Karina Peisajovich – La tecnología analógica de la pintura
por M. S. Dansey
Sucede algo maravilloso cuando la naturaleza muestra su estructura matemática: el espectáculo silencioso de las estrellas de mar, de los cactus, de los cristales. Sin duda, uno de los fenómenos mas elegantes y misteriosos de la vida. Eso que pensamos sensible y caprichoso y, de repente, se presenta geométrico y maquinal. Algo de eso habrá pasado por la mente de Karina Peisajovich hace varios años, cuando acariciaba el caparazón de su tortuga. Entonces, se pintaba a sí misma. Le daba vueltas al autorretrato. Se daba vuelta a ella misma, literal, se pintaba de perfil, de tres cuartos y de espaldas, ya sin rostro, a punto de esfumarse. La serie comenzó en 1997 y siguió hasta fines de 2000. De esa época es su retrato recostada con las puntas de los dedos recorriendo el caparazón del quelonio. Dice que era importante que fuera así, que estuviera tocándolo.
Haciendo contacto. Activando el proceso. La piel todavía tiene volumen, pero su pelo egipcio termina en cortes rectos y su vestido, plano, replica el patrón de los poliedros concéntricos. Fueron esas mismas pinturas al óleo las que luego pasó a diapositivas y, proyectadas sobre la pared, empezó a suplementar con proyecciones de imágenes y haces de luz, casi hasta velarlas.
«Me estaba deshaciendo de las imágenes», dice ahora, doce años más tarde, mientras fuma el enésimo cigarrillo en el estudio de su departamento, piso 23, barrio de Congreso, con una vista espléndida de un Buenos Aires que comienza a atardecer. «Empecé a trabajar con los elementos clásicos de la pintura por fuera del lugar de la representación. Los llevé al espacio, a presentarse. Quise trabajar con los elementos despojados, la luz, el color,
las sombras, el espacio», y se pone a hablar de la modulación del color en el espacio. Dice que no quiere, pero se pone didáctica. Es docente y sabe de lo que habla. Hace crítica de la pintura desde la pintura, entendida esta como una tecnología para la construcción de la imagen. En su obra, la luz, la sombra y el espacio recuperan su autonomía. Para su primera instalación lumínica, de 1999, en Belleza y Felicidad, usó tachos de luz de teatro.
En ese momento trabajaba en escenografía y vestuario. Fue una operación simple. Cruzó los elementos. Mostró en un campo lo que en otro ocultaba. «Quería contar la ficción. Quería mostrar todo», dice. «El tacho te saca de la ilusión, del estado de obnubilación, te cuenta cómo se arma todo».
De hecho, el conjunto de su obra funciona como un gabinete de cinética. Teoría del color, una serie de dibujos de 2010, reconstruye la historia de los círculos cromáticos desde los griegos a esta parte. Cada dibujo, una teoría. Hay esquemas de Grosseteste, Runge, Schopenhauer, Goethe, Munsell, Young, Helmholtz. Los gradientes, sus dibujos más recientes, son ejercicios de esas sensibilidades que, al igual que sus instalaciones lumínicas, ponen en práctica la dinámica emotiva de la luz en el espacio y en el tiempo. A diferencia de los artistas cinéticos que reducían la obra al fenómeno lumínico, que escondían los mecanismos del aparato, Peisajovich descubre el truco, no como el niño listo que quiere arruinarle la noche al mago, en todo caso
como las manos mágicas que también sorprenden cuando revelan la artimaña Peisajovich nos hace cómplices de una situación que no por eso termina de
resolverse. Tomemos, por ejemplo, RGB/CMY, la obra que presentó en el espacio U-Turn, en Arte BA 2011: proyecciones de color sobre franjas de color pintado.
Color luz sobre color pigmento. Y ¿dónde sucede la imagen? Acaso en la llama que sigue palpitando cuando los ojos están cerrados.
Busca y encuentra una frase de Merleau-Ponty que dice: «¿Qué le pide el pintor a la montaña en verdad? Que devele los medios nada más que visibles por los cuales se hace montaña ante nuestros ojos. Luz, iluminación, sombras, reflejos, color, todos esos objetos de la investigación no son por completo seres reales: solo tienen, como los fantasmas, existencia visual».
Trabajás los procesos físicos, pero tu obra también tiene rasgos metafísicos.
Me gusta mucho De Chirico, Magritte. Son influencias fuertes para mí. Aparece mucho en los títulos de las obras eso de andar preguntándose los temas
universales. Me veo metafísica. Y me veo física también, porque me lleva el material. La luz tiene un comportamiento que no puedo domesticar demasiado. Viaja en línea recta. Es lo que me da el material. Trato de entenderlo y de seguirlo.
A propósito de los títulos, muchas veces son literarios, es decir, hacen que las obras funcionen como alegorías. Por ejemplo esa obra, Los amantes, dos lamparitas que giran en radio sobre sus ejes en un espacio oscuro. Los amantes… El título convierte la instalación en un teatro de objetos. Si fuera un mancebo corriendo atrás de una doncella, seria lo mismo. Es definitivamente narrativo.
Puede ser. Ese título es narrativo pero no definitivo. Juego con eso. Cuando busco la obviedad es porque quiero que se atraviese la experiencia, que no se quede en eso.
Me contaron que una vez las bombitas chocaron y se hicieron trizas.
No era la idea, pero sí, sucedió, es parte del problema que la obra plantea. Es una obra analógica, los motores se desincronizan. Lo mismo con las máquinas de color. Inventan colores porque se desincronizan. Cada máquina funciona con el mismo círculo cromático y funcionan a la misma velocidad, pero con el tiempo empiezan a perder sincronía. Si fueran digitales, sería un loop perfecto que empieza y termina, pero no, se desincronizan y el ciclo es
aleatorio e infinito.
Sos judía.
Soy judía. No practicante, pero soy judía, me siento identificada con esa tradición. En mi familia son de festejar el Rosh Hashaná, el Pesaj, son de ir a las reuniones, y a mí también me gusta. Y a Bruno (Dubner), mi pareja, le gusta más todavía. Me parece que puede haber algo por ahí, porque en el judaísmo no hay imágenes, no hay iconografía, mas allá de las velas y la Torah. Puede ser que tenga que ver con eso, no en términos religiosos, sino de formación. No hay un culto a las imágenes y yo, cuando dejé de pintar cuadros, me quise deshacer de las imágenes, de las de mis cuadros y de todos los cuadros que existen. Me encanta ver cuadros, me encanta la pintura, mis tiempos son los de la pintura, pero quise ir más allá de las imágenes.
Es la maldición del lenguaje. Uno dice y señala, pero al mismo tiempo la palabra traiciona porque limita el significado. Es Platón.
Es la abstracción. Salirse de la cosa cerrada, trascender la representación. Estás hablando todo el tiempo de lo que no se puede representar… es un poco la búsqueda del arte, ¿no? Cae la noche y la oscuridad gana la habitación. Con la penumbra llega la pausa. Pienso en el Judaísmo, el Islam, el Platonismo y tantas culturas que desconfían de la representación. Peisajovich va y viene por la obra, vuelve a sus primeros trabajos, nunca dejó de dibujar. Me resisto a pensar la abstracción como una etapa de maduración artística, pero no puedo dejar de pensar también que la abstracción
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libera
de la cárcel de la ilusión, de la decepción encadenada. Pienso en los expresionistas abstractos, que en muchos casos eran judíos laicos que llegaban a los Estados Unidos huyendo de la guerra, de la persecución étnica, como hoy huimos de tantas otras formas de encierro humano. Quizás haya en
esto algo del orden de la desesperanza y el deseo de lo verdadero.
«¿Querés más luz o estás bien así?», pregunta.
Y lo cierto es que estamos bien así.