La risa del síntoma: cuerpos que hablan en escena
Por Julieta Strasberg
Crítica teatral de Un enfermo imaginario, de Molière. Adaptación y dirección: Klau Anghilante. Tercera temporada – PERAS Compañía Teatral
“Donde hay exceso de medicina, hay escasez de deseo.”
Enfermarse de palabra
Argán no está enfermo: cree estarlo. Pero ¿quién puede separar hoy la creencia del síntoma? En esta versión condensada y brillante de Un enfermo imaginario, dirigida por Klau Anghilante y puesta en escena por PERAS Compañía Teatral, la enfermedad es menos una dolencia que un discurso, una forma de vivir en la falta, una estrategia para no perder el control. O el amor.
Con poco más de una hora de duración —sin sacrificar un solo nervio del original—, esta adaptación pone en escena, con ritmo y lucidez, las preguntas que siguen latiendo tres siglos después:
¿Quién decide qué es estar enfermo? ¿Qué negocio se arma en torno al cuerpo que sufre? ¿Cuánto poder se oculta tras una bata blanca?
Desde una lectura psicoanalítica, Argán está atrapado en el discurso de la enfermedad y la hipocondría opera aquí como forma de estructuración subjetiva: es su modo de sostener un lazo con el Otro, de controlar su entorno, de demandar amor.
“El síntoma es lo que responde al deseo del Otro.” —Lacan
La obsesión de Argán con su salud también puede leerse como defensa frente a lo real de la muerte. La negación, la dependencia médica y la demanda constante de atención se convierten en rituales que velan una angustia más profunda: la desaparición simbólica. El miedo a morir, siempre presente y tan universal.
Un enfermo imaginario es una obra que dialoga con el psicoanálisis, el poder, el teatro físico y la historia de la comedia. En esta versión se vuelve un espejo lúcido de nuestras formas de enfermar, de amar y de obedecer. Es también una crítica sutil —pero feroz— al mercado de la salud, a los mandatos familiares y a nuestra necesidad de síntomas que nos mantengan a salvo de lo insoportable.
El teatro como antídoto
Molière, eterno, vuelve a vivir en esta puesta. Pero no se trata de repetir su obra: se trata de reactivarla. La dirección de Anghilante toma la estructura clásica, la depura, la reinventa y nos entrega un texto que, sin perder humor ni mordacidad, se vuelve actual, necesario, incómodamente cercano.
Porque si en el siglo XVII la medicina era aún un terreno oscuro, hoy lo es por otros motivos. La obra no denuncia, pero deja ver: el poder médico como dispositivo de control, el cuerpo como objeto de intervención, el síntoma como excusa para administrar afectos y herencias.
Y ahí es donde Un enfermo imaginario se vuelve más que comedia: se vuelve espejo. Nos reímos, sí, pero nos reímos de una lógica que aún nos estructura.
Lo performativo del cuerpo
El elenco entero —vibrante, preciso, entregado— trabaja en clave performativa. No se limitan a actuar: exploran, deforman, juegan con la palabra y el gesto como materia viva. Cantan, ríen, bailan, lloran y viven intensamente. Lo hacen con los cuerpos y con los rostros, que expresan cada matiz como si el gesto también fuera texto.
El resultado es un teatro físico que roza el grotesco, en línea con lo que proponen Cristina Moreira, Guillermo Angelelli o Pompeyo Audivert: un cuerpo que no ilustra, sino que transmite fuerzas, signos, discursos.
“El teatro no es representación de una realidad, sino manifestación de una fuerza.” —Pompeyo Audivert
“El teatro es cuerpo colectivo. Y si hay un protagonista, es el grupo.” —Guillermo Angelelli
El elenco —Ciro Di Meglio, Leandro Fernández, Luciana Guacci, Omar Guzmán Torrez, José Larralde, Facundo Narvaez Mancinelli, Misha Segurado, Analía Sirica y Diego Verni— actúa como un cuerpo coral. Hay escucha mutua, sincronicidad de movimientos, ritmo compartido y presencia grupal. En escena hay compañía y hay juego.
Leandro Fernández, en el papel de Argán, es un hallazgo. Cada contracción del rostro transmite el dolor fingido, el síntoma creído, el pavor al cuerpo que falla, el miedo a la finitud del cuerpo y la decadencia. Incluso el asco —ante la simple mención de una lavativa— se vuelve escena. Argán no actúa el síntoma: es el síntoma.
Facundo Narvaez Mancinelli, como Antonio, el criado, aporta una expresividad circense esencial. Su cuerpo está en disociación, su voz muta según la escena. Es bufón, guía, conciencia crítica. Un gesto audivertiano: el bufón como portador de verdad incómoda.
Analía Sirica interpreta a Belisa con una dulzura engañosa que esconde cálculo. El deseo de heredar se camufla en amabilidad y amor. La secunda Ciro Di Meglio en el rol del escribano y amante, su cómplice en el deseo y en la escena. Luciana Guacci, es Angélica, representa con ternura la juventud sacrificada en nombre de intereses clínicos. Es un sensible trabajo con el rostro, su mirada comunica con tan solo un pestañeo -o una lluvia de ellos-.
José Larralde compone a un prometido ridículo y lascivo, y Diego Verni es su padre, que hace un muy buen trabajo actoral. Misha Segurado, el verdadero enamorado, se destaca por su musicalidad y carisma escénico. Omar Guzmán Torrez, como el hermano de Argán, dice lo que nadie se anima: que el síntoma es una trampa.
El vestuario, el maquillaje, los peinados y hasta los zapatos intervenidos son invención escénica en estado puro. Peinados barrocos con guiños pop, colores saturados y texturas que construyen un lenguaje visual exuberante. Los cuerpos son símbolos, manifiestos, superficies de sentido.
La escenografía es mínima: un sillón de terciopelo, algunos almohadones, y nada más. Y, sin embargo, la escena vibra. Porque la potencia no está en la acumulación de objetos, sino en la activación del espacio. Menos es más, cuando más es cuerpo.
Medicina, herencia y poder
En el centro de la trama está Argán, este padre hipocondríaco que arregla el casamiento de su hija con un médico, no por amor sino por conveniencia clínica. ¿Qué se hereda aquí? ¿El nombre, el dinero, la enfermedad?
Belisa presiona por un testamento. Pero lo que está en juego no es solo la herencia material, sino algo más profundo: el modo en que el poder opera sobre los cuerpos. En ese sentido, la obra también puede leerse desde Foucault, como una escena de biopolítica donde se juega el control del cuerpo, el deseo y la muerte.
Todos los personajes orbitan en torno a Argán y constelan en satélites su fantasía médica. Pero todos, también, son parte del mismo sistema que sostiene la ilusión del control. Una tragedia disfrazada de comedia y grotesco.
Un clásico actualizado sin perder alma
Reducir una obra de más de tres horas a poco más de una sin perder densidad, humor ni tensión es un logro mayúsculo. Klau Anghilante lo consigue sin alardes, con fluidez, sin traicionar el espíritu molieresco, y sin olvidar que el teatro es cuerpo, tiempo, mirada y acontecimiento.
Esta tercera temporada lo confirma: cuando una obra está viva, el tiempo no la gasta. Esta versión no actualiza desde la anécdota, sino desde la potencia. Los aplausos cerrados por largos minutos, interrumpidos a pedido de los protagonistas, son el tributo de la emoción y un claro agradecimiento cuando se lo deja todo en escena.
Un enfermo imaginario sigue doliendo porque sigue diciendo. Y en esta versión, dice con el cuerpo, con el juego, con la risa en forma de resistencia. Porque si hay algo que nos enseña esta obra es que el teatro, cuando se anima a performar la enfermedad, también puede curarla.
Información
Teatro La Carpintería – Jean Jaurès 858, CABA
Domingos de abril – 12:00 h
️ Entradas por Alternativa Teatral
Adaptación y dirección: Klau Anghilante
Fotografía: @nacholunadei