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Por Dr. Ezequiel Achilli / Dra. Raquel Tesone

 

Segunda parte

 

En deuda con mucha de las enseñanzas que nos legaron los autores clásicos, el psicoanálisis no desiste de abrevar de su fuente para refrescar y alimentar su cuerpo teórico. Gracias a Sófocles, Freud se sirve de la tragedia de Edipo para armar su complejo nuclear. Y, gracias a Shakespeare, nuestro interés se sigue consagrando a forjar diversas articulaciones entre su literatura, el psicoanálisis y la filosofía.

Atrevidos somos en diagnosticar a Shakespeare, pero su abundante metáfora es suficiente. Quizás sí sea un loco, como su creatura, un poeta. Un loco que escribe un mito. Dicen que es condición del mito su anonimato… ¿Edipo lo es? Dicen que debe ser atemporal: Hamlet ya lo es. La cultura cambia, también algunos tabúes, otros no, y eso nos determina. Aunque no todos veamos con buenos ojos la boda de una viuda con el hermano del marido. Lo que no cambia es la esencia de la locura, mucho menos su estructura discursiva, y eso lo hace atemporal como al Quijote.

Qué mejor que un párrafo del Hidalgo para hacer gráfico nuestro pensamiento, cuando le replica a Sancho Panza: «¿Quién duda, señor don Diego de Miranda, que vuestra merced nos tenga en su opinión por un hombre disparatado y loco? Y no sería mucho que así fuese, porque mis obras no pueden dar testimonio de otra cosa. Pues, con todo esto, quiero que vuestra merced advierta que no soy tan loco ni tan menguado como debo de haberle parecido». Y casi al mismo tiempo, Calderón de la Barca escribió: «No hay loco de quien algo no pueda aprender el cuerdo». Nada más cierto: Hamlet, el Quijote y ese Segismundo, que no es Freud, nos siguen enseñando acerca de la locura.

Calderón de la Barca pone en boca de Segismundo, el personaje principal de La vida es sueño, un monólogo memorable: «Es verdad. Pues reprimamos esta fiera condición, esta furia, esta ambición, por si alguna vez soñamos: Y sí haremos, pues estamos en mundo tan singular, que el vivir sólo es soñar; y la experiencia me enseña que el hombre que vive, sueña lo que es, hasta despertar. Sueña el rey que es rey, y vive con este engaño mandando, disponiendo y gobernando; y este aplauso, que recibe prestado, en el viento escribe, y en cenizas le convierte la muerte, ¡desdicha fuerte! ¿Que hay quien intente reinar, viendo que ha de despertar en el sueño de la muerte?…». Y el célebre e inolvidable final de este soliloquio: «¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son».

Y a Hamlet lo trabajan cuestiones muy similares que a Segismundo.

¡To be or not to be!, ¿se sueña lo que se es pero no se es como se vive?, ¿por qué su madre le presta sus aplausos a este rey que vive engañando? A Hamlet lo interpela la ambición de poder de su tío, quien fue capaz de dar muerte a su hermano para obtener su corona y esposar a la Reina. Hamlet se pregunta, al igual que Segismundo, si el sueño de ser rey no es en sí el engaño de aquellos que tienen la certeza de creerse todopoderosos e inmortales. Mientras el Rey planifica la muerte de Hamlet, no parece estar al corriente de que el mayor bien es pequeño, ni que la muerte también lo está acechando. De allí el soliloquio de Hamlet: «Ser, o no ser: ésta es la cuestión. ¿Qué es mejor para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante Fortuna, o tomar armas contra el océano del mal, oponerse a él y que así cesen? Morir, dormir… No más, y pensar así que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a todos los males, herencia de la carne, y decir: ven, consumación, yo te deseo. Morir, dormir, dormir… ¡Soñar, tal vez! ¡Qué difícil! En el sueño de la muerte, ¿qué sueños sobrevendrán cuando despojados de ataduras naturales encontremos la paz? He aquí la reflexión por la que tan larga llega a ser la desgracia. ¿Pues quién podrá aguantar los azotes y las burlas del mundo, la injuria del tirano, la afrenta del soberbio, la arrogancia del poder y la humillación que la virtud recibe de quien es indigno, cuando uno mismo tiene a su alcance el reposo en el filo de un simple estilete?».

En este monólogo, Hamlet nos propone pensar, al igual que Segismundo, que la vida es un sueño y que el sueño de la muerte puede encerrar otro sueño. Hamlet se resiste a someterse al sufrimiento de su insultante fortuna, que se encuentra ligada a su herencia. Morir, dormir; dormir, quizás soñar…; que el dolor tiene un desenlace y una conclusión si tropieza con la muerte. En este monólogo, Hamlet preanuncia su final. No es que Hamlet elige la muerte, pero sabe que es un designio inexorable. El sueño de muerte despierta a la tragedia para que, al ser difundida, no duerma hasta morirse. Morir, dormir; quizás soñar…, que la inmortalizamos a través de los sueños que puedan llegar a ser soñados por otros. A su peculiar manera, Hamlet no despierta del sueño o, mejor dicho, de la pesadilla que le presenta su tragedia. Bascula frente a la misión de vengar a su padre. Busca que su corazón deje de tejer con los hilos de su herencia la trama de un mortífero destino. Pero parecería que la muerte es la única que puede desenredar el enmarañado conflicto entre su padre y el hermano de su padre, gestado antes de su advenimiento al mundo. Hamlet está condenado a una historia que lo precede, lo trasciende y lo involucra en un silencio que se redime en locura.

¿Un loco puede preguntarse Ser o no Ser? El tío se pregunta si puede ser Rey, ¿o si ese es el lugar del no ser, en tanto no es su lugar, sino el lugar del hermano? Si se lo hubiera podido interrogar, es probable que no hubiera necesitado hacer un pasaje al acto de su deseo para llegar a ser quien no es. Los neuróticos fantasean lo que los perversos actúan, señala Freud, y los cuerdos como Claudio actúan movidos por una total impunidad donde no cabe el beneficio de la duda. ¿Quién puede llegar a formularse Ser o no Ser? Esta es la cuestión que parece estar reservada a los locos, y no a los cuerdos. Claudio puede ocupar otro lugar, tratando de ser otro; puede ser el Rey, pero nunca el hermano; él puede ser el marido de la Reina, pero no dejará de ser su cuñado. Aquellos que se confrontan con esta duda ontológica hasta enloquecer solo encuentran respuesta en esta formulación cartesiana de su existir: al soñar.

Los locos son allí donde sueñan, ya que ellos sí parecen atesorar un saber: que la vida es solo un sueño y que entre el cielo y la tierra hay algo más que el sueño del filósofo. ¡Que el sueño refleje la verdad del ser y del deseo es para los analistas una premisa imprescindiblemente freudiana!

En Hamlet, se le intenta dar una explicación al fenómeno, entender la locura del príncipe ocupa un importante lugar en la obra. Sucede en la escena dos del segundo acto, cuando Polonio interroga a su hija, y luego también cuando Polonio le devuelve su hipótesis al mismo Hamlet: «Aunque todo es locura, hay cierto método en lo que dice…». ¿Que detrás de todo delirio existe un núcleo de verdad?, ¿eso es lo que nos está diciendo Shakespeare? Suena conocido: «Hace falta una cuota de fe para perseverar en la expectativa de hallar algo de “método” en esta locura», señala Freud (1911, p. 21). En efecto, el método no se perfila parecido al utilizado por el psicótico. Hamlet no confunde la realidad con la fantasía; su conflicto no parece centrarse entre su yo y la realidad; tampoco delira lo que la madre no puede metabolizar. Cómo puede interpretarse el acto de esposar y gozar del asesino de su marido sino como situando al padre de Hamlet, literal y simbólicamente, en el lugar del muerto. Una nota al pie en la edición extendida de Hamlet dice que «tanto la iglesia católica como la protestante consideraban incestuosa la boda de una viuda con el hermano del marido».

Hamlet delata esta verdad llena de traición, asesinato e incesto, verdad que lo aniquila y lo arrastra con dolor. En ese nudo de dolor, reside su locura. Hamlet, luego de pedir perdón a Laertes y aceptar que su locura pudo deshonrarlo, describe con excepcional lucidez la vivencia de su malestar: «¿Fue Hamlet quien ofendió a Laertes? ¡No, Hamlet jamás! Pues si Hamlet pierde su consciencia, y cuando no es él mismo ofende a Laertes, entonces no es Hamlet quien lo ofende, y Hamlet lo niega. ¿Quién lo hace entonces? Su demencia. Y si esto es así, Hamlet es uno más entre los ofendidos. La locura del propio Hamlet es su propio enemigo. Señor, así pues, ante esta asamblea, quiero ser liberado de cualquier intención perversa, por vuestro generoso espíritu. Tan sólo disparé una flecha que, volando sobre su casa, fue a herir a mi hermano». Hamlet admite su locura reconociendo que la agresión a un ser que él considera un hermano es una ataque a sí mismo. Tratar de hermano a Laertes, y el acto mismo de nominarlo como tal, parece delinear con claridad lo que lo opone y lo diferencia de su tío, quien intencional y planificadamente asesina a su hermano para transformarse en Rey. ¿Hamlet termina siendo su propio enemigo porque escoge volverse loco antes que cuerdo como su tío?

Y así pasan los años; ahora el loco quizás viene a nuestros consultorios, en el mejor (o el peor) de los casos, a hablar, a ser escuchado, a dejar asentada su denuncia, en la búsqueda de un otro al que revelarle su verdad para otorgar un sentido a su tragedia. De hecho, es así como termina la obra: «¡Oh, querido Horacio! —le dice el príncipe a su Sancho—. Si esto permanece oculto, ¡qué manchada reputación dejaré después de mi muerte!… alarga por algún tiempo la fatigosa vida de este mundo lleno de miserias, y divulga por él mi historia… e infórmale de cuanto acaba de ocurrir… para mí, sólo queda ya… silencio eterno».

Hamlet vio un fantasma; también lo hicieron sus fieles amigos, es verdad. Pero quién de nosotros, analistas, no ha visto uno alguna vez. ¡Si nuestros consultorios están repletos de ellos!

Esta es la noticia que Shakespeare, con su Hamlet, nos regala.

 

 

Bibliografía

Aulagnier-Castoriadis, P. (1988): La violencia de la interpretación, Buenos Aires, Amorrortu.

Freud, S. (1911 [1913]): «Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente (Schreber)», en Obras completas, vol. XII, Buenos Aires, Amorrortu.

Shakespeare, W. (2000): Hamlet, Barcerlona, Editorial Sol 90.