Nada tan humano como un monstruo bien vestido
Por Julieta Strasberg
El cazador, el nazi y la tensión que no se resuelve: tiembla
Por Julieta Strasberg
¿Qué sucede cuando una víctima se sienta frente al rostro educado del crimen? ¿Qué queda cuando la historia no condena del todo, pero tampoco absuelve? ¿Puede existir diálogo con quien fue engranaje —brillante, eficaz— de una maquinaria de exterminio?
Preguntas como estas, sin respuestas definitivas, atraviesan El cazador y el buen nazi, la obra escrita por Mario Diament, dirigida con precisión invisible por Daniel Marcove, e interpretada con una tensión poética extraordinaria por Jean-Pierre Noher y Ernesto Claudio. En tiempos de certezas veloces, esta pieza elige demorarse en la duda, habitar la incomodidad y dejar arder la pregunta.
Un escritorio modesto en Viena. Una visita inesperada, después de veinte años de prisión. Un diálogo improbable que se despliega como interrogatorio moral. El cazador y el buen nazi dramatiza el encuentro real entre Simón Wiesenthal, sobreviviente de varios campos de concentración y cazador incansable de nazis, y Albert Speer, arquitecto del régimen y ministro de Hitler, quien logró escapar a la horca por, supuestamente, no haber sabido nada.
Dos figuras enfrentadas por la historia.
Dos memorias que no se reconcilian.
Dos cuerpos que se miran desde el borde del abismo.
Una escena hecha de palabras suspendidas
Pero esta no es (solo) una obra sobre el nazismo. Es una pieza sobre la responsabilidad individual, la ética del testimonio y la zona gris donde el mal no siempre grita, pero avanza. Diament construye un texto punzante, sobrio, sin golpes bajos. No escribe un juicio: escribe un dispositivo escénico donde cada palabra es un campo minado, y el espectador, como el sobreviviente, no puede moverse sin temblar.
La dirección de Daniel Marcove es de una inteligencia invisible. Nada subraya, nada exagera, y sin embargo, todo está ahí: la tensión en la mirada, la pausa donde duele, la coreografía sutil de los cuerpos que se enfrentan sin violencia pero con todo el peso de la historia. Marcove dirige con una ética del silencio: deja que el texto respire, que el tiempo se estire, que la incomodidad se asiente. Como un director de orquesta invisible, compone la escena como quien mide un pulso moral.
- Ph: Juanjo Calafell
- Ph: Juanjo Calafell
La escenografía de Héctor Calmet evoca con precisión documental la oficina de Simón Wiesenthal: estantes atiborrados de carpetas y legajos, cada uno con nombres escritos a mano, apellidos que cargan con la memoria del horror —incluso uno de ellos lleva, visible, el de “Albert Speer”—. La mesa de trabajo, austera, con una taza verde, un teléfono antiguo, una lámpara encendida. Un rincón casi doméstico, donde sin embargo se gestan interrogatorios éticos de altísimo voltaje. Las fotografías de fondo —reales, enmarcadas— recuerdan quién fue Wiesenthal, a quiénes buscó, con quiénes se cruzó. Y en el centro, el sofá rojo donde el diálogo se tensa, como si fuera el único punto de contacto posible entre dos mundos que no terminan de tocarse.
La iluminación diseñada por Miguel Morales no decora: respira con la escena. Una luz cálida y tenue envuelve el espacio, casi en contradicción con lo que se dice —o lo que no puede decirse—. Por momentos, se vuelve aún más sutil: un velador encendido, una lámpara distante, el resplandor exacto sobre un gesto. No hay sombras teatrales, pero sí zonas de penumbra donde la tensión se espesa. Cada baja de luz es una fisura, un repliegue hacia lo íntimo, porque la intimidad entre estos dos hombres no es serena: es densa, incómoda, necesitada de distancia.
Morales convierte la luz en una voz silente: no muestra, revela. No expone, sugiere. Y en esa coreografía de resplandores suspendidos, lo ominoso se insinúa sin exhibirse. La escena no estalla. Se enrarece. Y el espectador, como los personajes, queda atrapado en esa espera contenida, donde el horror no se representa: se presiente.
El cuerpo del Otro
Jean-Pierre Noher da vida a Wiesenthal con una economía expresiva conmovedora. Es un cuerpo que ha sobrevivido, que ya no necesita levantar la voz para ser escuchado. Vestido con modestia, sentado con una elegancia sin esfuerzo, su Wiesenthal no interpela con la fuerza: interpela con la espera. Su voz es serena, casi amable. Pero su mirada, en cambio, arde. Y esa combinación —calma por fuera, incandescencia por dentro— deja al espectador suspendido, en vilo, como si algo estuviera a punto de estallar.
Noher sostiene la escena desde el centro del silencio. Su Wiesenthal no grita, pero no cede. Escucha con atención, analiza cada palabra de su interlocutor, y deja abierta la posibilidad —absurda, radical— de entender al otro. Y eso es tal vez lo más perturbador: el espectador se pregunta por qué. Por qué ese hombre, que ha pasado por los campos, que ha dedicado su vida a perseguir criminales, elige ahora el encuentro.
Esa contradicción —tan humana, tan incomprensible— es uno de los grandes logros del actor. Noher encarna a Wiesenthal, no interpreta una víctima: la vuelve sujeto, con toda su complejidad, sus dudas, su obstinación ética, su fragilidad y su poder. Y en esa fragilidad tan lúcida, en ese cuerpo que se mueve con comodidad por un espacio tan suyo, el público queda atrapado. Como Speer. Como todos.
- PH: Ariel Pacheco
- Ph: Juanjo Calafell
Por su parte, Ernesto Claudio -Speer- es puro control. Cada gesto está contenido, medido, afilado cual navaja diplomática. Y no es un rol fácil: le toca encarnar a un hombre que no grita ni insulta, pero cuya sola presencia produce escalofrío. Claudio entra a escena midiendo el aire. Mira el polvo sobre la silla, el orden exhaustivo de los archivos, y cada cosa parece incomodarlo. Todo le resulta ajeno, sospechoso. Esa incomodidad inicial —un ligero gesto con la boca, un pequeño movimiento de hombros, un roce entre los dedos— ya nos habla del desprecio que no se nombra, de la desconfianza que no se enuncia, pero se imprime en la carne.
Su Speer no se disculpa: racionaliza. No niega: administra la omisión como si fuera un expediente más. Dice que no sabía, que cumplía órdenes, que hizo lo que pudo. Y lo terrible es que suena verosímil. Y que esa verosimilitud es, al mismo tiempo, su defensa y su condena.
- PH: Ariel Pacheco
Claudio construye a Speer desde una tensión interna que nunca se suelta del todo. Hay algo que quiere decir y no puede. O no quiere. Su corrección, su tono amable, su porte erguido son más inquietantes que cualquier amenaza. Como si llevara debajo del traje una capa invisible de arrogancia no del todo extinguida. Y esa ambigüedad es la que hiela la sangre.
El trabajo actoral es de tal intensidad que —al menos el día que asistí— finalizada la función, Claudio debió recordarle a Noher que la obra había terminado, que ya podía dejar de hablar como Wiesenthal . Tal era la inmersión. O tal vez era Wiesenthal quien aún no quería irse.
La memoria también se ve
La palabra no está sola en escena. La acompaña la imagen. No una imagen nueva ni reveladora: son las mismas de siempre. Las que ya hemos visto, las que aprendimos a reconocer desde la escuela o desde el cine, las que quedaron tatuadas en la historia visual del horror. Los hornos, las cámaras de gas, las pilas de huesos humanos: ese archivo del espanto que parece estar siempre ahí, esperando, agazapado, para recordarnos que todo esto fue real.
Pero en El cazador y el buen nazi, esas imágenes no llegan para ilustrar. No se explican. No se dramatizan. Aparecen en silencio, proyectadas con una precisión casi clínica, y sin embargo, su irrupción produce una herida nueva. Porque no se dirigen al público, sino a los propios personajes. Son ellas las que terminan de romper el pacto de cortesía que sostenía el diálogo. Lo que Speer y Wiesenthal ven proyectado frente a sus ojos es lo que han bordeado todo el tiempo con palabras medidas, con gestos diplomáticos, con tonos bajos. Y de pronto, ya no hay retórica posible. Solo restos. Solo hueso. Solo lo irrepresentable.
La sala lo percibe. Hay un cambio en el aire. Se espesa la respiración. Nadie se mueve. Nadie tose. Como si al mirar esas imágenes, también nos estuviéramos mirando a nosotros mismos. Y sin embargo, se mira. Porque no se puede no mirar.
Y cuando la última palabra cae, cuando el último silencio se instala, el aplauso no es descarga, sino reconocimiento. Un aplauso de pie, cerrado, sostenido. No porque haya consuelo, sino porque hay verdades que merecen ser sostenidas de pie, incluso cuando no pueden ser comprendidas del todo.
Conversaciones que arden
El cazador y el buen nazi se inscribe en una tradición que hace del teatro un espacio de enfrentamiento ético. Allí resuenan A puerta cerrada o El malentendido, de Sartre y Camus; Un judío común y corriente, de Charles Lewinsky, donde Gerardo Romano pone en escena la tensión de seguir siendo “el otro” aún después del horror.
Diament ya había trabajado esta tensión en Tierra del Fuego, donde una mujer israelí -bellamente representada por la querida Alejandra Darín- enfrenta a su agresor palestino. En ambas, el espacio íntimo —la casa, la oficina— se vuelve campo de batalla ideológico. Y el diálogo, más que redención, es choque, herida y abismo.
Aquí, Speer es la encarnación de la banalidad del mal según Hannah Arendt: un hombre de escritorio, culto, obediente, que se desliza por las fisuras de la culpa. Y su discurso, tan razonable, tan educado, exhala ese goce del Otro del que hablaba Lacan: goce de haber participado sin mancharse, de estar cerca del poder sin cargar con su sangre.
Desde Levinas, el rostro del otro nos obliga. Pero aquí, el rostro es el del enemigo. El que fue parte del exterminio. ¿Cómo sostener esa mirada? ¿Cómo no quebrarse?
Ambos personajes están fracturados. Wiesenthal busca una verdad que tal vez no existe. Speer ofrece una que nadie pidió. Y entre ambos, no hay justicia, solo falta y teatro. ¡Que no es poco!
El linaje de la memoria
La función concluye con un gesto que desborda la escena: Jean-Pierre Noher cuenta que su padre fue uno de los 108 niños judíos que escaparon de Francia durante el Holocausto. Así que, cuando Jean-Pierre Noher sube al escenario no interpreta a Wiesenthal: entra en la memoria de su propia sangre. Sus abuelos paternos fueron asesinados en Auschwitz. Su padre, Rolf Patrick Noher, logró sobrevivir escondido en Francia, disfrazado de monaguillo a los trece años, rescatado por un sacerdote antes de ser deportado a Drancy. La identidad judía, la fuga, el miedo, la astucia, la fe en el otro: todo eso lo atraviesa. En el cierre habla de cierta sincronicidad entre la propuesta del director Marcove (post pandemia, a fines de 2021) y el llamado de una periodista para revisar esa historia tan personal.

Ph: Juanjo Calafell
Noher no actúa desde afuera Noher a Wiesenthal: lo encarna desde la herida heredada, desde el eco de una casa escondida, desde un recuerdo lleno de acento, humor y coraje, que también era el de su padre. El cazador y el buen nazi se convierte así en una suerte de restitución, de ritual íntimo, donde el teatro le da voz a los que ya no están.Wiesenthal y Noher son historia y biografía que se funden sin costura.
A esa entrega se suma otra fidelidad: la de la amistad. Noher y Ernesto Claudio fueron compañeros durante ocho años en el taller de Agustín Alezzo. Jean-Pierre lo eligió para esta obra como se elige a un hermano y Claudio aceptó sin dudar. Y en escena, eso se percibe en la precisión actoral, en la confianza sin fisuras, en el riesgo compartido. Allí donde el texto interroga al espectador, los actores se cuidan uno al otro. Y ese cuidado es parte de la verdad que se representa. Hay memoria compartida y una lealtad escénica que vibra en cada gesto.
Reconocimientos que también interpelan
El cazador y el buen nazi no solo ha conmovido al público: también ha sido reconocida por sus pares. La obra recibió cuatro nominaciones a los Premios ACE, incluyendo Mejor obra de teatro alternativo, Mejor actuación masculina de teatro alternativo (Jean-Pierre Noher y Ernesto Claudio), y Mejor dirección de teatro alternativo para Daniel Marcove. Además, fue nominada en tres categorías a los Premios Estrella de Mar y se alzó con el Premio Luisa Vehil a la Mejor Dirección. Pero más allá de los galardones, lo que permanece es la respiración contenida de una sala en silencio, el respeto ante las imágenes proyectadas de los campos de concentración, el aplauso de pie que no busca catarsis sino reconocimiento y vigilia.
El cazador y el buen nazi no es una obra para comprender.Es una obra para sostener y para no mirar hacia otro lado.
El cazador y el buen nazi
Lunes 20.30 h – Teatro El Tinglado (Mario Bravo 948).
FOTOS: Ariel Pacheco