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17 enero, 2013

El devenir de los antihéroes kubrickianos ilustra una visión pesimista sobre la condición humana. Tal perspectiva se enmarca en uno de los estilos de autor más singulares y controvertidos de la historia del cine.

 

Por: Julián Tonelli

 

Stanley Kubrick murió el 7 de marzo de 1999, cinco días después de terminar el corte final de Ojos bien cerrados (1999). Las circunstancias indicaban que su idea de transponer al cine Los superjuguetes duran todo el verano, un viejo relato futurista de Brian Aldiss, quedaría sepultada en el olvido. Se dice que Kubrick había fantaseado con el proyecto por años, sin poder llevarlo a cabo debido a la escasa tecnología disponible. No obstante, a mediados de la década del 90, el cineasta habría cambiado de parecer, entusiasmado por los efectos visuales de films como Jurassic Park (1993). Precisamente, fue Steven Spielberg quien tomó la posta de su colega fallecido, al que admiraba. El resultado fue AI-Inteligencia artificial (2001), una bella aventura de ciencia ficción que, tomada en retrospectiva, se inscribe de lleno en la causa humanista del creador de ET (1982).

 

Más allá del homenaje al gran maestro, Spielberg estuvo lejos de realizar una película kubrickiana. Los dos polos cuya confrontación determina el trabajo de Kubrick son, según el crítico catalán Esteve Riambau, «un autodidactismo egocéntrico aplicado a los métodos de producción y un lúcido pesimismo derivado de su perspectiva sociológica sobre el mundo». La mención del primer ítem no admite dudas. A partir del éxito de 2001: Odisea del espacio (1968), el director —quien, además, no formaba parte de ninguna corriente, ni de lugar ni de época— dispuso de los más beneficiosos recursos técnicos y presupuestarios para filmar acerca del tema que él eligiese, apoyándose en su propio guión y en sus propias condiciones de rodaje. Lo más cercano a un control creativo total. El segundo aspecto guarda con el primero una interrelación absoluta, por cuanto ese dominio habilitaba —en instancias retóricas, enunciativas y, especialmente, temáticas— la expresión de un apabullante estilo de autor.

 

A lo largo de su carrera, Kubrick exploró una amplia variedad de géneros (e incluso estrenó conceptos y procedimientos inéditos, tales fueron las secuelas de 2001: Odisea del espacio en la ciencia ficción). Lo que subyacería en esta diversidad genérica es la manifestación de esa perspectiva sobre el mundo aludida por Riambau. Merced a un espíritu transgresor y desmesurado, los protagonistas kubrickianos vulneran las fronteras de un poder establecido hasta tropezar con los límites impuestos por este. Tanto el coronel Dax de Senderos de gloria (1957) como el Johnny Clay de Atraco perfecto (1955) o el Humbert de Lolita (1962) terminan pagando caro sus impertinencias. La redención (ese tópico fundamental de muchos grandes realizadores, Scorsese por ejemplo) no tiene lugar aquí. El pesimismo, en términos generales, aparece vinculado a la naturaleza humana. 2001: Odisea del espacio podría considerarse un film optimista, pero este optimismo, acaso nietzscheano, está exento de toda impronta humanista.

 

El enfoque sociológico de Kubrick, por cierto, se torna más explícito en su etapa de artista consagrado (apenas cinco películas en un período de veintiocho años). La galería de personajes comienza con Alexander De Large, de La naranja mecánica (1971). En el último capítulo de la novela de Anthony Burgess, el joven criminal decidía por su cuenta llevar una vida normal y redimirse ante la sociedad, un final acorde con las intenciones moralistas y cristianas del escritor. Para su disgusto, la película eliminó de raíz dicho epílogo, eligiendo una narración en forma de parábola: curado de los efectos de su tratamiento —el Vigilar y castigar foucaultiano llevado al paroxismo—, Alex podrá retomar sus brutales andanzas, ahora apañado por el gobierno. Barry Lyndon (1975) presenta una estructura similar. El arribista Redmond Barry escala hasta la cúspide social de la Europa del siglo XVIII, pero tarde o temprano será pillado y devuelto a la plebe.

 

En El resplandor (1980), se advierten, otra vez, disidencias con la historia original. Stephen King exaltaba la decencia de Jack Torrance, y culpaba al hotel y a los fantasmas de sus acciones, mientras que Kubrick lo ve desde el comienzo como un psicópata sometido a la dinámica inexorable de un ciclo psíquico y paranormal (los guardianes del Overlook, uno tras otro, enloquecen y descuartizan a sus familias). Nacido para matar (1987) tematiza la instrucción militar de marines en tiempos de Vietnam, otro fenómeno cíclico y violento. Los reclutas Joker y Pyle son introducidos a un proceso de despersonalización cuyo objetivo es convertirlos en perfectas máquinas de matar. Hombre kubrickiano al fin, Joker es un rebelde a punto de ser devorado por el sistema; en su casco de guerra cohabitan el símbolo de la paz y la leyenda «BORN TO KILL», si bien sabemos cuál de estos enunciados se impondrá. La galería se cierra con Bill Harford, el médico paranoico de Ojos bien cerrados que intenta infiltrarse sin éxito en las orgías de sus amigos aristócratas. Nuevamente, un orden superior frena las ambiciones del protagonista.

 

Con respecto a la indagación de grandes temas, Stanley Kubrick no fue, por cierto, el único genio cinematográfico, aunque su discurso exhibe una vigencia plena. Megalómanos y nihilistas, los antihéroes mencionados padecen la lógica determinista de los grandes relatos, pero intentan, allí hasta donde les es posible, combatirla. La estrategia del director, en todo caso, residía en buscar las fallas del mecanismo, solo para reafirmar de manera obsesiva ese pesimismo irónico que constituía la base de su pensamiento. «Hemos nacido de monos erectos, no de ángeles caídos, y esos monos eran unos asesinos armados. ¿De qué vamos a asombrarnos? El milagro del hombre no reside en cuán bajo ha caído sino en a qué altura se ha elevado», solía decir Robert Ardrey. Si hubo un autor que hizo de esa idea la premisa rectora de su obra, ese fue Kubrick.

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