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18 septiembre, 2012

El acto poético y sus procesos inspirativos continúan siendo un misterio, un abismo que se agiganta y desafía los fundamentos con los que explicamos y sostenemos la realidad. ¿Sepultaremos esta potencialidad reduciendo lo poético cada vez más a sus aspectos meramente formales o retomaremos el deseo encarnado por los poetas que hicieron de este misterio una fuerza vital, una manera de estar en el mundo y transfigurarlo? Pessoa, poeta mayor, nos propone algunas respuestas.

Por Luis Eduardo Martínez

Partiendo de un recurso finito, el decir poético se manifiesta inacabable. Resulta imposible explicar la poesía con las leyes del mundo que palpamos y aun con las del que intuimos; al desandar su dinámica, su íntima relojería, no haremos otra cosa que remontarnos hasta una sustancia oscura que apenas nos permitirá un tanteo fugaz, porque esa materia inasible y fecunda no quiere ser percibida, quiere ser dicha. Al igual que el Tao, el vacío que origina la poesía nunca se colma ni se agota; sin embargo, su fuerza repercute en la realidad, la reviste de nuevas posibilidades.

Precisamente, para intentar explicar el enigma del Tao, el Gran Logos, Lao Tse debió apelar a ese otro misterio que es la poesía, y desde el plano de lo metafórico comparar su esencia con una vasija de barro que es útil por la nada que lleva dentro, una forma sin forma, una figura sin contorno, oscura y luminosa a la vez, una fuerza que atempera sus resplandores y se hace una con el polvo, un relámpago que no ciega y que sin obrar nada deja sin hacer. Para formular lo impronunciable, Lao Tse tenía que volver al Tao uno con su expresión porque su naturaleza no aceptaba traducciones, sino que invitaba al acto, a cruzar el umbral, a la experiencia directa e irreductible que sólo puede propiciar lo poético.

Pero, para alcanzar ese estado inspirativo y dinámico, el poeta primero deberá vaciarse, convertirse en vasija, desenfocar la mirada y dejar atrás lo preconcebido, soltar el aliento y dejarse respirar, entrar en la oscuridad para encenderse: ser materia combustible.

A ti, oscuridad de la que vengo,
te amo más que a la llama
que limita el mundo
y brilla sólo
para algún círculo
fuera del cual ningún ser sabe de ella.

Con estos versos de El libro de las horas, Rilke nos asegura que lo definido es materia menos compartible que lo oscuro, nuestro origen, donde nuestras percepciones comulgan aun en la multiplicidad de sentidos con que podemos experimentarla: «Al salir el No-ser y el Ser de un fondo único, no se diferencian más que por sus nombres. Este fondo único se llama Oscuridad» (Tao Te King).

Y es entonces que, hasta no ser dicho, aquello que la poesía nombra y modela se niega a existir, permanece abrigado de misterio. Más allá de la técnica, el estilo, la impronta, los ismos, el contexto, cada poeta ha de sumergirse una y otra vez en aquella oscura materia y dejarse articular por ella, hacerse uno con lo inesperado.

¿A qué secreta voz pertenece entonces el decir del poeta? Si del verso más pulido al frenesí rítmico cada raíz y cada filo de imagen o silencio estarán enlazados a un cuerpo que del otro lado de la palabra escrita ya no puede ser reconocido. No hay concepto cercano a la identidad que pueda ser admitido para intentar develar el origen de esta voz.

«¡Deja de tu voz, sólo el silencio anterior!», escribía Fernando Pessoa en el poema «El hombre», de 1918. Conocedor de este misterio y con la sobria lucidez de un iniciado, el poeta portugués supo ser cuenco y encarnar como pocos «la nada» inagotable, la forma sin forma, al punto que Álvaro de Campos, uno de sus heterónimos, de sus criaturas poéticas, llegara a asegurar que Fernando Pessoa no existe, porque todo él ha multiplicado y trascendido su identidad hasta convertirla en pura potencia.

En el Libro del desasosiego, su obra imposible o compendio de miles de fragmentos que Pessoa no pudo o no quiso organizar y editar, el poeta llega a confesar, a través de Bernardo Soares, el heterónimo a quien se atribuye la autoría, que cada persona o contexto que lo rodea se han convertido para él en símbolos vinculados entre sí, conformando una escritura poética u oculta que se deja «transparecer» en sus propias sombras.

Pessoa, el irreal, el escurridizo, el que dejó su obra huérfana en un baúl, dotó sin embargo a sus heterónimos de minuciosas biografías y particularidades, de encarnadura, llegando incluso a diagramar sus propias cartas astrales, como si realmente hubieran sido guiados por designios cósmicos; en tal grado es que el misterio lograba cristalizarse a través de su palabra-gesto.

Fernando Pessoa ansiaba, a través de su arte de mil voces, libertar a los otros de sí mismos, ofrecerse como una especial liberación, invitarlos a la experiencia de lo incomunicable, a la sinfonía de sí: «Tengo hambre de la extensión del tiempo, y quiero ser yo sin condiciones». Y, en este sentido, el conjunto de sus heterónimos podría entenderse como una pluralidad de instrumentos de muy distinta naturaleza, reunidos en torno de una misma pieza musical y un mismo deseo. Los habrá de sonoridad grave, de metálica estridencia, apagados, gráciles, ligeros; pero todos acoplados en la misma experiencia vital y creativa.

Al leer sus versos y prosas poéticas, los fragmentos desperdigados y reunidos, los ensayos y las cartas, Pessoa nos abre a un interrogante: ¿su obra encarnó una excepción o una posibilidad?

Aldo Pellegrini nos brinda una guía en su ensayo La acción subversiva de la poesía, donde manifiesta que no es la falta de impulso poético lo que reduce y mutila al hombre, sino su represión. En este punto, la poesía de Pessoa funciona como un llamado persistente que resquebraja las fronteras con las que pretendemos separar y mensurar el fondo oscuro de la vida, y limitar nuestra capacidad de decirlo.

«Me pesa, realmente me pesa, como una condena a conocer, esta noción repentina de mi individualidad verdadera, de esa que anda siempre viajando somnolientamente entre lo que siente y lo que ve», dice el heterónimo Soares en el Libro del desasosiego; pero en un fragmento siguiente, y citando un poema de otro heterónimo, Alberto Cairo, expresa: «Porque yo soy del tamaño de lo que veo / y no del tamaño de mi altura…. Frases como éstas me parecen crecer sin voluntad que las hubiera dicho, me limpian de toda la metafísica que espontáneamente adhiero a la vida. Después de leerlas, me acerco a mi ventana que da a la calle estrecha, miro hacia el gran cielo y a los muchos astros, y soy libre como un esplendor alado cuya vibración me estremece todo el cuerpo.

“¡Soy del tamaño de lo que veo!” Cada vez que pienso esta frase con toda la atención de mis nervios, me parece más destinada a reconstruir consteladamente el universo. “¡Soy del tamaño de lo que veo!” Qué gran posesión mental va desde el pozo de las emociones profundas a las altas estrellas que se reflejan en él…»..

El acto poético como mutua posesión, como fuerza de encuentro entre el abismo de la interioridad y lo manifiesto, un interpenetrarse con lo otro y un previo vaciarse de sí. Allí se origina la poesía, en un silencio que se repliega, una suerte de intemperie que, al decir de Octavio Paz, saca al hombre de sí mismo para que asuma todo lo que lleva como potencia, lo que es: «Tengo ganas de levantar los brazos y gritar cosas de un salvajismo ignorado, de decir palabras a los altos misterios, de afirmar una nueva personalidad extendida a los grandes espacios de la materia vacía. Pero me reprimo y sereno. “¡Soy del tamaño de lo que veo!” Y la frase permanece siendo para mí el alma entera, recuesto en ella todas las emociones que siento, y sobre mí, por dentro, como sobre la ciudad, por fuera, cae una paz indescifrable desde la dura luz de la luna que se extiende con el anochecer».

Fernando Pessoa fue sin dudas del tamaño de lo que vio y sintió, un baúl lleno de gente, una multiplicidad de paisajes y estados, una sensibilidad capaz de vibrar al unísono y dejarse estremecer con la sabiduría y la completud que se entreteje a una partícula de polvo, que palpita en los labios de la niña que come chocolates o se descomprime a través del resignado suspirar de un tenedor de libros.

Cabe hoy preguntarnos si semejante potencialidad tiene cabida en nuestro ser contemporáneo, tan fragmentado y concluyente, con inciertas capacidades para sostener y aunarse al misterio. A los hombres de este tiempo nos cuesta demasiado perder las referencias, propias y ajenas, convivir con las fisuras, con lo incompleto, con el silencio; el vacío nos resulta insoportable y aberrante, la nada: un pecado mortal, y qué decir de ser nadie… o de ser todos.

Aquí es donde la poesía puede erguirse como una esperanza, como una luz y un calor que llegan desde un arquetipo íntegro de lo humano, capaz de afirmarse en la realidad y mantener a la vez encendido su potencial de trascendencia, de ser otro, de pronunciar y crear, con los limitados recursos del lenguaje, una imagen que pueda contener y darle sentido al mundo.

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