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21 marzo, 2013

En los últimos años, las transformaciones del dispositivo cinematográfico han inducido a una revalidación del debate sobre el realismo. La premisa del siguiente recorrido consiste en indagar los enfoques teóricos más determinantes en torno a la impresión de realidad en el cine, una cuestión de vital importancia frente al complejo panorama actual.

 

Por: Julián Tonelli

 

El realismo y la deconstrucción: las corrientes teóricas de posguerra

El nacimiento del cine se produce, como todos sabemos, en 1895, a cargo de los hermanos Lumière. Previamente, durante el siglo XIX, algunos artefactos anticiparon ese hito; basta recordar el zootropo de Horner (1820), el fenaquitoscopio de Plateau (1828), el praxinoscopio de Reynaud (1877) y el kinematoscopio de Coleman Sellers (1861). Intrínseca a estos lanzamientos era la idea de que la imagen móvil poseía un estatuto mágico, milagroso. Desde luego, la aparición del registro fílmico echa por tierra tales suposiciones. Cinco décadas más tarde, André Bazin —padre de la crítica moderna— basa su teoría realista en una premisa: la fotografía (antecesora natural del séptimo arte) es, en esencia, objetiva. Sus virtualidades estéticas consisten en su poder de revelar lo real. Ahora bien, ¿qué función cumple el lenguaje cinematográfico? Para Bazin, el montaje es un «creador abstracto del sentido» cuya utilización siempre conlleva un costo respecto de la especificidad en el cine. Según este principio fundamental, la unidad del espacio debe ser respetada. En otras palabras, ninguna imagen está exenta de trucaje, y la cinematográfica no es la excepción; sin embargo, la pureza de la técnica fotosensible hace presuponer que lo captado tuvo lugar en la realidad. Con todo, la prédica baziniana se halla directamente vinculada a una coyuntura precisa: la Europa de posguerra.
Allá por 1936, en su legendario ensayo «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», Walter Benjamin se refería a la estetización de la vida política, propia de los regímenes autoritarios, alertando sobre los riesgos de esa propuesta: «La humanidad que en los tiempos de Homero era un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, ahora es un objeto de contemplación para sí misma. Su autoalienación ha alcanzado tal grado que puede experimentar su propia destrucción como placer estético de primer orden». En contrapartida a las grandes puestas en escena fascistas, el neorrealismo italiano (Rossellini, De Sica) y la crítica francesa impulsan un renovado respeto frente a la realidad. A esta ya no se la puede manipular, pues, como quedó demostrado, es frágil. En el terreno específico del cine, Bazin no solo apunta contra el montaje ideológico de Eisenstein sino también contra la narrativa clásica hollywoodense y sus sofisticados métodos de edición. Cimentado sobre la base de férreas convenciones genéricas, el film de factoría americana se vale de recursos diametralmente opuestos a los que debe emplear una obra realista.
Los postulados del fundador de Cahiers du Cinéma, no obstante, serán cuestionados a la luz de un contexto histórico diferente. La teoría del cine posterior a Mayo del 68, con Jean Louis Baudry y Jean Louis Comolli a la cabeza, es el ejemplo más radical. Nuevos enfoques describen los «efectos ideológicos» del «aparato cinematográfico», el cual, lejos de asegurar el registro fiel del mundo exterior, determina, mediante sus articulaciones industriales e institucionales, la naturaleza de la experiencia subjetiva. A raíz de tal condicionamiento, se genera en el espectador la ilusión de que él es el centro de todo y de que solo a través de él las imágenes adquieren sentido. Baudry alude a Lacan y su concepto psicoanalítico del «estadio del espejo» para ilustrar la «identificación cinematográfica primaria» de la audiencia con la mirada de la cámara, facilitada por las prácticas sociales que, al conformar el dispositivo, habilitan ciertas condiciones de espectación favorables (oscuridad, foco de luz detrás de la cabeza del receptor). En definitiva, los planteos deconstructivistas surgidos a fines de los sesenta exaltan el ser artificial del cine y, si hay un realizador cuya obra aborda dichas posturas, ese es Jean-Luc Godard. En sus films la imagen ya no se ofrece como una revelación transparente de los hechos; la cámara no se esconde, sino que participa activamente en el relato, interactuando con los personajes. La poética godardiana no aspira a la translucidez; por el contrario, su área de producción de sentido es siempre opaca: bajo pena de adherir al orden representacional de la ideología dominante, el cine se halla obligado a evidenciar las costuras de su enunciación y mostrarse tal cual es, asumiendo su condición de lenguaje, de discurso.

El realismo como convención

Más allá de estos radicalizados manifiestos políticos, en el campo semiológico de esa misma década Christian Metz postula, para la impresión de realidad cinemática, un lugar intermedio entre lo demasiado real de la diégesis teatral y lo insuficientemente real del objeto fotografiado. El secreto del cine radica en inyectar en la realidad de la imagen la realidad del movimiento, y realizar lo imaginario hasta un punto nunca antes alcanzado. Dicho esto, Metz no concibe la imagen como entidad puramente analógica. Lejos de ser un imperio autónomo y cerrado, esta funciona como «texto icónico», atrapada en los juegos de sentido de la cultura que la toma a su cargo, según el juicio de semejanza propio de una época y de un lugar.
Si nos extendemos a todas las disciplinas del arte y no solo al cine, hablar de realismo implicaría remitirnos a la corriente estética del siglo XIX cuyo propósito consistía en la representación exacta de las cosas, la captación auténtica de los fenómenos del mundo. El verdadero lenguaje era aquel que se ocultaba frente al objeto, con el fin de aprehender su esencia. Es decir, un estilo consistente en la negación de sí mismo. Así y todo, en un célebre ensayo titulado «El realismo artístico», el lingüista y teórico literario Roman Jakobson indica que el juicio académico sobre lo que es o no es realista puede cambiar por completo de un siglo a otro, por lo que resulta más apropiado tener en cuenta no uno sino muchos realismos, con diversos enfoques sobre lo que la realidad es. Cada época, en resumidas cuentas, posee su propia convención objetivista. Similar es el punto de vista de Nelson Goodman en su libro Maneras de hacer mundos. Para el filósofo estadounidense, no debemos hablar de múltiples alternativas posibles a un único mundo real, sino, por el contrario, de múltiples mundos reales. La corrección de una representación varía según el sistema o el encuadre de referencia en el que se desarrolla. No existe, de ningún modo, un mundo externo e inalterable, al margen de todas las versiones que sobre él poseemos.
Volviendo al campo audiovisual, en el libro Nuevos conceptos de la teoría del cine, Robert Stam, Robert Burgoyne y Sandy Flitterman-Lewis presentan el realismo como «una constelación de mecanismos estilísticos, un conjunto de convenciones que en un momento determinado en la historia de un arte consigue, mediante el ajuste adecuado de la técnica ilusionista, cristalizar un fuerte sentimiento de autenticidad». El teórico Noel Bürch coincide con estos autores al afirmar que la ilusión de realidad en el cine «enmascara la existencia de un sistema racionalmente selectivo de intercambio simbólico» (no en vano Bürch basa su hipótesis principal sobre el cine clásico en la constitución de un Modo de Representación Institucional —MRI—, una manera de hacer dominante en la praxis cinematográfica). El motivo de estas citas reside en la exaltación de un razonamiento que, dada la presente instancia de análisis, parece ineludible: pese a su lógica indicial, la técnica (en este caso, el soporte fílmico) no alcanza para justificar el carácter realista de una película, por cuanto este siempre se vincula con la predominancia de una forma establecida del lenguaje, un sistema de verosimilitud con reglas propias, un estilo que solo se deja advertir como tal en la dinámica retrospectiva del devenir diacrónico.

El realismo en la era digital

Hoy en día presenciamos la más dramática transformación de los dispositivos audiovisuales en toda su historia. El cine de los últimos treinta años ha introducido modificaciones decisivas, tanto en su economía de producción como en sus modalidades de consumo. En su libro La pantalla global, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy sostienen que la evolución de la imagen desembocará en un panorama irreconocible para los enfoques característicos del siglo XX: «Estamos solo al principio de esta transformación. Pues llegará el momento en que la técnica original (película fotosensible, bobinas) por la que el cine se proyectaba en las salas será sustituida por la proyección digital. Todo un ciclo —cien años— se cerrará con la proliferación del nuevo soporte». Esta situación, de hecho, es la que por estos días tiene lugar a raíz del estreno de El Hobbit, que, debido a su velocidad de cuarenta y ocho cuadros por segundo, requiere un tipo distinto de proyector para ser visto adecuadamente.
La imagen cinematográfica actual, a fin de cuentas, se caracteriza por su ambigüedad; en ella conviven la huella del registro fotográfico con la manipulación del paisaje digitalizado. Así, ante el desvanecimiento de la frontera que separaba la acción en vivo de la animación, la percepción del sujeto se torna borrosa. El hiperrealismo de la estética computarizada parece destinado a crear figuras más auténticas que la vida misma, haciendo creíble a la mirada lo que, por motivos lógicos, sería imposible filmar o grabar. En el desconcertado campo de la teoría, el «objeto cine» se ha convertido en un «fenómeno cine» cuya materialidad precisa permanece indeterminada. Lev Manovich reflexionó sobre esta cuestión en su teoría acerca de los «nuevos media». La construcción del mundo en el cine digital implica, para él, un regreso a las prácticas precinemáticas del siglo XIX, cuando la imagen era diseñada y animada manualmente. Si esta, acaso, recuperó esa naturaleza «mágica», mencionada al comienzo de nuestro recorrido, quizá no resultaría descabellado pensar en la pronta emergencia de nuevas convenciones de lo real, nuevos estilos de época.

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