Velar la noche: ¿qué hacemos con lo que heredamos?
Por Julieta Strasberg
Un biodrama físico donde el cuerpo vuela, recuerda y transforma el linaje en un acto ritual de liberación
¿Y si un día despertaras en el centro exacto del mandato familiar? ¿Si tu cuerpo fuera archivo de memorias, rituales, silencios y gritos ajenos que ahora te toca habitar? ¿Y si, en lugar de huir, te colgaras de tus propios cabellos —largos como la historia que arrastrás— y salieras a correr, a saltar, a volar por los aires, sostenida apenas por ese hilo ancestral que también es nido, trampa y raíz?
En Velar la noche, Sofía Galliano se entrega y se deja atravesar —y arrastrar también— por esa historia heredada que busca redención para sanar.
Dirigida por Gabi Parigi, la obra se despliega como un biodrama físico y simbólico, donde tres generaciones de mujeres se corporizan en un mismo cuerpo. La abuela, la madre y ella: trenzadas en un linaje que es herida y abrazo. El arco psicológico que recorre Galliano va de la inocencia a la lucidez brutal, del sometimiento al estallido, de la repetición inconsciente a la posibilidad —aunque fugaz— de ruptura.
La obra parte del linaje femenino de Galliano para universalizar la pregunta por la herencia, la transmisión inconsciente de mandatos, la alianza entre mujeres y la necesidad vital de rebelarse contra la idea de un destino perpetuado. La caída del sol es también la caída del velo de la propia historia en un rito de subversión contra el destino. Una chance de hacer trastabillar el efecto mamushka para mirar a los ojos a esa pregunta urgente entre la vida y la muerte: ¿qué es lo propio y qué es lo heredado?
Todo en escena arde, flota, estalla o tiembla. Nada permanece demasiado tiempo en el piso sin saltar o volar. La actriz canta, se arrastra, salta, patina, se cuelga —incluso de los pelos—, gira y vuela con la potencia de quien necesita liberarse o morir en el intento. El movimiento es recurso y también es una necesidad vital.
En Velar la noche la escenografía tampoco permanece quieta. Todo se transforma, se viste y se desviste, mutando en múltiples objetos y territorios emocionales. Un notable trabajo de Mariela Amoruso, Javier Antonino y Juan Fernández.
Trenzar la herencia: el cabello como relato
Ah, el cabello. Ese larguísimo cabello es huella, arrastre y herencia viva. Y también es personaje. Se convierte en bebé, en regazo, en alimento, en vínculo. Galliano lo usa como herramienta de bruja moderna: lo trenza, lo destrenza, lo sacude, lo ofrece. Lo arrastra como si llevara consigo todos los nombres no dichos de su linaje. Se ata con él, se cuelga, lo amamanta y también lo esconde, cuando encarna a la madre de peluca corta, tan corta como esos cortes de pelo simbólicos que a veces inauguran una nueva era.
Desde el inicio queda claro que estamos ante un biodrama físico y simbólico. El material escénico surge de experiencias reales de quienes lo interpretan o crean —en este caso, ambas de Galliano—, transformando lo íntimo en un acto escénico universal.
¿Por qué físico? Porque el relato sucede principalmente en gestos, acciones, saltos, caídas, vuelos. El cuerpo deviene archivo vivo de memoria, donde lo ancestral, lo heredado y lo reprimido se expresan a través de una fisicalidad extrema.
¿Por qué simbólico? Porque esos gestos no son literales: un cabello puede ser cuerda, raíz, mandato o herencia. Un vestido de novia puede ser madriguera, mantel, cárcel o santuario. Cada objeto y cada movimiento abre capas de sentido que conectan lo personal con mitos universales: la maternidad, la libertad, el sacrificio. Así, Velar la noche no cuenta solo una vida —o tres— en una noche: convoca un ritual de transformación.
Paisajes sonoros y cuerpos de luz
El vestido de novia es otro ser escénico: se multiplica, se transforma, encierra y libera. La actriz entra y sale de él, juega con su identidad, se reconstruye y renace.
La iluminación de Laura Saban acompaña con inteligencia cada transición emocional y física: los haces de luz esculpen el cuerpo, lo aíslan o lo multiplican, creando un clima onírico e inquietante.
La musicalización de Tomás Rodríguez, junto a la voz de Mariela Santucci, forma una capa sensible que pulsa con el cuerpo, late con la memoria, y por momentos, estalla para acompañar el frenesí de un cuerpo exigido al extremo.
Genealogías del cuerpo en escena
Velar la noche genera en el espectador una emoción visceral, no por lo que se dice, sino por lo que se muestra y vibra en escena. Hay algo del asombro primitivo en la forma de mirar: la boca entreabierta en un «oh» prolongado, la mandíbula caída, los ojos bien abiertos. El cuerpo —el propio y el ajeno— capta algo que las palabras no pueden nombrar. Imposible apartar la mirada. Imposible perder la acción.
Esta potencia conecta secretamente con el legado de Pina Bausch (1940–2009), quien rompió las fronteras entre movimiento y palabra, al crear un lenguaje donde el cuerpo no solo baila: habla, sufre, recuerda, desea. De la misma manera, el cuerpo de Sofía Galliano encarna memorias y pulsiones profundas, transformando el escenario en un territorio donde la emoción se percibe antes de que se entienda.
La obra se inscribe en la línea del teatro de los cuerpos, donde la transformación física y simbólica es el eje, cruzando el nuevo circo, la danza-teatro y el teatro ritual. En Argentina, este linaje tiene un referente claro en Proyecto Migra, del cual Galliano forma parte.
La elección de El Galpón de Guevara como espacio para Velar la noche no podría ser más acertada. Este teatro ofrece una infraestructura técnica adecuada, además de la amplitud y altura necesarias para que las acrobacias, los vuelos y los desplazamientos aéreos desplieguen toda su potencia.
Velar la noche nos sacude durante 50 intensos minutos, y nos deja con la certeza de haber presenciado algo raro, bello, salvaje y profundamente humano.
Galpón de Guevara
(Guevara 326, CABA)
Sábado, 20 h. (hasta 03/05/2025)