El Eternauta entre nosotros: lo que se hereda se transforma
Por Julieta Strasberg
La serie de Bruno Stagnaro no se limita a adaptar la historieta de Oesterheld y Solano López, sino que la relee desde las tensiones del presente: desconfianza, fragilidad del lazo social, representación de género, memoria política y la irrupción de Argentina en el escenario global del streaming.
El Eternauta vuelve. Pero esta vez, bajo el lente de Bruno Stagnaro, la nevada mortal cae en un país que no es del todo el mismo, aunque lo parezca. La esperada serie, inspirada en la historieta de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, propone una relectura crítica y profundamente contemporánea de aquel relato fundacional del imaginario argentino. El inicio en un velero, con tres mujeres al mando, marca un gesto de ruptura: otro espacio, otra sensibilidad. Los puristas se habrán sorprendido por esta escena ajena al relato original.
La serie se despliega en seis episodios —de “Noche de truco” a “Jugo de tomate frío”— donde cada uno propone una atmósfera propia: del juego a la sospecha, del magnetismo al credo, del paisaje a la sangre derramada. Como un viaje por capas de hielo y verdad, cada capítulo condensa una pregunta sobre el presente, en torno a cómo narrar lo común cuando el lazo social está en crisis.
En líneas generales, el primer episodio honra el núcleo del cómic —la nevada letal, la amistad, la invención del traje aislante y la amenaza exterior—, pero desde el segundo capítulo la serie se despega para ingresar en un terreno más íntimo y político. Stagnaro desplaza el eje hacia el presente argentino: desconfianza, caos, miedo al otro. La épica colectiva cede lugar a un drama de microconflictos sociales. Es un Eternauta post-2001, en el que la amenaza también nace de la disolución del lazo comunitario.
Y en esa línea, hay una resonancia inevitable con nuestra propia historia reciente. El desconcierto de los primeros capítulos evoca el escenario post-pandémico: escasez, protocolos improvisados, la súbita desaparición de lo cotidiano. No faltan las escenas en las que los personajes se lanzan a vaciar el supermercado chino del barrio, lo que —en clave de humor ácido— nos remite a las estampidas por el papel higiénico allá por marzo de 2020. Una coincidencia inquietante, que revela hasta qué punto los relatos apocalípticos hablan también del presente, incluso sin quererlo.
La actuación del elenco se destaca por una naturalidad conmovedora, por momentos casi documental. Esa cualidad logra un efecto peculiar: si uno deja de lado el afán por la fidelidad literal y se deja guiar por la memoria emotiva del cómic, puede sentir que está dentro de El Eternauta. No por lo que se copia, sino por lo que se evoca. Hay algo en el ritmo, en los silencios, en las miradas, que captura el desconcierto de ese momento en que la nieve empieza a caer y el mundo deja de ser el que era.
Juan Salvo, interpretado por el ya icónico actor Ricardo Darín, aporta presencia y oficio junto a una profundidad inusual para una figura que, en el original, era más arquetípica que psicológica. En esta versión, Salvo no es un líder heroico a secas, sino un hombre marcado por la experiencia y la pérdida, que enfrenta el desastre con entereza, pero también con dudas. A su lado, Favalli (César Troncoso) sostiene el rol de conciencia racional, pero lejos del sabio infalible, es un personaje vulnerable. Polsky (Claudio Martínez Bel) y Lucas (Marcelo Subiotto) completan ese grupo original, cada uno con su registro e historia, mientras que la incorporación de personajes femeninos introduce nuevas capas generacionales y sociales a la trama.
Andrea Pietra encarna a la esposa de Favalli, un personaje ausente en la historieta original y esencial en esta reescritura. Su presencia activa decisiones, ofrece abrigo, sostiene vínculos. Habita la escena con una ternura firme que expande la trama emocional del relato. Ana encarna la voz del cuidado: una mano que acerca un abrigo, incluso a quien se aleja. Su inclusión amplía el mapa afectivo y revisa los vínculos más allá del estereotipo, en tiempos de colapso.
Como afirman Fernández y Gago (2011), El Eternauta ha sido históricamente “una herramienta de mitificación política”, especialmente en el contexto del kirchnerismo, que convirtió a Juan Salvo en figura heroica y lo fusionó simbólicamente con Néstor Kirchner en la imagen del “Nestornauta”. La serie deja atrás la reafirmación del mito para detenerse en sus fisuras. El heroísmo aparece ahora ambiguo, frágil, cotidiano; lejos de toda claridad moral o épica colectiva.
La mirada de Stagnaro es más ambigua, más descentrada. Menos que un acto heroico, el gesto político aquí es la obstinación de seguir cerca, incluso entre los vínculos débiles que persisten ante el derrumbe.
En ese mismo gesto de actualización, la serie traslada el contexto de la historieta —ubicada en la Buenos Aires de fines de los años 50— al presente. Cacerolazos, apps de reparto, supermercados chinos y cortes de luz reconstruyen una ciudad reconocible y contemporánea. La inclusión de mujeres con roles activos —como Elena (Carla Peterson), Inga (Orianna Cárdenas), Ana (Andrea Pietra), Clara (Mora Fisz) y Pecas (Paloma Alba)— representa una corrección crítica de la representación femenina limitada y estigmatizada en la versión original, que las relegaba a los binomios clásicos de “santa o seductora” (Fernández & Gago, 2011)
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La elección de Ricardo Darín como Juan Salvo generó debate. A diferencia de muchas producciones que intentan disimular la edad de sus protagonistas, la serie convierte esa madurez en una virtud. Salvo, Favalli y los suyos son mayores, y esa experiencia se convierte en un capital simbólico. Como sugiere Berone (2011), los relatos de Oesterheld no evaden la muerte, sino que se preguntan cómo y por qué morir. En ese sentido, este Salvo canoso no contradice al original, sino que lo actualiza desde otra pregunta ética: ¿qué forma de vida justifica la resistencia?
Un agregado singular de esta versión es la incorporación del conflicto de Malvinas como eco narrativo. Ausente en la historieta original, funciona como un refuerzo simbólico del duelo nacional y de la idea de cuerpos que resisten —y caen— en silencio. Así, ancla el relato en otra herida colectiva. El Eternauta lucha contra la nevada, y también contra la historia que regresa en fragmentos de trauma. La serie bordea así, sin declararlo, un tipo de doble temporalidad: la del futuro distópico y la del pasado irresuelto.
Uno de los aspectos más sobresalientes de la producción es su nivel técnico, inédito hasta ahora en una serie argentina. Los efectos visuales —a cargo de empresas locales e internacionales— logran plasmar con precisión tanto el espectáculo apocalíptico de la nieve mortal como la presencia ominosa de las criaturas invasoras. En ese sentido, la apuesta por lo fantástico no resigna verosimilitud ni identidad: Buenos Aires sigue siendo Buenos Aires, incluso en el fin del mundo.
La repercusión internacional fue inmediata. El Eternauta irrumpió como una nevada inesperada en el mapa global de Netflix: silenciosa pero implacable, su estela se expandió desde el sur del mundo hasta los confines de Europa y Asia, tocando incluso las pantallas de Corea del Sur. Uno de los estrenos más comentados del año: la serie revitaliza un clásico y lo proyecta, con fuerza y misterio, al mapa del streaming global.
Este éxito abre naturalmente la expectativa por una segunda parte. Según trascendió, la primera temporada cubre poco más de un tercio de la historieta original. Quedan aún episodios por desplegar, giros que respiran bajo la superficie. La duda ya no es si habrá una continuación, sino qué respiración tendrá: ¿persistirá el tono íntimo, o se encenderá la épica? ¿Avanzará hacia la tragedia, o dejará que el mito tome forma en la bruma?
La gran virtud de esta versión es que, a diferencia de los relatos cerrados, no ofrece respuestas. El Eternauta de Stagnaro habita una zona intermedia entre el mito y la distopía doméstica. Plantea preguntas que desarticulan tanto la épica heroica como la comodidad del espectador: ¿qué queda de nosotros cuando lo común se disuelve? ¿Qué tipo de memoria es posible sin repetir un mito?
Walter Benjamin (1971) lo dijo con claridad: “La culpa, tanto como la inocencia, llevan por igual a un único destino” (p. 204). Es esa mirada —despojada, lúcida— la que también articula la serie. No hay redención asegurada ni castigo merecido: hay trayectorias, decisiones, vínculos rotos y otros reconstruidos. Ahí, en medio de la nieve que cae y del silencio de lo irrecuperable, El Eternauta encuentra una nueva forma de hablar del presente. Y acaso también del futuro.
Referencias
Benjamin, W. (1971). Destino y carácter. En Ensayos escogidos. Buenos Aires: Taurus.
Berone, L. R. (2011). Destino y carácter en la historieta Watami, de Oesterheld y Moliterni. Universidad Nacional de Córdoba.
Fernández, L. C., & Gago, S. (2011). El Eternauta: apropiaciones, usos y construcciones de mitos en la política posdictatorial argentina. VI Jornadas de Jóvenes Investigadores. Instituto de Investigaciones Gino Germani. Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Recuperado de http://www.aacademica.com/000-093/148