Irreverentes: una celebración que no pide permiso
Por Julieta Strasberg
Una fiesta de cuerpos y memorias fuera de norma
Irreverentes no es una obra para mirar desde la distancia: es un ritual escénico donde la risa se vuelve resistencia y el testimonio, una forma de desobediencia. Con 27 intérpretes mayores de 60 años y la dirección provocadora de José María Muscari, el espectáculo propone una celebración sin pudor de aquello que la escena suele esconder: la edad, la enfermedad, el deseo tardío, la fragilidad, el goce.
Hay obras que se ven y se aplauden. Y hay otras que se viven, que se festejan, que se celebran. Irreverentes es eso: una celebración. De la vida, del deseo, del exceso, de la contradicción. De la desobediencia de seguir existiendo cuando todo parece invitar a la retirada.
Desde que se abre la puerta del Teatro del Pueblo, ya algo distinto sucede: te reciben con una copa de vino, con flores o con un ambientador personalizado. El clima es de fiesta, sí, pero no una cualquiera: es la fiesta de quienes no suelen ser invitados. Y sin embargo, acá están. Bailando, riendo, respirando fuerte.
José María Muscari vuelve a lo más puro de su universo con una propuesta que es, sin vueltas, 100% Muscari. Eso significa un montaje sin filtros, sin corrección política, sin temor al ridículo. Con cuerpos no hegemónicos, artistas mayores de 60 (e incluso de más de 80) años, historias con cicatrices, voces ajenas al mainstream. Con música, color, brillo, sobrecarga estética y una emocionalidad desbordada que se sostiene de principio a fin.
- PH: Julieta Strasberg
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El vestuario es un capítulo aparte: sacos pintados a mano, prendas intervenidas, brillos, lentejuelas, texturas. Cada artista se viste con lo mejor de su placard, más allá de lo que lleve el otro. Y sin embargo, no hay caos: hay armonía en el exceso. Como ese carnaval carioca que cierra las bodas con confeti, collares y globos. Así vibra Irreverentes: como un final de fiesta que no quiere terminar.
El escenario como lugar de resistencia
El espectáculo comienza antes del telón. El elenco —27 artistas en escena— canta y baila canciones de Lali y Duki, apropiándose con alegría de íconos pop que muchas veces les resultan ajenos. Y sin embargo, los hacen suyos. Los nombres también dicen algo. Ellos y ellas son: Jorge Alarcón, Mónica Alessandría, Sonia Andrade, Felisa Apel, Luis Caballero, Catalina Contartese, María de Cousandier, Emilio De Feo, Luis Giussani, Lydia Heguy, Mirta Israel, Jorge Kohen, Osvaldo Malizia, Vivi Manusia, Eduardo Marengo, Jorge Muno, Néstor Nieto, Julio Alberto Pallares, Alejandra Piazzalonga, Amanda Polverini, Silvia Porro, Fabio Querciotti, Paula Resnik, Alejandra Rubio, Ricardo Streiff, Daniel Toppino y María Elisa Vidali.
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Cada uno, con su historia, su cuerpo, su memoria, su singularidad, sostiene ese mosaico que es Irreverentes. Luego irrumpen jingles publicitarios, frases y slogans de décadas pasadas que activan la memoria emotiva de toda la platea. El pasado y el presente se mezclan sin culpa y con una libertad brutal. No es solo nostalgia: es una memoria cultural compartida, un archivo colectivo que vuelve a la vida desde el cuerpo, la voz y el humor. Son marcas generacionales que crean complicidad instantánea con el público.
Y ahí, la curva emocional cambia: el delirio inicial se transforma en escucha. La risa se vuelve ternura cuando las escenas viran hacia el testimonio, el recuerdo, la herida, sin perder nunca la vitalidad. La obra sube y baja en intensidad emocional: es un cuerpo que respira. Ese cuerpo escénico —agotado, dolido, tierno, vibrante— parece resonar con la idea de Antonin Artaud (1938) y su “teatro de la crueldad”: un teatro que no pretende representar, sino hacer vivir. Que no busca complacer, sino conmover. Que no se dice: se encarna. Artaud defendía un teatro donde el cuerpo se impusiera a la palabra, donde lo físico —en su límite, su fragilidad, su potencia— fuera el verdadero lenguaje. En Irreverentes, los cuerpos envejecidos, dolidos, intervenidos están en el centro, y su sola presencia produce sentido antes que cualquier texto.

PH: Julieta Strasberg
No hay un relato tradicional. Irreverentes es un mosaico de testimonios, canciones, recuerdos. En distintos momentos, cada intérprete se presenta: dice su nombre, su edad, qué le pasó, qué perdió, qué le duele. Comparte su historia clínica, sus medicamentos, sus frustraciones, sus triunfos olvidados y también sus deseos. Irreverentes lleva eso al escenario: cuerpos que no cumplen con la promesa de la juventud eterna y que, sin embargo, se muestran con orgullo.
Cada confesión interpela al espectador desde lo individual, pero con implicación colectiva. Decir “yo fui”, “yo perdí”, “yo me enfermé” es también decir: “vos podrías —o podés— ser yo”. Y esa apertura, lejos de cerrarse en la intimidad, se vuelve experiencia compartida. Como bien lo ha mostrado María Moreno (2016), el testimonio cuando proviene de cuerpos envejecidos, feminizados, queer o fuera de norma, no es solo una biografía: es una forma de irrupción política.
La escena, entonces, no solo los representa: los produce. Como sugiere Judith Butler (1990), la identidad no se revela, se performa. Y estos intérpretes performan sus vidas como acto de afirmación. Y entonces ocurre algo poderoso: nos empezamos a ver ahí: en sus cuerpos, en sus muletas, en sus pastillas para la presión, para el colesterol o el viagra, en su dolor… y también en sus ganas. Nos vemos en el bastón, en la operación, en el miedo a no encajar, en la tristeza callada, en los cuerpos modificados por el paso del tiempo. Y en la fuerza de salir a escena a pesar de todo. Esa identificación progresiva es uno de los gestos más generosos de la obra: hacernos parte, sin disfrazarnos.
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Como pensaba Michel Foucault (1975), el cuerpo es un territorio donde se inscriben el poder, la norma y la historia personal. Aquí, esos cuerpos medicalizados se exponen sin vergüenza, desafiando el mandato de ocultamiento. Uno de los momentos más graciosos llega cuando les intérpretes suman sus edades en voz alta. La cifra es descomunal. Y en vez de ocultarla, la exhiben como bandera. En un mundo que valora la juventud como capital, acá la vejez es un logro. Es más: quienes tienen menos de 60 parecen ser los que están fuera de lugar.
El humor como manifiesto político
La obra se cae abajo de risa. El público llora de risa, aplaude, grita, corea, se entrega sin pudor. Incluso en los momentos más emotivos —porque los hay—, todo nace desde el festejo. Porque Irreverentes no baja línea, celebra la supervivencia. La del horror, la enfermedad, el cáncer, las adicciones, la guerra, la pérdida. Y lo hace sin solemnidad. Con pañales, bastones, muletas, chatas. Todo se muestra, todo se nombra, y a todo se le puede —y se le debe— reír en la cara. Con una sonrisa que se planta ante lo vivido para gritar a la muerte: “¡No me vas a sacar así nomás!”.
El cuerpo, como diría Paul B. Preciado (2008), es un campo de batalla política. Y en Irreverentes, se vuelve trinchera, bandera y manifiesto. Ese tono provocador, pero amoroso, no molesta ni incomoda: nos pone un espejo en la cara. Y por si alguien no se da cuenta, la obra lo dice en voz alta, en unos carteles que atraviesan el escenario: “Soy tu futuro.”
Irreverentes es una obra que resiste desde el humor, que lucha sin victimizarse y que hace política desde el goce, desde la alegría. Es una obra antiviejismo, antinorma, antihipocresía. Y lo es con glitter, con canciones, con desparpajo y con verdad. Porque lo que envejece no es el cuerpo, sino la mirada ajena. Advertencia: no apta para puristas del teatro clásico.
Verdad, memoria y una justicia escénica
El espectáculo también abre la puerta al backstage. Se escuchan audios reales del casting, se cuentan anécdotas del proceso de selección. “Todo lo que pasa es real”, insiste un cartel en la pantalla. Pero incluso si no lo fuera, no importaría: la verdad escénica se impone con tal fuerza, que se vuelve indiscutible.
- PH: Julieta Strasberg
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Muchos de estos artistas fueron relegados a los márgenes: extras, secundarios, personajes sin nombre, actrices y actores que supieron ser conocidos y hoy no tienen un lugar. Muscari no les presta el centro: se los entrega. No como gesto de inclusión simbólica, sino como un acto de justicia artística. Y eso conmueve.
La dirección —sensible, amorosa— sabe cuándo correrse para dejar brillar al elenco. La puesta de Cristian Morales acompaña sin imponerse. Los videos de Mariela Asensio aportan textura y dinamismo. Y el espectáculo, en su totalidad, se ofrece como un ritual escénico donde la emoción y el humor no se excluyen: se potencian.
Irreverentes no se mira desde la butaca: se vive. Es un acto colectivo de ternura, goce y resistencia. Un espectáculo donde la risa es revolucionaria y el deseo de seguir siendo, un acto político. Silvia Federici (2013) nos recuerda que los cuerpos envejecidos son también cuerpos que han resistido. Y eso, en escena, es pura potencia.
Y estos artistas —estos gloriosos, desobedientes, entrañables irreverentes— juegan en serio. Y ganan.
Lavalle 3636 (mapa)
Domingo – 18:00 hs – Hasta el 25/05/2025
Sábado – 20:00 hs – Hasta el 25/05/2025
Referencias:
Butler, J. (1990). Gender trouble: Feminism and the subversion of identity. Routledge.
Federici, S. (2013). El patriarcado del salario: Críticas feministas al marxismo. Traficantes de Sueños.
Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores.
Preciado, P. B. (2008). Testo yonqui: Sexo, drogas y biopolítica. Editorial: Espasa.
Artaud, A. (1938). El teatro y su doble. Buenos Aires: Losada.
Moreno, M. (2016). Black out. Buenos Aires: Random House.