Image Image Image Image Image Image Image Image Image Image
Menu +

Arriba

Top

10 octubre, 2012

Las cinematografías de inagotable caudal creativo pertenecientes a estos dos cineastas consagrados, referentes vivos y eternos innovadores, resignifica de forma inédita la esencia latinoamericana desde el melodrama y lo popular, trastocando fibras ancestrales y míticas.

Por Ana Piasek

Un film es una forma de escritura particular; su lengua es única y universal. Tiene como materia prima un patrimonio común formado por la memoria visual y el lenguaje de la realidad —o de los sueños—, que es apredicativo, irracional, pregramatical. Sobre este se imprimen todos los recursos técnicos. Pasolini consideraba que la palabra escrita es un filtro simbólico para la realidad, mientras que la cámara obliga a estar inmerso en ella mediante el «lenguaje de las cosas». Agreguemos a esto que solo algunos grandes autores logran servirse de esa virtud del cine con precisión; un recorte que fluctúa entre la extensión ramificada de la naturaleza de la realidad y la secuencia temporal discursiva. Tal es el caso de Arturo Ripstein y Leonardo Favio.

Ambos comienzan sus carreras en los años 60, en el contexto de un nuevo cine latinoamericano que se apartaba de lo clásico, negándolo. A lo largo de sus cinematografías, los dos cineastas que nos convocan realizan un procedimiento opuesto: retoman la tradición. No obstante, la posición de ambos no deja de ser transformadora; lo es desde ese otro lugar.

«Melodrama de madre y prostibulario»

El melodrama fue el género más amado por el público y más repudiado por la crítica y los llamados «públicos eruditos» desde la llegada del cine a Latinoamérica, con auge en los años 30 y 40 en México y Argentina, polos de la industria del cine latinoamericana que crecieron y se desarrollaron en paralelo durante cuatro décadas. Con su aporte normativo y articulador de parámetros socioculturales, el melodrama reafirmaba constantemente las nociones de pecado y transgresión.

Arturo Ripstein, a lo largo de su filmografía, desde su debut en Tiempo de morir (1965), y sobre todo a partir de El lugar sin límites (1978), presentó diferentes grados de crítica social y religiosa, utilizando al melodrama, retomándolo y yuxtaponiéndolo con la violencia más cruda, bordeando sus límites para luego excederlos. Aunque la religión ya no fuera una problemática agudizada, como en tiempos no tan pretéritos, él se encarga de mantener un diálogo conflictivo, tensión de antinomias ya reflejada en los emblemas femeninos fundacionales en México: Virgen de Guadalupe, santa patrona, y Malinche, princesa azteca que, sometida por Cortés, entregó su cuerpo, y con este su pueblo, a los colonizadores.

Ripstein realiza una subversión del canon melodramático y perturba la ley como gesto político que compromete núcleos ancestrales. En La mujer del puerto (1991), su versión del film homónimo de Arcady Boytler (1933), basado en el cuento «El puerto», de Guy de Maupassant, que incluye en el fragmento primero, a modo de intertexto, imágenes en blanco y negro del puerto de Veracruz extraídas del film original, deforma la figura de «la madre», propia del melodrama. Ahora esta encarna la decadencia de los valores, lejos de toda idealización. A la vez, hurga en la crisis moral de «el padre», en tanto discurso fundacional en desequilibrio. Hogar y prostíbulo se fusionan mientras toda ley se vulnera, llegando hasta la prohibición del incesto. En la última secuencia que clausura el film, nada «apaciblemente», asistimos a un (im)posible «final feliz».

Ripstein desgarra el relato en fragmentos y multiplicidad de puntos de vista, representando un distanciamiento con la noción de realidad, de certidumbre. Lo singular y parcial rechaza la completud reconfortante. Se implican aquí la carencia y el vacío, la imposibilidad de cohesión y el problema de la referencia. El tiempo se fragmenta como el relato, y con él la historia que, en cuanto es puesta en escena, conduce la oscuridad de todo; por ello, entre fundidos a negro, las escaleras conducen a las profundidades de sótanos, habitaciones caóticas, apenas iluminadas por tenues luces que proyectan sombras como espectros de los personajes que la cámara de Ripstein persigue en cuadros sórdidos.

Su consagración definitiva llegó con Profundo carmesí (2001), donde nuevamente la figura materna se deshace en la parodia, llevada en ocasiones al extremo del humor negro, mostrando las zonas más complejas y oscuras de sus personajes, criaturas marginales sumidas en la fatalidad.

 

De mitos, sombras sagradas y tragedias

Leonardo Favio también dirige su primer film completo —Crónica de un niño solo— en 1965. En este la utilización de «no actores» refuerza su «verdad». Recordemos la mirada a cámara del niño que, al final, interpela y conmueve al espectador con la expresión de lo que estaba oculto en la sociedad (lo marginal) y en el cine (la cámara). Su tratamiento singular de lo latinoamericano juega con todos los antagonismos, dicotomías y contrastes; el encierro y la libertad de un niño abandonado, marginado por su familia y por la sociedad, se relativizan en un contexto sistemático más amplio de opresión.

Los films de Favio son ficciones fantasmales, aunque a menudo hiperrealistas y de contextos impuros, viscerales, trágicos. Lejos de todo maniqueísmo, los personajes «buenos» no son buenos. Es otra de las posiciones coincidente entre Ripstein y Favio: lo popular compone sus films lejos de toda idealización. No reproducen la lógica del simulacro.

Juan Moreira (1973), versión de uno de los textos más importantes del romanticismo hispanoamericano, está inspirada en una crónica policial real, protagonizada por un gaucho que padeció la opresión y fue asesinado por el poder de turno en la provincia de Buenos Aires, a comienzos de la década de 1870, historia que se convirtió en leyenda popular. Con tomas fijas medias, cámara en mano de filmación nerviosa e involucrada, el capricho del film expone un sentimiento de fuerza salvaje, brutal y cruda. El pueblo, que había dejado sus huellas en la historia real de Moreira, es en la pantalla una representación totalmente diferente de la del cine de autor y a la de cine político. Ni la mirada extrañada y perturbada por la aparición de ese monstruo de mil cabezas, ni la mirada cargada de idealización que lo presentaba como Mesías.

Cuando Glauber Rocha expresó la polémica frase «O povo é o mito da burguesía», se refería al modo en que «el pueblo», en tanto figura abstracta, había sido cargado de clisés por parte de muchos de los cineastas que consideraban que el circuito comercial del cine era una reafirmación de las relaciones de dominación capitalista.

Favio exhibe una lectura política que los desafía. Sabe dirigirse a las multitudes más allá de toda polémica entre «lo popular y masivo». Las fuerzas que arrebatan y amenazan con destruir al protagonista, de inusitada expresividad, en la intensidad y la profundidad del campo, dejan entrever ese infierno que está en estas tierras y pertenece a la historia de nuestros antagonismos. Favio lo resignifica con una mirada histórica que enlaza pasado y presente, construyendo una constelación en la que ambos tiempos conviven. Algo de nuestra esencia está en lo «real» de la imagen final congelada de Moreira moribundo contra el paredón.

Desde Nazareno, Cruz y el lobo (1975), Favio conecta el cine con las artes populares, como la historieta, el radioteatro, los relatos orales, el melodrama, el circo criollo. Un todo polimorfo, de retorcimiento estético, de diversidad de focos de luz. El despliegue ilimitado de la puesta en escena —el agua en los surrealistas túneles— y de la truncada historia de amor cruza la estética del melodrama con la tragedia. Éstos remiten al kitsch y, a la vez, hay acentos míticos, sagrados y trascendentales. Se hace necesario actualizar la imaginación colectiva para acceder a esta sublime y extravagante fantasía alegórica que parte de un mito licantrópico y se desarrolla en un pueblo atemporal de la Argentina.

Tradición y modernidad latinoamericanas: la otra escena

Leonardo Favio y Arturo Ripstein, adueñándose de instancias de riesgo, contribuyen al destronamiento y la descomposición de los cánones establecidos desde la esfera del cine. Si existe una estética en común que los compromete, aunque ellos parecen huir de toda composición adocenada y de toda cohesión estilística, reside en la gran calidad estética de inquietante exageración e intensificación de recursos. De ahí que ejerzan una relación con el estilo barroco, es decir, de elementos múltiples, desmesurados, y con un exceso de énfasis.

El trabajo de sonido, los procedimientos de la cámara (los planos en picado y contrapicado, violentos y sesgados en Favio, y los continuos planos secuencia en Ripstein) nunca están «al servicio» de lo que se cuenta, sino que lo conforman, agregando matices y connotaciones. La alquimia con «otros» discursos torna los suyos contemporáneos, originales e inéditos, polisémicos y extremos; anclaje que se da en un oxímoron de indeterminaciones, de abundancia impresa sobre la carencia y atravesado por nuestro fundamento, considerando que el mestizaje y la hibridación constituyen por antonomasia rasgos latinoamericanos.

Es posible sospechar una posibilidad de convergencia en el estatuto de expresiones artísticas contemporáneas; existe una idea extendida de que la intertextualidad y lo fragmentario constituyen la esencia del arte actual. Es así como sus películas no envejecen ni sucumben en su relación con el tiempo, cuya condición deviene metahistórica, arquetípica. Derivan de y hacia un pensamiento abierto, en curso de formulación, cuya verdad redefine sus dimensiones. Este amplio tejido sincroniza al cine con melodías y ritmos provenientes del seno de nuestras ruinas y, por ello, tiene la posibilidad de leernos desde la corporalidad de los mitos y la violencia que nos ha interpelado. Así, celebramos el legado de ambos, que sigue creciendo.

 [showtime]