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10 diciembre, 2012

Hasta el próximo 15 de diciembre, el Museo Nacional de Bellas Artes acogerá la muestra Caravaggio y sus seguidores. Una oportunidad única de disfrutar con la obra del genio italiano que cambió la forma de interpretar la luz en la historia del arte, creando un estilo propio seguido por numerosos artistas.

Por: Alejandro Barba Ramos

Si tuviésemos que nombrar una figura clave en la pintura barroca y, por ende, clave en la historia del arte, rápidamente surgiría un nombre en nuestro pensamiento. Un nombre cuasi oscuro a la par que glorioso. Encumbrado a las más altas esferas del arte, pasó la mayor parte de su vida caminando por las más bajas miserias humanas. Artista genio que, como casi todos los de esa clase, no fue comprendido por su tiempo. Siempre rodeado por la polémica, hombre conflictivo y de vida atormentada, pasó su corta pero intensa vida caminando en el filo de la espada. Su vida al límite, extrema, quedó grabada para la historia en cada una de sus obras. Hablamos de Michelangelo Merisi, conocido como Caravaggio.

Cual funambulista, su vida discurría por la delgada línea que separa los extremos de la condición humana. Pero el equilibrio, la mesura y la templanza no formaban parte del cuaderno de estilo de Caravaggio. Así, su corta pero intensa vida y obra se forjó saltando entre uno y otro extremo. Entre la vida y la muerte, lo divino y lo humano, el amor y el odio, la fe y la duda… Entre la espada y el pincel. Pero, entre todos esos extremos que forjaron su vida y carrera artística, hubo dos fundamentales sobre los cuales Caravaggio sentó las bases de su pintura. Un frágil equilibrio de opuestos que cambiaría sin dudas el concepto de pintura hasta entonces conocido: la luz y la sombra. No hablamos, en el caso de Caravaggio, de una luz sutil y una sombra atenuada o traslúcida. Como su vida, radical de un extremo a otro, trasladó ese sello personal a su pintura. Creó un foco o haz de luz intensa, casi artificial, dirigida intencionadamente hacia determinadas zonas y personajes, desde un punto siempre indefinido, fuera de la escena. Y, como todo en Caravaggio, encontramos el otro extremo, el polo opuesto. Lo que en cada obra permanecía fuera de esa luz intensa, dirigida, se disolvía en la más absoluta oscuridad.

Ese fascinante juego de luces y sombras sumamente acentuadas, creado por Caravaggio, originó el estilo artístico denominado «tenebrismo», estilo marcado por la iluminación artificiosa de determinados puntos de interés, en drástica contraposición a las zonas en sombra. Se generaba así una atmósfera intimista y un ambiente plagado de misterio y hermetismo. Un conjunto visual sumamente efectista, de intenso impacto para los ojos del espectador. Una pintura con dos caras, como la vida misma, muy alejada ya de la visión unilateral del mundo establecida como dogma en el arte décadas atrás. En el Renacimiento, todo era perfección, belleza, virtud. Caravaggio retrata las dos caras: la que se muestra más visible y la que siempre se quiere ocultar. Lo luminoso y lo oscuro, el bien y el mal, lo divino y lo humano… Cielo e infierno. El barroco en estado puro. Su gran aportación al mundo del arte, sin duda, fue otorgar el mismo valor y protagonismo a la sombra que a la luz. La luz sirve para mostrar lo divino, lo bello. Como afirmó el propio Caravaggio, posicionándose con la metafísica de la luz de Platón o san Agustín, «Dios es la luz». Pero la luz requiere la oscuridad para existir y, por lo tanto, ha de ser representada igualmente. La realidad no es tal, si no se muestran sus dos vertientes. La cara, la luz: Dios. La cruz, la sombra: el Mal.

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«A veces solo la oscuridad nos enseña a apreciar la luz en su verdadero valor».