Las películas del joven cineasta chino resultan esenciales para comprender el panorama actual del gran país asiático, una tierra milenaria en pleno proceso de globalización, cuya traumática adaptación al capitalismo afecta de manera profunda y decisiva la vida de sus ciudadanos.
Por: Julián Tonelli
Recambio generacional
Jia Zhangke comenzó a filmar sus primeros cortos en la década del noventa, como graduado de la prestigiosa Beijing Film Academy, institución en la que también se habían formado los principales exponentes de la denominada Quinta Generación, camada de directores responsable de haber llevado el cine chino a los grandes festivales de Occidente con fabulosos resultados; ahí están Tierra amarilla (1984), Sorgo rojo (1987), Esposas y concubinas (1991), La historia de Qiu Ju (1992) y Adiós mi concubina (1993) para demostrarlo. Merced a una exquisita complejidad formal y narrativa, los films de Zhang Yimou y de Chen Kaige, entre otros, recuperaron un esplendor que parecía perdido tras la Revolución Cultural, diferenciándose de las corrientes propagandísticas de los años de Mao Zedong. Había, desde luego, crítica social en ellos, aunque tal denuncia solo tenía lugar en el pasado o en la fantasía, demasiado lejos de los acontecimientos que, a la sazón, conmocionaban al gigante asiático (la masacre estudiantil de la plaza Tiananmen, en 1989, significó, sin duda, un momento bisagra).
El camino elegido por Zhangke no fue el de sus antecesores. Como baluarte mayor de la Sexta Generación, su época es el presente puro y fragmentado, un presente de «imagen-tiempo» en términos deleuzianos. La obra del nativo de Fenyang (zona rural en la provincia de Shanxi) no es de fácil acceso, pero es precisamente la mención de esta procedencia geográfica la que habilitaría, en todo caso, un anclaje viable. Sus primeros tres films transcurren en esa periferia humilde, cuya existencia era ignorada por las ambiciosas historias de la generación precedente. Los largos planos secuencia y los encuadres (fijos, amplios, distantes respecto de la intimidad de los personajes) remiten a la estética del documental, aun hallándose en el terreno de la ficción, con seres que pululan sin rumbo a través de tierra, basura y edificios derruidos, siempre acompañados por el zumbido constante y dulzón de una vieja radio o de un destartalado televisor, único contacto con el mundo civilizado, tanto en el propio país (Beijing y otras zonas urbanas) como fuera de él (las naciones desarrolladas de Occidente).
La trilogía de Fenyang
La primera etapa en la filmografía del joven Jia, entonces, cuenta con Fenyang como escenario. Los vínculos temáticos y formales con el realismo despojado del cine europeo de posguerra son notorios; no casualmente Xiao Wu (1998) recibió el título alternativo de Pickpocket, al igual que el clásico de Bresson. La opera prima de Zhangke, por cierto, abre con una escena cuyas remembranzas marcarán toda su faena: en un autobús, el protagonista (Wang Hongwei, actor fetiche) manotea la billetera de otro pasajero, acción que es interrumpida por el plano detalle de una estampita de Mao que cuelga del espejo retrovisor. Estas pocas imágenes simbolizan el engranaje cuya dinámica rige la China contemporánea, un sistema podrido desde la cúpula hasta sus estratos más bajos.
Platform (2000), segundo film del director y debut de su actriz fetiche, Zhao Tao, es un monumental relato acerca del deambular de un grupo de artistas itinerantes durante tres décadas, desde los años setenta hasta la actualidad. Como trasfondo, la desconexión generacional, el devenir errante, la pérdida de la inocencia, el no futuro, la lucha individual en el seno de una superestructura deshumanizada. Antecedida por el corto In Public (2001), Unknown Pleasures (2002) retoma el tópico de la juventud, centrándose en tres individuos sin brújula, sin empleo y sin destino, hijos alienados de la política de control natal, que conversan animadamente sobre los pequeños y extraños placeres de una cultura occidental demasiado remota (la escena inicial de Pulp Fiction, un billete de dólar encontrado en el piso, una lata de Coca Cola). Podemos afirmar que, en esta instancia, la impronta de Zhangke se advierte mediante un puñado de aspectos retóricos reconocibles, que se mantienen en la mudanza del fílmico al video digital (aquí utilizado por primera vez). La ausencia de primeros planos conlleva un efecto, que es el del paisaje como presencia constante en la imagen, la imposibilidad de aislar a los personajes de su coyuntura espacio-temporal. China es, ante todo, un país en traumática transición hacia el capitalismo, una nación atrasada cuyo proceso de modernización no repara en daños colaterales. Las pérdidas humanas de este violento desarrollo constituyen, en su retrato, el objeto último de las narraciones del cineasta, la idea por la cual se lo puede considerar un autor legítimo.
De Fenyang al mundo
Con The World (2004), Jia salió del ostracismo. En primer lugar, logró el financiamiento del Estado (hasta ese entonces, su cine clandestino solo contaba con el apoyo de inversores privados extranjeros; entre ellos, la productora de su colega Takeshi Kitano). En segundo lugar, cambió la precaria Fenyang por la imponente Beijing, dos postales que nada tienen en común excepto el desamparo de sus habitantes. Tal choque entre el atraso y el progreso chinos queda fijado desde el etéreo plano inicial, en el que un viejo pordiosero atraviesa el cuadro. A lo lejos se vislumbra una minirréplica de la torre Eiffel, atracción principal de un enorme parque temático donde también se destacan unas ridículas versiones del Big Ben, del Taj Majal y de las Torres Gemelas. La trama se centra en los trabajadores del complejo, golondrinas provenientes del interior del país, que intentan sobrevivir en la gran capital como esclavos de una farsa, de una ironía despiadada, quizá el revés más trágico del proyecto globalizante: los visitantes del parque ahora pueden, gracias a las bondades tecnológicas de una China moderna y pujante, recorrer el mundo en unas pocas horas, soñar con otras realidades, vivir experiencias ajenas. Enceguecidas por su torpeza, las autoridades no se percataron de la dura crítica de Zhangke. Su primera película con apoyo oficial es, a su vez, la más incisiva.
Still Life (2006), el siguiente trabajo del director, terminó por consagrarlo en el ámbito internacional, alzándose con el León de Oro en el Festival de Venecia. Filmada en video digital, al igual que Unknown Pleasures, la película narra las desventuras de un hombre y una mujer en busca de sus familiares, realojados por el gobierno durante la construcción de la presa de las Tres Gargantas. Una vez más, se tematizan las crueles consecuencias del proceso modernizador en la vida de las personas, parte del sacrificio inexorable que toda transformación —especialmente la de un territorio enorme, empobrecido y milenario— conlleva. Valiéndose de extensas panorámicas en espacios despejados, el estilo de cámara hace recordar a Antonioni, cuyos paisajes solían reflejar la desahuciada naturaleza interior de sus personajes. Pese a conservar una poética realista, la diégesis introduce algunos elementos fantásticos, como el súbito despegue de un edificio, similar al de una nave espacial, o la irrupción de un ovni en el horizonte; sin olvidar la escena final, en la que un equilibrista camina sobre una soga para cruzar de un edificio a otro. Partiendo de los escombros que dejó la demolición de los recuerdos, de las tradiciones, de las historias de vida, Zhangke imagina apariciones fantásticas, vías de escape mágicas e imposibles.
Junto con Still Life, Jia estrenó Dong, documental en el que acompaña a su amigo, el pintor Liu Xiadong, desde la ciudad de Fengjie (donde está ubicada la presa) hasta Bangkok, en un viaje que, según sus propias palabras, lo ayudó a descubrir «la verdadera mentalidad asiática». El tópico fundamental, de hecho, sigue siendo el desarraigo. Xiadong retrata un grupo de obreros trabajando en una zona que pronto será destruida, otro efecto ineluctable del progreso. Más impactante que Dong resulta, dentro del mismo género, Useless (2007), sobre el mundo de la industria textil. Aquí la premisa va mucho más allá de una simple denuncia de las condiciones laborales. Tres segmentos —el trabajo fabril en cadena, el triunfo de una diseñadora en París, la pobreza extrema de los costureros chinos— conforman una implacable crítica a la globalización y sus alevosos contrastes socioeconómicos. La efectividad de este comentario reside, sin duda, en el silencio que el autor emplea como estrategia analítica, evitando cualquier tipo de reflexión moralizante con el fin de privilegiar la contundencia intrínseca de las imágenes.
Ficción y realidad, una misma esencia
24 City (2008), el hasta ahora último largometraje del cineasta de Fenyang, cuenta la historia de tres generaciones en la ciudad de Chengdu, donde una gigantesca fábrica estatal de componentes militares está siendo derribada para construir un lujoso complejo de viviendas y hoteles. Combinando de manera polémica la ficción y el documental, Jia no diferencia entre sus actores y los trabajadores verdaderos, aunque la resonante presencia de Joan Chen —acaso una admisión del artificio— debería eximirlo de eventuales acusaciones. La cámara concentra su objetivo en el semblante triste de los lugareños, que dedicaron buena parte de su vida al trabajo industrial, aun cuando dicha labor implicara dolorosas separaciones familiares. Como resultado final, el testimonio en las voces y las miradas de espíritus quebrantados, de rostros que interpelan sin más al espectador. Desafiando la lógica depredadora de un régimen que no sabe de retribuciones, 24 City constituye un notable ejercicio de memoria, un dispositivo que elude la condena fácil y el panfleto utopista, para plantear modelos representacionales alternativos.
En su libro El espectador emancipado, el filósofo francés Jacques Ranciére sostiene que la auténtica obra crítica es aquella que logra diseñar nuevas configuraciones de lo visible. Más que oponer la cruda realidad a sus falsas apariencias, el deber fundamental del arte reside en construir nuevas realidades. El cine de Jia Zhangke, uno de los creadores más lúcidos de nuestro tiempo, propone una desviación de los encuadres visuales predeterminados en virtud de otros ordenamientos de sentido común, otras perspectivas de lo posible.
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