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17 abril, 2025

Diseño en escena: Martín Gorricho y el arte de interrumpir el paisaje

Por Julieta Strasberg

Diseño en escena: Martín Gorricho y el arte de interrumpir el paisaje

 

Entrevista a Martín Gorricho 

Desde sus afiches para el Teatro Nacional Argentino hasta sus exploraciones caligráficas en Taiwán, Martín Gorricho transforma el diseño gráfico en una forma de pensamiento, de intervención y de memoria. En esta entrevista, repasa su método, sus tensiones internas, y su forma singular de habitar lo visual: como lenguaje, como archivo, como acto político.

 

En un mundo saturado de formas prefabricadas, Martín Gorricho elige el gesto. El diseño como discurso, el afiche como intervención, la identidad como una forma de ficción visual. Desde sus piezas para el Teatro Nacional Argentino hasta sus viajes de exploración estética en Taiwán, Gorricho construye escenas gráficas que no solo comunican: interpelan, resisten, emocionan. Cada afiche es una pregunta con cuerpo, un recorte de mundo donde el diseño deviene ejercicio de memoria, forma de intervención y, en muchos casos, acto de resistencia.

Formado en Artes por la Universidad Nacional de San Martín y en diseño gráfico e ilustración en la Escuela Martín Malharro de Mar del Plata, Martín Gorricho traza su camino entre la precisión del método y la vibración de lo intuitivo, entre el análisis riguroso y la sensibilidad del ojo entrenado. Desde 2003 dirige su propio estudio —Gorricho Diseño— donde da forma a lenguajes visuales que no solo comunican, sino que laten. Ha creado identidades para instituciones como el Centro Cultural Recoleta, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, la Bienal, el CCK, FLACSO, la ciudad de Comodoro Rivadavia y, sobre todo, para el Teatro Nacional Argentino – Teatro Cervantes, donde su trazo se volvió paisaje: una marca urbana que archiva lo efímero y lo vuelve memoria gráfica.

Desde Taiwán, donde despliega una agenda como embajador del diseño argentino y avanza en propuestas de intercambio con universidades y asociaciones locales, conversamos con Martín Gorricho sobre el diseño entendido como lenguaje, puente cultural y herramienta de pensamiento crítico.

 

 

J.S. Tus afiches para el Teatro Nacional Argentino crearon una identidad visual que desbordó lo institucional y se volvió casi una intervención urbana. ¿Qué pensás que hace que un afiche deje de ser solo comunicación y se vuelva experiencia estética?

M.G. Siempre que diseñás un afiche para la vía pública estás interviniendo la ciudad. Para bien o para mal, estás accionando sobre un espacio compartido e imponiendo algo desde la perspectiva de una organización: puede ser un teatro, una empresa, un gobierno o un partido político. Yo tengo muy presente esa dimensión porque implica una responsabilidad. Estamos llenando el espacio que compartimos con algo que ese «todos» no pidió ver.

Es una opinión personal, pero creo que muy pocas veces esa intromisión es positiva. Las ciudades están llenas de publicidades de cosméticos, comida rápida o telecomunicaciones. Y la pregunta es: ¿mejora en algo el paisaje urbano con esos carteles? No quiero exagerar el impacto, hay problemas sociales más graves, pero la experiencia cotidiana —caminar por la calle, mirar por la ventana del colectivo— se ve atravesada por eso que nos imponen visualmente.

Entonces, si desde una institución cultural como el Teatro Nacional tenemos la posibilidad de ofrecer un pequeño gesto de belleza, yo quiero aprovecharla. Además, el afiche es una de las pocas piezas de diseño donde la dimensión estética sigue siendo central. Hay muchos otros formatos —formularios, manuales, señalética— donde lo visual no es prioritario. El afiche, en cambio, sigue siendo un territorio fértil para la búsqueda de belleza. Pero ojo: no creo que lo estético esté desligado de la comunicación. Ya desde la retórica griega se entiende que la estilización también es una forma de hacer más efectivo un discurso. Hablar bien es comunicar mejor. En diseño gráfico pasa lo mismo. A veces nos reducen a “hacer cosas lindas”, pero no es eso. Nuestro trabajo es comunicar visualmente, y la estética es una herramienta clave para lograrlo.

 

 

J.S. En tus trabajos hay una tensión muy marcada entre la lógica y el capricho, entre lo sistémico y lo disruptivo. ¿Cómo es ese proceso interno de diseño? ¿Hay lugar para el error o la improvisación?

M.G. ¿Esto es para una revista de psicología? Porque me metiste el dedo en la llaga… Mi recorrido es bastante poco convencional: primero estudié ingeniería, después diseño en una escuela de artes visuales, y más adelante hice una licenciatura en artes. Tengo una formación que mezcla matemática, álgebra, física y pensamiento científico —cosas que casi nunca están en el universo del diseño—, con años de pintura, escultura, grabado, toda una formación muy artística que tampoco es habitual en ese ámbito. Y creo que esa mezcla, a veces ambigua o contradictoria, termina marcando mi trabajo.

Hoy en la academia hay mucho recelo hacia lo subjetivo, hacia el capricho, hacia la dimensión más expresiva o emocional del diseño. La línea dominante sigue siendo técnica: el diseño entendido como una disciplina proyectual, racional, que busca el menor grado posible de incidencia personal. Y, en parte, yo trabajo desde ahí. Dedico muchísimo tiempo a relevar, a analizar, a entender el contexto de cada proyecto. En los trabajos de identidad, los primeros meses son pura investigación: formular hipótesis, definir perfiles, establecer objetivos. Todo eso sucede mucho antes de elegir una tipografía o trazar una línea.

Pero con el tiempo fui reconociendo que hay una dimensión que escapa a esa lógica. Una parte más humana, emocional, incluso irracional, que también incide en el resultado. Y cada vez le doy más valor. Lo vengo pensando mucho desde que irrumpieron las inteligencias artificiales. Estas herramientas pueden ayudarnos —y mucho— en las etapas técnicas: análisis de datos, redacción de objetivos, implementación de piezas en múltiples formatos. Pero hay un momento en el proceso donde hay que tomar una decisión que no puede automatizarse. Esa decisión que dice: esto tiene que ir por acá. Y ahí es donde el diseño se vuelve realmente interesante: cuando sale por arriba del algoritmo, cuando se vuelve emocional, sensible, vital. Cuando deja de ser cálculo para volverse intuición.

 

 

J.S. Trabajaste con instituciones culturales muy diversas, desde el Centro Cultural Recoleta hasta la marca ciudad de Comodoro. ¿Qué implica diseñar una identidad cuando lo que se busca es construir un «nosotros»?

M.G. Está buenísimo el planteo, porque creo que toda organización ya tiene una identidad. Nuestro trabajo no es inventarla, sino revelarla: hacer visible algo que, de algún modo, ya estaba ahí. Por eso es tan importante la etapa de análisis. No se puede imponer una identidad visual desde arriba, como si un OVNI la depositara en medio de una ciudad. Y sin embargo, pasa. Muchas veces las identidades se deciden por moda, por intereses políticos o por simple capricho.

Un centro cultural como el Recoleta, o una ciudad como Comodoro, tiene historia, vínculos, un lazo con su comunidad. Esa comunidad ya siente algo por ese lugar: amor, rechazo, indiferencia, pero siente algo. No empezamos nunca desde una hoja en blanco. Cualquier comunicación nueva no inaugura nada: se inscribe en una trama previa de significados. Podemos generar una disrupción, sí, pero esa disrupción también debe ser posible para esa entidad, debe poder ser asumida por su gente. Ahí se juega el “nosotros”.

Yo pienso todo esto con una metáfora biológica: el genoma y el fenoma. El genoma es toda la información que hace funcionar a un organismo; el fenoma, lo que se expresa visiblemente: el color de las hojas, el tamaño de un árbol, la forma de las alas de un insecto. Ese aspecto visible puede variar con el tiempo o por factores externos —las estaciones, una poda, una herida—, pero siempre dentro de los márgenes que el genoma permite. Las identidades visuales son eso: expresiones visibles y posibles de algo mucho más profundo. No pueden ser cualquier cosa: tienen que estar en sintonía con lo que esa institución o ciudad ya ha sido, ha dicho, ha hecho. Con su gente, su historia, su arquitectura, su cultura.

Por eso digo que diseñar una identidad no es inventar, sino descubrir. Es encontrar lo que ya estaba y traducirlo en una forma viva, justa y reconocible para este momento.

 

 

J.S. ¿Qué aprendiste del diseño como herramienta de memoria, de disputa simbólica, de relectura de lo que somos?

M.G. No sé si aprendí algo en términos sistemáticos, pero sí tengo algunas intuiciones. Creo que nuestra memoria está profundamente marcada por decisiones de diseño del pasado. Lo pienso desde lo personal: las golosinas, los envases, los cuadernos, los objetos de la infancia. Muchas de mis memorias están construidas por formas, colores, tipografías. Y con los pueblos pasa algo similar: las naciones también construyen su narrativa a partir de esa objetualidad visual.

Claro que hay algo inmediato y cotidiano: lo que veo en la calle, en el subte, en los carteles, en las tiendas, en los envases. Todo eso me habla. Pero el otro día visité un museo histórico y antropológico de la ciudad, y —llámenlo deformación profesional— quedé completamente absorbida por lo gráfico. Porque eso que este pueblo elige mostrar para contar su historia no es casual. Es memoria visual. Y también es política: en esas elecciones se cuela una narrativa, una forma de decirnos cómo quieren ser recordados. Me conmueve ver cómo, incluso en lo más mínimo, el diseño sigue siendo una forma de relato. Una manera de dejar huella.

Estando en Taiwán lo veo con claridad. La imagen que me formo de este lugar está atravesada por sus diseños: los carteles, los empaques, los papeles. El otro día, en un museo histórico, me obsesioné con gráficas antiguas. Son parte de cómo ese pueblo quiere ser recordado.

Hay algo que me ronda hace tiempo —y que quizás no responda directamente a lo que me preguntaste, pero que me parece importante—: ¿hasta qué punto el diseño está librando hoy una verdadera batalla en el plano simbólico? Históricamente, el diseño fue clave en la construcción de imaginarios colectivos. Basta pensar en los carteles del Mayo Francés, las gráficas del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos durante los 60 y 70, o las propagandas republicanas en la Guerra Civil Española. En todos esos momentos, el diseño no fue un decorado: fue una herramienta de lucha, una forma de darle cuerpo y color a una idea.

Pero hoy, en nuestra región, tengo la sensación de que esa potencia simbólica está siendo subestimada por quienes más la necesitan. Mientras la derecha invierte tiempo, dinero y estrategia en comunicación visual, el progresismo parece haberle soltado la mano al diseño. Como si lo hubiera asociado, equivocadamente, a una estética del poder conservador. Como si comunicar bien fuera sinónimo de traicionar los principios. Y así, la derecha avanza con campañas visuales eficaces, mientras del otro lado faltan recursos, planificación, ganas. No hay tiempo, no hay presupuesto, no hay estrategia. Pero sí hay algo: hay chispazos. Hay rebeliones gráficas que surgen desde abajo. Por suerte.

A veces, la batalla simbólica la da una sola persona con una cuenta de Instagram. Pienso, por ejemplo, en lo que hace Pilar Dibujitos: una voz visual potente, que interpela, emociona, genera comunidad. O en el colectivo Tinta & Memoria, que lleva sus estampas a las marchas, que imprime sentido en cada imagen, que entiende que la lucha también pasa por los ojos.

Eso es lo que me da esperanza: que aún cuando los grandes movimientos desatienden el poder del diseño, siguen existiendo quienes, desde la trinchera cotidiana, deciden no abandonar el terreno simbólico. Porque ahí también se juega el futuro.

 

 

J.S. El viaje a Taiwán parece también una exploración de identidad. Estudiás chino mandarín, pero también estás conociendo otras formas de entender la cultura visual. ¿Qué te llevó hasta allá y qué estás descubriendo?

M.G. Mi vínculo con Taiwán comenzó hace algunos años, cuando recibí un reconocimiento en el Taiwan International Graphic Design Award. A partir de ese premio, la Oficina Comercial y Cultural de Taipéi en Buenos Aires me propuso tender un puente entre Argentina y Taiwán desde el diseño gráfico.

Así empezamos a contactar asociaciones locales y a tejer redes con la Unión de Diseñadores Gráficos de Buenos Aires, de la que formo parte. Como suele pasar con estas cosas, una cosa llevó a la otra… y hoy estoy acá, en Taiwán, inmerso en una cultura tan lejana como fascinante.

Todo es descubrimiento: el idioma, la comida, los tiempos, las costumbres. Un poco es estar en otro mundo. Mi foco está en lo visual: el diseño, la imagen, los signos que hablan sin palabras. Y es ahí donde estoy poniendo más el foco. Estoy aprovechando el viaje para tomar clases de caligrafía tradicional china. Es un aprendizaje completamente nuevo para mí, y profundamente bello.

Las clases son una especie de meditación. Somos apenas seis personas, en silencio, observando al maestro trazar los caracteres. Nos muestra cómo toma el pincel, cómo carga la tinta, cómo respira antes del gesto. Después, repetimos una y otra vez. Todos en silencio. El trazo no es solo forma: es ritmo, es pulso, es concentración.

Todo —los papeles de arroz, los pinceles, el silencio mismo— está cargado de una belleza tranquila, casi ritual. No sé aún cuánto influirá esto en mi trabajo, pero sé que ya me está transformando.

Porque uno diseña desde lo vivido. Desde lo que lo atraviesa, lo que lo conmueve, lo que lo transforma. Y venir a un país con una cultura visual tan distinta es, sin dudas, como sumarle de golpe un montón de colores nuevos a la paleta.

J.S. ¿Qué lugar tiene el cuerpo en tu trabajo visual? Muchos de tus afiches teatrales incorporan figuras humanas, fragmentadas, duplicadas, atravesadas por texturas o elementos no realistas.

M.G. El cuerpo aparece mucho, sobre todo en los afiches. Y creo que eso tiene que ver con su pregnancia. Cuando diseñás un afiche, pensás en captar la atención rápido, en dejar una imagen que quede grabada. El cuerpo humano, por más complejo que sea, es una figura que reconocemos de inmediato. Nos interpela. Incluso cuando está fragmentado, deformado o abstraído, el ojo lo busca, lo reconstruye, lo identifica.

Además, es un territorio donde se cruzan dos fuerzas muy potentes: Eros y Tánatos. Todo lo que tiene que ver con el deseo, el erotismo, el sexo, nos atrae de forma casi automática. Pero también nos convoca lo que toca el riesgo, el vértigo, la violencia, el trauma. Un cuerpo intervenido gráficamente, atravesado por texturas o formas no realistas, puede producir una inquietud sensorial o emocional muy fuerte. Me interesa trabajar desde ahí: desde esa inmediatez afectiva.

 

 

J.S. En tu metodología hay una etapa muy fuerte de análisis e investigación. ¿Cómo se construyen esas hipótesis que después se convierten en imágenes?

M.G. Es una tarea larga y bastante compleja, pero voy a tratar de sintetizar lo esencial. Para mí, lo más importante es definir qué se quiere contar del proyecto. Ese es el verdadero núcleo. La primera pregunta que hay que hacerse es: ¿por qué alguien se interesaría en esto, con todas las otras cosas que podrían interesarle? ¿Qué tiene de singular, de propio, esta propuesta?

Y no hablo de listar servicios o describir productos, sino de pensar el tono del proyecto, cómo va a ser percibido, qué tipo de relación va a establecer con su comunidad. Eso es clave para después poder traducirlo a un lenguaje visual. Si una institución se plantea como seria, rigurosa y formal, ya sabés por dónde empezar: ciertas tipografías, colores acotados, un estilo fotográfico más sobrio. Si en cambio quiere presentarse como un espacio lúdico, disruptivo, de exploración, la paleta y el universo visual serán completamente otros.

Gran parte de esa etapa inicial es justamente eso: acordar un perfil. Y muchas veces ese perfil no está claro, ni mucho menos escrito. Ahí entra en juego nuestro trabajo: ayudar a definirlo.

Algo que se da con mucha frecuencia —y que influye enormemente en el diseño— es lo que yo llamo el «rediagnóstico» del caso. Muchas veces el cliente llega con una solicitud que ya implica un diagnóstico previo: “Necesitamos rediseñar el logotipo”. Pero cuando preguntás por qué, empieza a abrirse la verdadera caja de Pandora. A veces el problema no es el logo, que puede estar perfectamente bien. Tal vez el problema está en la falta de coherencia en el uso del sistema de identidad, en el tono de la comunicación, en el nombre del proyecto, o en los medios elegidos para difundirlo.

Como le escuché decir a mi colega Valeria Dulitzky: el cliente te pide un puente porque tiene que cruzar un río, pero tal vez lo que realmente necesita… es un bote. Y ahí es donde entramos, como profesionales del diseño, con más herramientas para leer el problema, hacer un diagnóstico más profundo y dar una respuesta más ajustada. Las imágenes que van a surgir del proceso pueden ser completamente distintas según cómo pensemos —desde el principio— el sentido de lo que se quiere comunicar.

 

Diseño del nuevo disco de Charly García junto a la artista plástica Renata Schussheim

 

J.S. ¿Qué referentes te acompañan hoy, tanto en el diseño como en la vida?

M.G. No sé si tengo referentes en el sentido tradicional. Hay muchos colegas —de distintas épocas, de distintos lugares— cuyo trabajo me encanta, pero no tengo a alguien a quien vaya a consultar cuando necesito pensar algo o entender el mundo. Esa figura del “referente” como guía intelectual o creativo no me resulta muy cercana.

Ahora estoy armando una presentación para una conferencia en Taiwán, un pantallazo del diseño argentino contemporáneo. En ese proceso fui seleccionando material de gente que admiro y que quiero mostrar. Por ejemplo, seguro voy a incluir a Edgardo Giménez, que para mí hizo algunos de los mejores afiches del país. También a Juan Gatti, que me parece brillante y probablemente sea el diseñador argentino con mayor proyección internacional, sobre todo por sus trabajos para Almodóvar. Y también a Alejandro Ros, de una generación mucho más joven, aunque pareciera que lleva mil años diseñando cosas geniales sin parar.

Hay muchas personas —colegas, gente amiga— que están haciendo cosas buenísimas. Con Edgardo, en particular, tuve la suerte de trabajar varias veces. Nos hicimos amigos. Y aunque somos completamente distintos —tal vez hasta opuestos— en la manera de encarar el trabajo, admiro mucho su desparpajo, su aproximación lúdica a todo, su voluntad arrolladora. Tiene una energía creativa que contagia.

También trabajé en varios proyectos con Renata Schussheim, a quien admiro profundamente. Con ella también se generó un vínculo de amistad. Es divina y, además, imparable: todo el tiempo está pensando, inventando, creando personajes, situaciones, universos. Yo, que vengo de una formación muy técnica y metodológica, la miro con fascinación. Parece moverse guiada por una pulsión vital que no se detiene nunca. Es difícil seguirle el tren, pero es un viaje hermoso hacerlo.

 

 

J.S. Si tuvieras que pensar un afiche que te represente hoy, ¿qué imagen, color o palabra llevaría?

M.G. No sé si puedo —o si quiero— responder a esa pregunta. ¿Está mal? No creo que un afiche pueda representar a una persona. O al menos, no a mí. Y además, pensar un afiche nunca es algo inmediato en mi caso. No es que leo un texto y ya sé qué imagen va, qué tipografía usar o qué colores elegir.

Al contrario: leo muchas veces, escribo palabras clave, anoto ideas sueltas, hago bocetos a lápiz, los descarto. Y después, mucho más tarde, empiezo a armar algo con imágenes y formas. Y vuelvo a cambiarlo todo. Necesito tiempo, capas, dudas.

 

Final abierto

Martín Gorricho no diseña para decorar ni para explicar: diseña para tensionar. Sus afiches no ilustran, interrogan. Son operaciones visuales que se inscriben en la ciudad como preguntas mudas, pero insistentes. Preguntas que resisten la inmediatez, que obligan a detenerse, a mirar distinto.

Su trabajo no parte de fórmulas ni tendencias, sino de procesos largos, casi rituales, donde la investigación se vuelve escucha, y el diseño, una forma de pensamiento. Porque para Gorricho, una identidad no se inventa: se descubre. Y un afiche no se improvisa: se cultiva. Fotos icónicas: como el album de tapa del último disco de Charly García.

En tiempos donde el diseño suele diluirse en algoritmos y plataformas, él insiste en lo humano. En la demora, en el trazo, en la intuición. Su método combina análisis meticuloso con irrupciones sensibles, y cada decisión gráfica lleva dentro un gesto, una herida, una historia.

Martín Gorricho no es solo un diseñador con firma propia: es un autor que piensa el diseño como lenguaje y como territorio. Desde Taiwán o desde Buenos Aires, su trabajo sigue explorando la imagen como acto político, como archivo afectivo, como gesto que resiste al olvido. No diseña para complacer. Diseña para narrar, para provocar, para darle espesor al caos. Y en tiempos donde las formas se repiten y los gestos se desgastan, su trazo persiste: singular, irreverente, reconocible como una voz que no teme salirse del margen.

 

 

 

 


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