El grito que nadie escuchó – Subjetividad, violencia y masculinidad adolescente en la era del algoritmo
Por Julieta Strasberg
¿En qué momento dejamos de escuchar? ¿Qué ocurre cuando un niño que no habla, actúa? ¿Cómo se construye la violencia cuando no hubo palabra que nombrara el dolor? ¿Qué forma toma la masculinidad cuando el deseo fracasa en hacerse vínculo?
Estrenada el 13 de marzo de 2025 en Netflix, Adolescencia llegó como quien lanza una piedra al centro del estanque emocional: sin aviso, sin cortes, sin posibilidad de mirar para otro lado. Dirigida con pulso quirúrgico por Philip Barantini y escrita por Jack Thorne y Stephen Graham —dupla experta en incomodar con elegancia—, esta miniserie británica de cuatro episodios filmados en plano secuencia no vino a contar un crimen, sino a desarmar una casa desde adentro. Jamie, trece años, rostro de niño y peso de mundo, es arrestado por el asesinato de una compañera de escuela. Y desde ese instante, todo lo que parecía sólido en su entorno se vuelve pregunta. O, mejor dicho, eco.
Una infancia sin inscripción
Que un adolescente actúe violentamente no implica necesariamente que haya sido desamado, sino que —como advierte Bleichmar (2005)— puede tratarse de un sujeto no inscripto simbólicamente, sin palabra que lo nombre ni lazo que lo sostenga. Jamie, el protagonista de Adolescencia, no es un monstruo, sino un vacío: alguien atravesado por discursos que se vuelven identidad cuando no hay escena posible donde tramitar el dolor. En lugar del relato, el loop. En vez del Otro, el algoritmo.
Esta ausencia de inscripción se agrava cuando también fallan los marcos de legalidad simbólica que ordenan los vínculos. Tal como desarrolla la autora en otro de sus trabajos, la violencia escolar —y por extensión, la violencia adolescente— no es una excepción patológica, sino un síntoma del debilitamiento del lazo social y de la pérdida de adultos capaces de ofrecer límites consistentes (Bleichmar, 2014). Allí donde no se construyen marcos simbólicos, la fuerza se impone o el sujeto se repliega. La conflictividad deja de ser una pregunta y se cristaliza como identidad. Lo que antes se tramitaba, ahora se consume como lógica de pertenencia.
Ese debilitamiento se expresa —como advierte Bleichmar— como una falla estructural en la posibilidad misma de simbolizar el conflicto. La autora señala que “cuando no hay un tercero que intervenga para poner límite, la violencia emerge como único modo de inscripción del sujeto en lo social” (Bleichmar, 2014, p. 54). Es decir, cuando la ley simbólica se retira, lo que aparece es la fuerza. Y en el caso de Jamie, lo que debería haber sido palabra mediadora, fue reemplazado por una red de voces cerradas sobre sí mismas.
Entre esos discursos, la serie sugiere el universo incel, esa comunidad de varones adolescentes que se definen como “célibes involuntarios” y construyen un relato en el que las mujeres —y el mundo— son culpables de su frustración. Esa ideología que transforma la exclusión en resentimiento circula por los foros como un axioma de eficacia perversa: “el 80 % de las chicas desea al 20 % de los varones; el resto no existe”. Así, absolutiza la angustia y clausura la posibilidad del lazo. La serie plantea, sin didactismo, una pregunta lacerante: ¿qué pasa cuando no hay adultos disponibles para hablar?
Masculinidad en trama
Adolescencia se inscribe entre las pocas ficciones televisivas que logran abordar las masculinidades en crisis sin caer en la estigmatización ni en la idealización. La serie construye un espacio donde el personaje de Jamie no es diagnosticado, juzgado ni salvado, sino expuesto en su complejidad: un adolescente que habita una masculinidad moldeada por silencios, presiones y espejos ausentes. Thorne y Graham se detienen en la gestación invisible de la ira masculina, en ese núcleo de frustración afectiva que no encuentra canal de elaboración.
En el recorrido de Jamie, lo masculino aparece como una carga que se impone. Su identidad se forma en un paisaje saturado de mandatos de eficacia, autonomía y éxito sexual, sin adultos presentes que ofrezcan alternativas más diversas o humanizadas. Como plantea la socióloga Valeria Mutuberría (2019), las nuevas generaciones de varones adolescentes muchas veces reproducen lógicas de dominación por falta de herramientas para narrarse de otro modo. El problema, entonces, es lo que hacen y el modo en que fueron habilitados —o no— a preguntarse quiénes pueden ser.
La actuación de Owen Cooper (Jamie) resulta crucial para traducir esa tensión entre mandato y vacío. Cada gesto, cada silencio, cada mirada esquiva expresa una subjetividad atrapada entre la exigencia de ser fuerte y la imposibilidad de nombrar la angustia. Una intensidad contenida, cuidadosamente medida, que revela el modo en que las masculinidades pueden habitarse como prisión emocional. La serie consigue una mirada crítica sin renunciar a la empatía, y pone en escena el malestar de un adolescente que no fue escuchado a tiempo.
Un padre que presencia el quiebre
La figura de Eddie Miller, interpretado con una tensión contenida por Stephen Graham, encarna una paternidad expuesta a su propio límite. Presente durante los momentos decisivos, comparte con su hijo el espacio que sigue al quiebre, habita la incertidumbre, sostiene con dificultad una cercanía que se transforma. La conmoción lo atraviesa y redefine su modo de estar en una nueva forma de vínculo. En el rostro de ese padre se condensa el asombro ante una infancia que se vuelve irreconocible y una paternidad que debe reinventarse en medio del desconcierto.
Manda, la madre (Christine Tremarco), y Lisa, la hermana (Amélie Pease), orbitan ese mismo núcleo de impacto afectivo. Mientras intentan comprender los fragmentos que deja la tormenta, se transforma la dinámica familiar y la trama íntima que sostenía sus formas de cuidado. Aparecen nuevos interrogantesl: ¿Qué fue lo que callamos creyendo proteger? ¿Qué mirada no alcanzó a nombrar el malestar? ¿Qué vínculo necesita un adolescente para no quedar solo frente a sus zonas oscuras?
El detective Luke Bascombe (Ashley Walters), al frente de la investigación, despliega una actuación profesional precisa. En él, la figura de Jamie introduce una conmoción que lo interpela desde lo personal. La distancia habitual se altera, y en ese movimiento comienza a insinuarse una pregunta que atraviesa a su propia historia: el modo en que se construye el vínculo con su propio hijo. Frente a él, la detective Misha Frank (Faye Marsay) sostiene su lugar con sobriedad e inteligencia, anclada en una ética clara que, aun así, no impide el temblor.
Subjetividades fragmentadas
En su modelo clásico del desarrollo cognitivo, Jean Piaget (1954) ubicó hacia los 12 o 13 años el inicio del pensamiento formal, una etapa en la que el sujeto puede formular hipótesis, imaginar alternativas, asumir reglas complejas y desplegar empatía. Sin embargo, ¿alcanza esa progresión lineal para comprender la adolescencia actual? El momento lógico del que hablaba Silvia Bleichmar (2005) —ese pasaje estructurante que sigue a la caída del Otro parental— se ve hoy alterado por la saturación de imágenes, discursos y mandatos que circulan fuera, y muchas veces en lugar, de los vínculos significativos.
En este nuevo ecosistema, lo que antes se elaboraba en el cuerpo, en el lenguaje o en la escena familiar, ahora se tramita bajo la lógica cuantificable del entorno digital. Alejandro Schujman (2022) describe este paisaje como un mundo “sin espera, sin falta, sin tiempo”, donde el deseo se vuelve demanda y la frustración carece de mediaciones. Las redes sociales ofrecen marcos identitarios rígidos y polarizados, otros tiempos y desplazamientos de sentido. Para el sujeto de 13 años, distinguirse se vuelve más urgente que integrarse; la exposición sustituye al reconocimiento; el rendimiento desplaza al juego simbólico. La identidad, entonces, ya no se construye en la pausa o en el error, sino en la velocidad y en la cifra.
Desde la sociología, François Dubet (2006) advierte que la caída de las instituciones estructurantes —familia, escuela, religión— ha dejado al adolescente frente a un “imperativo de autorrealización” desprovisto de sostén. Ya no se trata solo de convertirse en alguien, sino de justificar permanentemente ese alguien ante los otros y ante sí mismo. La adolescencia, más que un tránsito, deviene saturado campo de disputa donde se juega el derecho a existir sin ser absorbido por la lógica del mérito, el rechazo o el silencio del algoritmo.
La escena edípica, antes núcleo simbólico de la subjetividad, cede lugar a las pantallas, que que replican, miden, contabilizan. Ya no importa tanto ser deseado como ser visible. Ya no basta con esperar: hay que mostrarse. En ese vértigo, el yo adolescente se multiplica en perfiles, se fragmenta en rankings y queda expuesto a una exigencia sin descanso: existir sin dejar de performar.
La herida que permanece abierta
Adolescencia se despliega sin consuelo garantizado ni resoluciones artificiales. Prefiere abrir un espacio incómodo donde la pregunta persiste y el sentido se vuelve esquivo. Lo que despliega no es el mapa de un crimen, sino el contorno borroso de una ausencia: la del lazo que no se tendió, la de la escucha que no alcanzó a tiempo, la del gesto que no supo contener. En este retrato inquietante, los adultos están pero con una presencia opaca, desfasada, un eco que llega cuando ya todo estalló.
La figura de la psicóloga infantil —encarnada con una sobriedad cargada de duelo por Erin Doherty— encarna ese intento de reparación tardía, esa intervención que reconoce su necesidad aun cuando sabe que ya no puede suturar lo que se rasgó. La herida permanece abierta, como el plano secuencia, con su gesto obstinado de mirada continua.
Adolescencia interpela sin gritar y conmueve sin entregar alivio. Obliga a pensar de qué modo se configura hoy la subjetividad adolescente, en un mundo donde el deseo tropieza con el algoritmo, donde la palabra pierde cuerpo y la ley se desdibuja en la velocidad del consumo. Su potencia radica en dejar una marca: persistente, áspera, visible solo para quienes estén dispuestos a no mirar hacia otro lado.
Referencias
Bleichmar, S. (2005). Violencia social en la infancia: una mirada desde el psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.
Bleichmar, S. (2014). Violencia social, violencia escolar: de la puesta de límites a la construcción de legalidades (1ª ed., 3ª reimp.). Ciudad Autónoma de Buenos Aires: NOVEDUC. Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico.
Dubet, F. (2006). El declive de la institución. Barcelona: Gedisa.
Millás, J. J. (2024). Los incels y la angustia del cuerpo en formación. El País. Recuperado de https://elpais.com
Piaget, J. (1954). The Construction of Reality in the Child. Nueva York: Basic Books.
Schujman, A. (2022). El cansancio de los adolescentes: sin espera, sin falta, sin tiempo. Buenos Aires: Planeta.
Thorne, J., & Graham, S. (Creadores). (2025). Adolescencia [Serie de TV]. Netflix.