El cuerpo como altar: llorar una madre en la garganta
Por Julieta Strasberg
Una performance catártica que transforma el escenario en un duelo compartido. La historia de una hija y su madre, de un cuerpo enfermo y otro agotado de cuidar, y de un público que llora sin consuelo desde el primer minuto. Lo que queda cuando el amor es más fuerte que la pérdida.
El cuerpo anímico no es una obra que se ve: es una obra que se atraviesa. Una performance catártica —si tal cosa existe— en la que Mariela Asensio pone en escena no solo su cuerpo, sino también el cuerpo de su madre. La enfermedad, el amor, los audios grabados, los recuerdos —esa materia volátil que se aferra a los huesos— componen un tejido sensible donde el duelo se transforma en acto poético.
Podríamos llamar performance catártica —categoría inventada, pero necesaria— a una forma escénica donde la experiencia emocional no solo es representada, sino vivida en tiempo real por quien la interpreta, y en espejo por quien la presencia. Es una práctica escénica que se vuelve rito de pasaje, duelo, limpieza o reparación. Una forma de testimoniar que desborda lo ficcional para tocar una herida viva. El cuerpo de la actriz —Mariela Asensio, en este caso— no se ofrece como vehículo para “otro”, sino como soporte directo de la emoción propia, a veces inacabada, a veces todavía inconclusa.
Catarsis no en el sentido aristotélico de purga emocional colectiva solamente, sino como proceso de exposición y transformación: la escena como espacio de tránsito, donde el cuerpo siente, nombra y se ve atravesado por lo que representa. La escena como posibilidad de duelo. Y de alquimia afectiva.
Pienso en una performance catártica donde el yo escénico no es una máscara, sino un umbral. La persona no actúa algo que pasó: se deja atravesar por eso que aún pasa —le pasa—. Y eso genera una reacción inmediata en el público: las lágrimas, el temblor, la respiración contenida. Todos esos gestos físicos del espectador son parte de la obra.
No hay metáforas abstractas: hay carne, voz, archivos. La voz de la madre ausente que resuena en el espacio. La voz que se quiere recuperar desesperadamente, como si al nombrarla se pudiera volver a existir.
Pero lo más impactante no está sobre el escenario. O no únicamente. Lo que sucede en el público es tan contundente como lo que se representa: las lágrimas comienzan a correr desde el primer momento. Y no hay salvación posible. No importa la edad, el género, la historia personal. Todos nos vemos reflejados. Porque todos hemos amado a alguien que se fue, o temido que se vaya, o temido irnos sin haber sido del todo vistos.
Hay obras que nos emocionan. El cuerpo anímico nos expone. Nos deja vulnerables y nos acoge al mismo tiempo. La sala entera se convierte en una comunidad del llanto, en una ceremonia colectiva de empatía. Un ritual contemporáneo que no intenta resolver nada, pero que lo pregunta todo: ¿cómo seguimos viviendo cuando ya no está quien nos sostuvo? ¿Cómo cuidamos a quien nos cuidó? ¿Cómo sobrevive un cuerpo frágil en un mundo que solo celebra la potencia?
Con dirección de Paola Luttini, y junto a la conmovedora interpretación de Cristina Maresca en el papel de la madre, Mariela Asensio compone un texto íntimo y valiente. El cuerpo anímico es una obra profundamente autobiográfica —y se nota—. No lo es solo por los hechos que relata, sino por la textura emocional con la que están tramados los vínculos, las palabras, los silencios.
Cristina Maresca encarna a esa madre —esa vieji, esa loqui— con una ternura desbordada y una entrega absoluta. No representa a “una madre enferma”: la habita. La presencia de Maresca aporta la dosis justa de humor, de ironía, de sensibilidad feroz, sin solemnidad, sin clichés. Su cuerpo, más que actuar, acompaña, se entrega, pulsa. La escena se convierte, gracias a ella, en un espacio donde el amor y el deterioro conviven sin contradicción.
El espacio escénico —atravesado por cortinas translúcidas que remiten a salas de espera, a boxes de quimioterapia, a tratamientos oncológicos— amplifica esa sensación de fragilidad. Las paredes no son duras ni fijas: son blandas, móviles, transparentes. Velan, disimulan, cubren… pero no logran ocultar. Al contrario: dejan entrever, anticipan, insinúan desde el primer momento lo que ya sabemos (o tememos): que esta madre luchó ocho años contra un cáncer en una batalla tan desigual como inevitable.
La escenografía, las luces, los audiovisuales y el diseño general se ponen al servicio de esa atmósfera flotante donde todo está a punto de desvanecerse. Nada es fijo. Nada es seguro. Todo —como la vida misma— se sostiene con hilos finos. Y sin embargo, se sostiene.
Y no es menor que sea el cuerpo de Mariela Asensio el que se ofrezca como vehículo de ese relato. Quienes la hemos visto actuar sabemos que su cuerpo está siempre en movimiento: un cuerpo que cuida, que acompaña, que camina con su madre al hospital, a comprar sushi, a sentarse en una plaza, a comer con amor, con pocas monedas o con lo justo, con lo necesario y también con videos de apoyo emocional. Un cuerpo que no se ahorra. Que se pone al servicio del otro sin medida.
Y también, ese mismo cuerpo, el que en escena salta la soga frenéticamente hasta extenuarse. Hasta que no quede aire, hasta que no haya pensamiento, hasta que el cansancio físico le gane al dolor emocional. Huir del sentir, huir del pensar, a veces es la única forma posible de seguir. Y en El cuerpo anímico, ese gesto se transforma en una coreografía catártica: correr para no llorar, sudar para no quebrarse, moverse para no quedarse sola con el silencio.
La puesta, sencilla y precisa, acompaña todo esto sin interferir. Sostiene el tono confesional sin caer en el golpe bajo —aunque a veces lo roce—. El dolor no se grita: se respira. Pero también está el enojo: contra el sistema, contra las apps, contra la prepaga que promete más de lo que cumple. Ahí también nos reconocemos todos, de una u otra manera. En esta obra, cada gesto se vuelve lenguaje. Y la memoria, acción escénica.
Asensio compone un texto íntimo y valiente. Una obra que retoma el camino iniciado con La casa oscura, para hablar de lo real. Si la salud mental era el territorio de aquella, aquí el cuerpo se vuelve frontera. Y altar. Un cuerpo enfermo que desafía los mandatos de la productividad, que interrumpe el flujo maquinal del hacer sin pausa, que exige detenerse y mirar.
Y no es menor que sea el cuerpo de Mariela Asensio el que se ofrezca como vehículo de ese relato. Quienes la hemos visto actuar sabemos que su cuerpo está siempre en movimiento: corriendo en una bicicleta fija toda la obra -como en la inolvidable Que vivan las feas-. Aquí, la vemos en un cuerpo que cuida, que acompaña, que camina con su madre —su vieji, su loqui— al hospital, a comprar sushi, a sentarse en una plaza, a comer con amor en forma de sushi, con pocas monedas o con muchas, con todo lo que hace falta y también con videos de apoyo emocional. Un cuerpo que no se ahorra y que se pone al servicio del otro sin medida.
Y también, ese mismo cuerpo, el que en escena salta la soga frenéticamente hasta extenuarse. Hasta que no quede aire, hasta que no haya pensamiento, hasta que el cansancio físico le gane al dolor emocional. Huir del sentir, huir del pensar, a veces es la única forma posible de seguir. Y en El cuerpo anímico, ese gesto se transforma en coreografía catártica: correr para no llorar, sudar para no quebrarse, moverse para no quedarse sola con el silencio.
La puesta, sencilla y precisa, se apoya en imágenes audiovisuales, luces y escenografía para sostener el tono confesional sin caer en el golpe bajo —aunque a veces lo roce—. El dolor no se grita: se respira. Pero también está presente el enojo: contra el sistema, contra las apps, contra la prepaga que promete más de lo que cumple. Ahí también nos reconocemos todos, de una u otra manera. En esta obra, cada gesto se vuelve lenguaje. Y la memoria, acción escénica.
El cuerpo anímico dialoga con otras performances catárticas que desbordan lo escénico para alojar lo vivencial. Me refiero a Gordas, de Natalia Marcet, donde el cuerpo aparece como campo de batalla; a la misma La casa oscura, de Asensio, con su dispositivo documental sobre salud mental; a la entrañable Mi hijo solo camina un poco más lento, de Ivor Martinic, que explora los vínculos familiares desde la fragilidad del cuerpo; o a Todo tendría sentido si no existiera la muerte, de Mariano Tenconi Blanco, donde la ficción se desarma frente a la intensidad emocional del vínculo madre-hijo.
El cuerpo anímico es una obra para llorar con otros. Para dejarse tocar sin pudor. Para hacer del teatro un abrazo, aun cuando todo duela.
Teatro del Pueblo – Lavalle 3636
Sábados a las 18 h