Claves para ver a Kenji Mizoguchi
Por Maximiliano Curcio
El cine europeo y el norteamericano dominaron la primera parte del siglo XX en su esplendor cinematográfico. Desde Oriente, una generación de cineastas comienza a destacar situando a Japón en el mapa cinematográfico. Los maestros del celuloide Yasijiro Ozu, Akira Kurosawa y Kenji Mizoguchi realizan, coincidentemente, sus primeros films hacia la década del cuarenta.
Nacido en Tokio, en 1898, Kenji Mizoguchi creció en una familia desestructurada e inició su vida laboral como ilustrador de un diario. Debuta como director en 1922, retratando los barrios populares de su ciudad natal con una clara influencia expresionista. Después de su notable éxito en 1936 (obtiene reconocimiento local por Elegía de Naniwa y Las Hermanas), enfoca su carrera en melodramas de reivindicación feminista. La formación pictórica se traslada a su puesta en escena, heredera de las láminas del pintor de estampas Utamaro y del artista imperial Tessai. Adapta conceptos naturalistas de autores franceses, de la literatura Meiji y de las tragedias griegas, para continuar con sus melodramas de la estirpe de La Historia del Último Crisantemo (1939). También, admira el carácter observacional y humanista de Robert Flaherty, el dramatismo humano del expresionismo alemán, la mirada costumbrista del cine neorrealista italiano, el carácter legendario de los dramas sociales de John Ford y la elegante puesta en escena de Max Ophuls.
Argumentalmente, su cine se divide en dos bloques: los temas épicos y de carácter romántico ambientado en la época Meiji (1898-1916), basados en la literatura de Izumi Kyoka; y, por otro lado, los dramas costumbristas de tratamiento contemporáneo y gran dosis de sentimentalismo. Trata ambos géneros desde un prisma feminista que denuncia la tradición histórica de humillación, visibilizando la situación de maltrato atávico. Las protagonistas son heroínas ordinarias (geishas, prostitutas) que intentan sobrellevar y superar con sacrificio un destino, a priori, insalvable que las empuja a la marginación, encontrándose en conflicto entre sus obligaciones familiares y los preceptos morales, de acuerdo a las convenciones sociales.
Mizoguchi evita esquemas maniqueístas, rehúsa finales felices y rechaza los típicos conceptos moralizantes del drama más elemental. Emplea la belleza estética como símbolo de esperanza en medio de historias sórdidas y trágicas, narradas con un romanticismo lírico formal. Apuesta al placer estético de una composición delicada de la imagen, mediante recursos como el plano secuencia, al que recurre de modo habitual. El travelling lateral emula más de un sentido ideológico: rechaza la frontalidad y apuesta por un segundo plano que transmita una idea en conjunto.
El cineasta oriental distancia la cámara del escenario para transmitir mayor comprensión emocional, aspecto que podemos certificar en obras magnas como La Vida de Oharu (1953), Cuentos de la Luna Pálida (1954) y Calle de la Vergüenza (1956). Con frecuencia, innova en perspectivas visuales que simulen espiar la acción, al tiempo que desafía la centralidad del intérprete respecto a la cámara sin importar que rompa el esquema preestablecido ante el ojo del espectador. Es destacable el valor documental etnográfico intrínseco a las películas de esta generación y en referencia a la cual, dentro de la obra del nipón, pueden destacarse El Intendente Sansho, La Mujer Crucificada y Los Amantes Crucificados (todas estrenadas en 1954).
En tiempos de su preminencia autoral, y en busca de una verdad más realista, en el cine de Japón resurgen las vertientes de la tradición literaria teatral. Prolifera una tipología de drama protagonizado por samuráis durante el período Jidaigeki —que abarca desde 1603 a 1863—, cuya puesta en escena es austera y menos artificiosa para transmitir la mayor verosimilitud posible, con encuadramientos más delicados que acentúan los colores elegidos. Posteriormente, encontramos films como La Emperatriz Yang Kwei Fei y El Héroe Sacrílego (ambas de 1955). Destaca, de igual manera, la apenas más tardía La Calle de la Vergüenza (1956).
Mizoguchi, a lo largo de su obra, practica un importante juego de picados y contrapicados que generan una poderosa plástica interior del plano; repletos de color, adquieren un componente dramático extra. Junto con Yasijiro Ozu y Akira Kurosawa, este maestro narrador de historias conforma el selecto triunvirato del cine oriental clásico.