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14 agosto, 2012

CINE

 

Las habitualmente borrascosas relaciones entre novelistas y cineastas quedaron expuestas, acaso como nunca en la historia, durante la denominada Edad de Oro de Hollywood, un período en el que notables literatos sufrieron la impiadosa demanda de la Meca del Cine, mientras que otros, más pragmáticos o versátiles quizás, se convirtieron en exitosos guionistas, sin dejar de escribir formidables novelas.

 

Por Carlos Algeri

 

Conflictiva desde que se tenga memoria, la relación entre los escritores y el cine (o mejor dicho, los productores y directores de cine) difícilmente haya sido más borrascosa que durante el período en que el cine mudo fue demolido por el sonoro, hasta que este se topó de improviso con la salvaje competencia de la televisión. En ese interregno que históricamente se denominó La Edad de Oro de Hollywood, algunos notables escritores vivieron momentos humillantes, mientras que otros supieron adaptarse al medio y, además, lograron escribir novelas valiosas mientras trabajaban en la Meca del Cine.

Libro de lectura obligada para clarificar el tema, Backstory, de Pat Mc Gilligan (Plot Ediciones) recopila extensos e intensos reportajes a varios de los mejores guionistas del período citado, además de ilustrar sobre algunos temas cuidadosamente ocultados por la industria del cine.  El título del libro alude a una palabra ya en desuso, que los guionistas utilizaban para denominar lo que había dentro de su cabeza en el momento de imaginar el argumento de una película, el paso previo inmediato a la redacción del guión.

La lectura del libro más el repaso de biografías de escritores a los que Hollywood trituró su autoestima, confirman algo que los narradores siempre intuyeron: directores y productores estaban convencidos que eran un mal necesario, pero nunca un elemento enriquecedor para  sus películas. Sospecho que la envidia de los cineastas abonaba esta idea, del mismo modo que cierta intransigencia artística de los escritores tornaba inviable el matrimonio artesanal entre ambas partes.

Claro que siempre están las excepciones que confirman la regla: Charles Bennett, un notable dramaturgo británico con formación actoral shakespeareana, contribuyó enormemente a producir guiones de una calidad a la que el mundo Hollywood no estaba acostumbrado. Alfred Hitchcock, entre otros, supo del valor de su trabajo, aunque nunca lo reconoció públicamente. «Todo lo que dice Hitchcock son siempre ideas suyas —aseguró en su momento Bennett, con ironía—. Lo que nunca se ha permitido Hitch ha sido darle a un escritor el mérito que le correspondía. Siempre tiene que ser Hitch […] Hitchcock nunca fue un ‘constructor’, nunca fue un narrador. Hitch tenía buenas ideas, y  el problema del escritor —por cierto, con demasiada frecuencia—, era cómo demonios introducirlas en la historia».

Bennett, que escribió clásicos hitchcockianos como Los 39 escalones (1935), El agente secreto (1936) o El hombre que sabía demasiado (1956), entre otros, le puso la frutilla al postre sin ningún pudor: «En general, en los historias en las que he trabajado con Hitch, sin mí no hubiera habido ninguna historia. Creo que es así de sencillo. Yo tomaba una historia y la convertía en algo bueno. Después de eso, Hitch y yo la convertíamos en un guión». Su alta autoestima y su capacidad  permitieron que Bennett  ganara tanta buena reputación como suculentas sumas de dinero.

En la vereda opuesta, Francis Scott Fitzgerald nunca pudo adaptarse a las necesidades de un oficio en el que perdía una buena parte de su innegable capacidad poética. Por lo general, el autor de El Gran Gatsby no figuró en los créditos de la mayor parte de las películas que escribió (empujado por necesidades económicas), salvo en Tres camaradas (1938) —Three corades en el original—, dirigida por Frank Borzage y producida por uno de los históricos magnates de Hollywood: Joseph L. Mankiewicz. Basándose enla novela Erich Maria Remarque, Edward E. Paramore Jr. y el gran Scott, elaboraron un guión en el que se adivina la influencia del notable escritor en algunos diálogos, como en aquella sentencia: «Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien». El carácter sensible de Fitzgerald y su vulnerabilidad ante los atropellos hicieron que su paso por Hollywood fuese traumático y escasamente reconocido, cuando no directamente ignorado. No debería sorprender: antes de 1926, ciñéndonos a los créditos oficiales de las películas, los guionistas no existían, aunque sería más preciso escribir que no aparecían mencionados.

El novelista William Riley Burnett tuvo, como pocos, el privilegio de trabajar con varios de los directores más talentosos de la Época de Oro: William Wyler, Raoul Walsh, Willliam A. Wellman, John Sturges y Robert Aldrich, entre muchos otros. «El cine nunca me lo tomé en serio como trabajo artístico —reconoció—, pero siempre hice el trabajo; nunca mandé a nadie al diablo, ni nada por el estilo. En esas circunstancias, que nunca son nada halagüeñas, sino que la mayoría de las veces son malas, porque los escritores no tienen ningún control sobre su trabajo. Hacer guiones consiste en reescribir, y yo no reescribo. No tengo que reescribir. Sé lo que estoy escribiendo cuando escribo».  Poco importaba que abominara del existencialismo, que no soportara a Sartre, que detestara a Camus o se reconociera francamente «fatalista».  Burnett hacía bien su trabajo, cualidad que ayuda a los productores cinematográficos a soportar ciertas excentricidades de los guionistas.

Reconocido como uno de los mejores escritores de su generación, figura esencial de la novela negra norteamericana, Raymond Chandler nunca pudo conciliar su proverbial aislacionismo de escritor con la demanda deliberativa que imponía Hollywood a sus historias. Sus comienzos prometían un futuro diferente: en 1943, la Paramount lo contrató para que junto al mítico director Billy Wilder escribiera una adaptación del relato Liberty, de James M. Cain. Al año siguiente se estrenó como Double Indemnity (conocida en castellano como Perdición), con un guión que recibió una nominación para los Oscar.  El éxito de la película derivó en la firma de un contrato con la Paramount para escribir los diálogos de El povernir es nuestro (And Now Tomorrow, 1944), dirigida por Irving Pichell, y de Misterio en la noche (The Useen, 1945), dirigida por Lewis Allen, y para escribir el guión de La dalia azul (1945), dirigida por George Marshall.

En el fondo de lo que parecía un lecho de rosas, Chandler masticaba bronca por el maltrato que recibían sus guiones y por las intromisiones del director en el texto, que muchas veces cambiaba de cuajo lo escrito en el papel. En 1945, envalentonado por los pergaminos ganados, el creador del detective Philip Marlowe le vendió a Metro Goldwyn Mayer los derechos de su excelente novela La dama del lago, pero con una condición: escribir personalmente el guión. Lo hizo, pero el productor no aceptó la versión de Chandler, quien se retiró del proyecto aclarando que él nada tuvo que ver con el film que dirigió Robert Montgomery en 1946. Sin demasiados recursos económicos a los cuales echar mano, Chandler volvió a aceptar el convite de Hollywood con resultados nuevamente frustrantes: en 1946, la empresa Universal lo contrató para escribir un guión original (Playback, que muchos años después se convertiría en el germen de la novela homónima, la última dela saga Marlowe) y aceptó la condición impuesta por el novelista: escribir en su casa, sin que nadie interfiriera en su trabajo y evitando pasar por los estudios. La película, sin embargo, nunca se filmó.

Tras rechazar múltiples propuestas, en 1950 Raymond Chandler intentó reconciliarse con Hollywood. Esta vez Warner le ofreció adaptar Extraños en un tren, notable texto de Patricia Highsmith. Entusiasmado porque Alfred Hitchcock sería el director, la cosa empezó bien, con el autor escribiendo tranquilo en su casa, pero degeneró con las periódicas visitas de Hitchcock, dispuesto a monitorear y discutir el texto. La relación entre ambos se quebró rápidamente: el director inglés no aceptó el guión y lo entregó para revisar a otros guionistas.  Aún hoy resuenan los improperios lanzados por Chandler en 1951 cuando se estrenó la película, detestada por el escritor.

El extraordinario y prolífico Graham Greene es uno de los escritores cuyas novelas cuentan con mayor cantidad de adaptaciones cinematográficas, desde El americano impasible, El cónsul honorario o El agente confidencial. En aquel período de oro del cine norteamericano, Greene puso su sello como guionista con El tercer hombre, inolvidable película sobre la condición humana y y el espionaje con Carol Reed como director y Orson Welles y Joseph Cotten en los papeles protagónicos. Un par de años antes, en la misma Viena en la que transcurre la película, Greene acordaba con el productor Alexander Korda —cena mediante— escribir uno de los mejores guiones de la época, con la condición de que primero escribiría la novela en la que se basaría el guión. Lo que podría parecer una excentricidad fue explicado por Greene con transparente elocuencia: para escribir un guión necesitaba la base de una novela. El tercer hombre es uno de los éxitos más exquisitos del cine norteamericano, a tal punto que a pesar de su masividad, algunos la consideran una película de culto.

Han pasado muchos años, la Edad de Oro de Hollywood ya es un recuerdo lejano, y aunque las relaciones entre las partes han mejorado bastante, difícilmente no se cuele una sombra de desconfianza cuando un escritor y un productor o director de cine comienzan a diseñar un trabajo en conjunto. Sensato y gracioso a la vez, Billy Wilder (director indiscutible, si los hay, y protagonista fundamental de aquel fenómeno) sentenció: «Lo más importante es tener un buen guión. Los cineastas no son alquimistas. No se pueden convertir los excrementos de gallina en chocolate». Y para despejar cualquier posible duda, confesó: «Una vez me preguntaron: ¿Es importante que un director sepa escribir?, y yo respondí: no, pero sí es útil que sepa leer».

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