La escena como herida abierta: Gordas y la política de la carne
Por Julieta Strasberg
¿Qué memoria carga un cuerpo vigilado? ¿Qué palabras brotan cuando el hambre no es solo física, sino simbólica, emocional, estructural?
Una caja de Pandora en escena
Un vestido de blanco inunda la escena, gigante como una torta con crema y flores rosa, casi como un pastel de bodas de varios pisos. No es pastel ni adorno, es dispositivo teatral: envuelve, pesa, encierra. Desde adentro, late un corazón, se gesta un ser, se nace a la canción de cuna y se nutre las primeras papillas. Entre tanto, una voz titubea entre el canto y el grito y nace, asoma y rompe el capullo. Así comienza Gordas, el unipersonal autobiográfico de Natalia Marcet dirigido por Ana Woolf. La escena encarnar una herida abierta que se ofrenda al público, y lo que brota es un lenguaje propio, visceral, punzante.
Estrenada en 2007, tras un largo proceso de creación que incluyó su preestreno en el Odin Teatret en Dinamarca, la obra ha recorrido espacios educativos, festivales y comunidades en múltiples países. Este espectáculo es un acto de implicación viva que se atraviesa.
Entre dietas, etiquetas y canciones
Marcet da voz a sus fragmentos. “La gorda Matosas”, “la que sirve para el invierno”, “la que lee en los actos escolares”… El yo se deshilacha en apodos, talles, juicios y miradas que pesan más que cualquier cuerpo. La escena no ofrece una cronología, sino una corriente vital, una partitura escrita sobre diarios íntimos, slogans de revista, melodías de infancia. El texto serpentea: bordea, colapsa, arde.
En ese zigzag emocional, pasa lista a las innumerables estrategias desplegadas para encajar. Dietas, encierros, vómitos inducidos, ejercicio extremo, purgas, anfetaminas, polvos, pactos con espejos rotos. El cuerpo llevado al borde, de ida y vuelta. Y, como un mantra desquiciado, grita números: 60 – 70 – 74 – 90 – 80 – 90… Como si en esa secuencia fallida se pudiera leer un destino.
También está el encierro: sola, sin plata, vestida de negro, en un cubículo oscuro, sostenida apenas por la triste promesa de que sola se puede. Y luego, otra vez, el derrumbe: la culpa, la vergüenza, el exceso. Comer para tapar. Comer para no gritar. Comer cuando ya no hay otra lengua posible.
Pero entre esas ruinas, también hay momentos de brillo: estar flaca —enferma y vomitando, pero flaca al fin— y conseguir al novio deseado, el hegemónico, el que funciona como validación. Aunque pronto esa escena también se desploma: porque aún allí, en el molde exacto, aparece lo otro, lo no dicho, lo que no alcanza. Y al primer viento, se cae. Se vuelve al ciclo. Se vuelve al daño. Porque la norma no abraza: exige. Y siempre es tarde, o es mucho, o es poco.
La comida aparece como idioma afectivo. Bife con papas, manteca caliente, pan con mayonesa, postrecitos. No son solo nutrientes: son escenas congeladas. Huellas del desamparo. Consuelos que se mastican con culpa, refugios breves que no alcanzan a ser hogar.
El cuerpo como territorio
Formada en la tradición del teatro antropológico, Marcet trabaja el cuerpo como dramaturgia. Cada gesto, cada tono, cada desplazamiento tiene un peso simbólico dentro de una estructura precisa que sostiene la intensidad del temblor. El dolor se derrama y se vuelve forma, acción, pulso. A nosotros, espectadores, el pulso también se acelera, incomoda, y por momentos, se detiene la sangre ante el testimonio de la desesperación.
En esta escena encarnada, el cuerpo es instrumento expresivo pero también es archivo, es frontera, es lugar de inscripción simbólica y social. Como señala Rita Laura Segato (2003), el cuerpo femenino ha sido históricamente concebido como “territorio de disputa” por los poderes patriarcales, donde se libran batallas culturales y políticas. En Gordas, ese territorio está ocupado por el juicio, la norma, el mandato estético.Carla Cerqueira (2016), desde el cruce entre estudios de género y comunicación, plantea que el cuerpo es un medio de representación donde se inscriben las tensiones entre lo privado y lo público, lo íntimo y lo colectivo. En ese sentido, Marcet devuelve al cuerpo su potencia performativa, como vehículo de ruptura y reconfiguración de sentido. A su vez, Judith Butler (1990) señala que la norma de género no solo se impone desde fuera, sino que se internaliza y se repite a través de prácticas corporales cotidianas. En Gordas, esa repetición se subvierte: el cuerpo que antes fue disciplinado por el hambre y el espejo ahora se vuelve campo de resistencia, de desobediencia poética.
La escenografía —creación de Daniel La Rosa junto a estudiantes de arte— dibuja ese mundo simbólico en expansión. Un vestido blanco de dimensiones imposibles. Un espacio cuadrado y mutante que es mesa, escalera, refugio, prisión, armario, hogar. La iluminación acompaña los vaivenes de la memoria, mientras los arreglos musicales de Juan Sardi sobre la canción Qué será, será de Doris Day trazan una línea melancólica e irónica. Lo dulce se enrarece, y la canción se vuelve lamento.
Una estructura para atravesar el abismo
El trabajo con Ana Woolf fue clave. Como compañera y directora, diseñó una partitura compleja de acciones que contiene el dolor, que permite atravesarlo sin ser devorada por él. El teatro, aquí, es arquitectura real, es la canoa que permite flotar mientras las aguas del recuerdo golpean.
Desde la negación hasta la compulsión, desde la escisión hasta la reconstrucción, la protagonista despliega un mapa psíquico donde lo individual se enlaza con lo social. Porque el cuerpo de Gordas no es solo el de Natalia: es el de muchas. Gordas, de alguna manera, somos todas: quienes fuimos (somos) medidas, burladas, silenciadas, vigiladas, sometidas, agobiadas. El de quienes sobreviven todos los días al espejo propio y ajeno.
Gordas es también parte de una red. De una genealogía artística que incluye al Magdalena Project y a la Red Latinoamericana de Mujeres de Arte Contemporáneo. La escena es testimonio y acción política. El cuerpo se vuelve territorio de reapropiación.
Marcet no actúa sola. Lleva en su voz el eco de muchas otras. En su cuerpo, la historia de una época. En su obra, la posibilidad de pensar el teatro como espacio de resistencia, como tecnología sensible para sostener lo que duele, y nombrar lo que siempre se quiso silenciar. Desde el gesto más íntimo hasta el dato que alerta, la obra se expande hacia un plano testimonial que articula experiencia personal y urgencia social
Una verdad cantada
Gordas no busca adoctrinar ni aleccionar. Su potencia reside en lo que revela: una verdad que se hace carne en quienes alguna vez sintieron que no encajaban. En el jean que no cierra, en la mesa vacía o rebalsada, en el espejo que juzga. En la comida, o en cualquier otro consumo problemático que captura el deseo, que cercena la libertad, que obtura la posibilidad de una vida plena.
Marcet canta su historia, y en esa voz reverberan muchas otras. Con humor ácido, con ternura desgarrada, con datos alarmantes y preguntas sin consuelo, abre una puerta. Informa, también. Trae cifras, advierte sobre la edad temprana en que los trastornos alimentarios comienzan a gestarse. Ya se habla de niñas y niños de cinco o seis años, las estadísticas incluyen infancias. Y los números, como su cuerpo en escena, golpean.
La obra ha recorrido festivales, escuelas, universidades y centros culturales de distintas regiones del país y del mundo. En muchos casos, lo hizo con el acompañamiento de políticas públicas como las del Instituto Nacional del Teatro —hoy amenazado— que permitieron su llegada a territorios donde el arte -sin apoyo- suele ser un lujo postergado. Su valor pedagógico es evidente y en cada función en colegios secundarios, en espacios de salud mental, en centros de formación, Gordas se transforma en un espacio de escucha, de debate, de abrazo simbólico.
Cada función es irrepetible: la herida late, la voz vuelve, insiste en ser oída. Ella trae dolor pero también existencia, lenguaje, arte. Es el intento de decir lo indecible con la dignidad del canto. En un tiempo que impone cuerpos dóciles, pulcros, editados, Gordas irrumpe como todo lo que se expande sin permiso. Y en esa expansión, muchas encuentran un refugio: un espacio donde no hace falta justificarse para existir.
La obra resiste desde la escena y desde el cuerpo que la sostiene. Se opone al silencio, a la vergüenza, al mandato de normalidad que castiga. Frente a un mundo saturado de narrativas limpias, Gordas se convierte en una fisura luminosa: lo crudo, lo incierto, lo que aún palpita.
Y al salir, Natalia espera con una torta casera con dulce de leche: suave, generosa, como si la ternura también pudiera comerse. Porque el teatro, a veces, también es una mesa abierta, donde circulan el pan, el azúcar, la palabra. Y, por qué no, también un abrazo lleno de harina, de esos que dejan huellas.
Funciones
Teatro El Popular (Chile 2080, CABA)
29 de mayo
Luego, pasa a circular por las escuelas.
Créditos PH : Edu Barroso y Natalia Tesone
Referencias:
- Butler, J. (2007). El género en disputa: El feminismo y la subversión de la identidad (M.ª A. Muñoz, Trad.). Buenos Aires: Paidós. (Obra original publicada en 1990)
- Segato, R. L. (2003). Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos. Universidad de Buenos Aires, Prometeo Libros.