Grito (Costa Rica 5459, CABA)